domingo, 27 de diciembre de 2009

Línea roja: Historias reales

Domingo, 20 de diciembre
ESTAMOS EN PAZ

Qué espléndido regalo el de este último domingo de otoño. Hace frío, pero el cielo está de un azul tan prodigioso que no parece de este mundo. Y qué transparencia la del aire: todo relumbra como recién creado. Mientras cruzo la plaza de Santullano, recuerdo los versos de Amado Nervo que oí recitar el martes pasado, en la Casa de Cultura de Avilés, a José María Martínez: “Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida, / porque nunca me diste ni esperanza fallida, / ni trabajos injustos, ni pena inmerecida”.
Sí, yo también, como el poeta mexicano, “he sido el arquitecto de mi propio destino”. Y cuando llegue la hora del último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, podré repetir sus palabras: “Vida, nada me debes. Vida, estamos en paz”.



Lunes, 21 de diciembre
VUELTA A CASA

Al regresar a casa, después del cotidiano y vespertino café en el Rosal, me detengo un momento ante una agencia de viajes. En el escaparate se exhibe un globo terráqueo. Lo contemplo como en la infancia, fascinado por tantos ríos y mares, montañas e islas desparramadas en el azul. A su lado hay un velero. Me basta cerrar los ojos para estar a bordo y sentir la aspereza del viento en la cara. Pero parece que he llegado en mal momento. La vela de mesana, en jirones, pende del pico de cangreja aleteando sobre la toldilla. Las demás velas bajas –la de gavia, el sobrejuanete y las restantes del mayor- se hallan rizadas. Pero en el mástil de proa, a excepción del cangrejo, el velacho bajo y el trinquete, las otras golpean furiosamente amenazando quebrar el mastelero. El bauprés está tronchado por su mitad, y el botalón, desprendido, salta locamente sobre las aguas amadrinado aún a las bandas por sus vientos, que también están a punto de romperse tensados por la fuerza monstruosa de las olas. En el resto solo quedan el contrafoque y la trinquetilla, amenazando rasgarse sacudidos por la violencia del vendaval. Las demás velas de cuchillo, menos las de cangreja, el estay mayor, la de mesana, de gavia y de sobremesana, han sido arrebatadas por el viento. De pronto una ola enorme levanta de través al buque zarandeándolo fuertemente, haciendo crujir todo su armazón y elevándolo a una altura prodigiosa.
Abro los ojos y sigo de vuelta a casa, tambaleante, como el que acaba de pisar tierra después de una larga y angustiosa travesía.



Martes, 22 de diciembre
ORESTE PINTO

Xuan Bello pasa un momento por la tertulia y yo le cuento que Gloria Bahamonde está preparando un trabajo sobre su Historia universal de Paniceiros para el homenaje que la Academia de la Llingua le va a dedicar a García Arias. “Pues no le va a hacer mucha gracia al homenajeado”, comenta. “Ya hubo quien le desaconsejó que escribiera sobre ti; otro profesor le dijo que ese libro no era más que unos artículos de Les Noticies”, “¿Qué profesor? ¿Insuela?”, “Me preguntó si había existido el capitán Bobes, aquel emigrante asturiano del que nos habló Víctor Fuentes en California; quería saber lo que hay de verdad en tu libro”, “Todo. Soy como tú, un cronista sin imaginación. Tú mismo no te creías que un tío mío había sido compañero de Cernuda. Hasta que no encontré la foto en la que aparecían los dos juntos no te lo creíste. Ahora estoy investigando la historia de otro amigo de mi tío, un holandés que trabajó en el servicio de contraespionaje y al que conoció también, como a Cernuda, en la Inglaterra de los años cuarenta. Tenía un nombre que parece inventado, Oreste Pinto, y su odio a los alemanes comenzó mucho antes de que Hitler llegara al poder. A mi tío le contó muchas veces una anécdota de su juventud. Cuando tenía dieciocho años, poco antes de la Guerra del 14, iba con un amigo a pasar unos días en la Selva Negra. Viajaban en tren. A poco de adentrarse en tierra alemana llegó el revisor. Como tardaron unos minutos en encontrar los billetes, el funcionario comenzó a gritar y a insultarles, como si fueran dos facinerosos. Oreste Pinto, expresándose en alemán, le rogó calma y corrección. Entonces el revisor replicó con altanería: “Ich trage des Kaisers Rock!” (¡Llevo la guerrera del emperador!). Oreste Pinto le miró de arriba abajo, sin perder la calma, y dijo: “Der ist aber schmutzig” (Pero bastante sucia, por cierto). Y entonces el revisor, rojo de ira, gritó: “Ich untersage Ihnen das Recht sich der Deutschen Majestät gebenüber wegwerfend zu aüssern!” (¡Le prohíbo terminantemente que insulte a Su Majestad germana!). Lo curioso es que algunos años y algunos millones de muertos después, Oreste Pinto conoció a aquella Majestad a la que presuntamente había insultado por burlarse de la chaqueta sucia de un iracundo revisor. Un día, de visita a unos familiares que vivían en Doorn, se detuvo admirativamente ante el cuidado jardín de una casa vecina. Un anciano, que salía entonces de la casa, se dio cuenta de su curiosidad y le invitó a pasar. Le fue mostrando orgulloso las flores que cultivaba y le comentó que hacía un momento acababa de recibir un cablegrama en el que le comunicaban que sus tulipanes habían recibido un nuevo premio. Quedó encantado con su amabilidad y cuando preguntó en casa cómo se llamaba el vecino le dijeron: “Ese es el hombre que tú alguna vez planeaste matar, el ex Káiser Guillermo”.


Miércoles, 23 de diciembre
LA PIEDAD PELIGROSA

Me gusta jugar a hacer el Quijote y andar por ahí metiéndome donde no me llaman a deshacer entuertos. Las más de las veces, además de apaleado, acabo causando un estropicio. Con la mejor intención, claro.
“Qué buen negocio haría si te compro por lo que vales y te vendo por lo que crees valer”, me dice una amiga que me quiere bien. Y otra: “Recuerda que sabes más el loco en su casa que el cuerdo en la ajena”. Procuraré tenerlo en cuenta.


Jueves, 24 de diciembre
COME COLIFLOR

“Si recordar fuera vivir otra vez, yo nunca habría escrito estas memorias”. Así comienza las suyas la hija menor de Isabel II, la infanta Eulalia de Borbón. Y continúa: “Afortunadamente, hay un límite en la vida en el que los recuerdos se van despojando por igual de emoción y de melancolía y se ven las cosas pasadas, atenuadas por el tiempo y la distancia, casi con la serenidad del que contempla vidas ajenas”.
Me gusta inventar tradiciones y ya es una tradición para mí dormir la noche de Navidad, después de la reunión en familia, en este caserón avilesino en el que alguna vez durmió la reina Isabel II. Ningún lugar mejor para leer las memorias de su hija, llenas de esos pequeños detalles exactos que a mí me fascinan tanto.


Cuando Alfonso XIII, en abril de 1931, salió de España para nunca más volver, su tía Eulalia recordó una anécdota ocurrida hacía muchos años, al comienzo de su reinado. Una anécdota intrascendente, pero que permitía entender muchas cosas. A poco de la proclamación del rey, ya retirados los príncipes extranjeros invitados, se sirvió coliflor en la mesa de su Majestad. Eulalia no quiso servirse porque siempre la había detestado. “Come coliflor”, le dijo el Rey. “No me gusta, no la he comido nunca”. “Pues cómela ahora; yo te ordeno que la comas”. Otra de las infantas, Isabel, la mayor, saltó enseguida: “Cómela, lo quiere el Rey, y puesto que él lo manda hay que hacerlo”. Siguió un silencio incómodo. El Rey, un jovenzuelo de dieciséis años, sonreía e insistía, disfrutando con la humillación de Eulalia. Tuvo que intervenir María Cristina, la reina regente hasta pocos días antes, quien le recordó al hijo que su autoridad real no llegaba hasta esos extremos. Alfonso XIII desistió del capricho para no disgustar a su madre, pero no parece que quedara convencido de que su autoridad no podía llegar hasta ese extremo o hasta cualquier otro. “Hay que hacer cuando el Rey mande”, era la fórmula que había oído repetir desde que tenía uso de razón. “Los primeros ocho días de su reinado efectivo –cuenta Eulalia- fueron de desconcierto y de agitación en la Corte. El Rey jugaba con su autoridad como muchacho que era. Se ensañaba con nosotras, sus tías, gastándonos a veces bromas crueles. Le rodeaba un grupo de cortesanos dispuestos siempre a seguirle la corriente y a tomar en serio los caprichos del jovenzuelo, todavía en la edad del bachillerato”.


Viernes, 25 de diciembre
MANÍAS PERSONALES

Me gusta hacer listas, anotarlo todo. Por ejemplo, los favores que debo: 47. Las personas que me quieren: 18. Las personas que quiero: 123. Pero de esas cifras la única de la que tengo constancia exacta es de la última. Puede que me hayan hecho favores que atribuya al azar (hay gente muy elegantemente discreta) y también puede que alguien me quiera bien sin que yo me dé cuenta. De lo que no tengo duda es del número exacto de las personas que hacen para mí el mundo más habitable.
Son bastantes. Pero hay que tener en cuenta que no todos están vivos.



Sábado, 26 de diciembre
DOS TELEGRAMAS

Parece que Eulalia de Borbón no escribió sus memorias, en las que calla tantas cosas de su vida novelera, sino que se las dictó al escritor cubano que las prologa, Alberto Lamar. Lo que sí escribió fue un libro en francés, Au fil de la vie, que causó cierto escándalo. Antes de que llegara a las librerías, recibió un telegrama de su sobrino: “Sorprendido de conocer por los periódicos que publicas un libro, te doy la orden de que suspendas publicación hasta que yo lo conozca y recibas mi autorización”.
Si no había conseguido aquel petimetre, en su primer ejercicio de autoridad, que comiera coliflor, no iba a conseguir ahora que se censurara. Le contestó con otro telegrama: “Muy extrañada se haga un juicio a un libro antes de conocerlo. Esto solo puede ocurrir en España. No habiendo nunca amado la vida de la corte, aprovecho esta ocasión para enviarte mi adiós, ya que después de tal procedimiento, digno de la Inquisición, me considero libre para actuar como bien me parezca”.


En aquel libro, publicado en 1911, decía cosas como la siguiente: “El feminismo encuentra todavía enemigos encarnizados. Désele a la mujer una educación análoga a la del hombre, física e intelectual, y al cabo de dos generaciones tendréis mujeres tan preparadas y tan resistentes como los hombres”.
El rey de España no podía permitir que alguien de su familia hiciera afirmaciones tan subversivas.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Línea roja: Libre te quiero

Sábado, 12 de diciembre
UN PISTOLETAZO

Decía Stendhal que la política en una obra literaria es un pistoletazo en un concierto. Por eso yo procuro no hablar de política, sino contar historias. La de aquel rey español, aunque no de España (entonces aún no se había inventado España) que puso precio a la cabeza de un rival político, por ejemplo. El rey se llamaba Felipe II y era, por la gracia de Dios, “rey de Castilla, de León, de Aragón, de Navarra, de Nápoles, de Sicilia, de Mallorca, de Cerdeña, de las Indias y Tierra Firme del mar Océano, archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Lorena, de Bramante, de Luxemburgo y de Milán; conde de Flandes, de Artois, de Borgoña; conde palatino de Hainaut, de Holanda, de Zelanda, de Namur y de Zutphen; príncipe de Suabia; marqués del Sacro Imperio; señor de Frisia, de Salinas, de Malinas, de Utrecht, y gobernador de Asia y África”.
Su rival, el príncipe Guillermo de Orange, Guillermo el Taciturno, había sido gobernador general de los condados de Holanda y Zelanda y ahora encabezaba la revuelta de los Países Bajos contra aquel soberano dispuesto a mantener el catolicismo a sangre y fuego en todos sus territorios.
En marzo de 1580, le declara “traidor y hombre pérfido” y por ello prohíbe a todos sus súbditos “fueren del estamento que fueren, frecuentarlo, hablar o establecer contacto con él, abiertamente o en secreto, así como darle cobijo o atender a cualesquiera otra de sus necesidades”. Tras considerarlo “enemigo de la humanidad”, ofrece a quien le quite la vida “ya sea con buenas tierras o con dinero, según su voluntad, la suma de veinticinco mil coronas de oro, el perdón de cualquier delito que pudiera haber cometido y armarle caballero, si no fuera noble”.
Poco antes de las dos de la tarde del 10 de julio de 1584, Guillermo de Orange se levantó de la mesa donde había comido con sus familiares para dirigirse a las habitaciones superiores de su residencia en Delft. Se detuvo un momento para saludar a los militares que le protegían. Cuando se volvió para empezar a subir la escalera, un agente recién reclutado, Baltasar Gérard, dio un paso adelante, apuntó y le disparó las tres balas que su pistola llevaba en la recámara. El príncipe cayó herido. Trasladado a la estancia contigua, su mujer y su hermana trataron en vano de restañarle las heridas. Murió a los pocos minutos.
Gérard fue torturado y ejecutado. El rey Felipe cumplió su palabra y la familia del asesino, que vivía en el Franco Condado, recibió la recompensa prometida en buenas tierras y en dinero constante y sonante. En el siglo XVI todavía no se había inventado España, pero ya se había inventado el terrorismo suicida.
El pistoletazo de Gérard fue el primero que cambió el curso de la historia. La pistola que empuñaba era una de las principales innovaciones tecnológicas del siglo. Su mecanismo de llave de rueda –semejante al del reloj de bolsillo— hacía que no fuera necesario pararse a preparar el arma antes de utilizarla. Podía llevarse lista y escondida; sacarla, apuntar y disparar con una sola mano. Era el arma ideal para la defensa propia y para el asesinato político.
Pero de política yo no quiero hablar. ¿A qué molestar a nadie diciendo que ni ese asesinato ni las minuciosas barbaridades del duque de Alba –el 2 de diciembre de 1572 mandó matar a todos los hombres, mujeres y niños de la ciudad de Naarden— pudieron nada contra la voluntad independentista de las Provincias del Norte?


Domingo, 13 de diciembre
UN BANQUETE

Como cualquier cosa, siempre que sea fácil de preparar, pero colecciono libros de cocina. Uno de mis preferidos es El practicón, de Ángel Muro, publicado en 1894. Tomo muy en cuenta las indicaciones protocolarias de don Ángel Muro: “En la colocación de los invitados es donde se ve el tacto y la inteligencia del anfitrión. Por lo tanto, debe este saber perfectamente el flaco y el fuerte de cada uno de sus huéspedes. Hay que emparejarlos con maña y picardía. Al lado de un viejo amable y simpático se puede sentar a una jovencita alegre y decidora. Un general, por ejemplo, de la clase de militarotes no se encontrará mal teniendo por el flanco derecho a una dama instruida y por el flanco izquierdo a un escritor de chispa. A los magistrados severos y a los pedantes profesores de Universidad les conviene la sociedad de una coqueta o de un sietemesino de la clase de inútiles, y así por el estilo. Conviene evitar las discusiones políticas y religiosas. El que convida debe saber que está obligado a hacer la felicidad de sus comensales, por lo menos durante todo el tiempo que estén bajo su techo”.


Lunes, 14 de diciembre
PEROS AL OLMO

Inés Illán recuerda la canción de García Calvo: “Libre te quiero, / pero no mía”. Y yo le pongo reparos gramaticales: “Si te quiero libre, sobra ese ‘pero’, ya está claro que no te quiero mía”. Inés me replica: “Tú es que eres capaz hasta de ponerle peros al olmo”.
Yo, en cuestiones de amor, sea amor erótico o maternal, prefiero otra frase: “Si no me quieres libre, no me quieres”. Y en cuestiones de política, aunque yo nunca me meto en esas cuestiones, también.



Martes, 15 de diciembre
AÚN NO

Antes de la lectura de poemas, organizada por una incombustible Mariam Suárez, tomo un café en el bar de la Casa de Cultura. Cuántos fantasmas. Hace cincuenta que vine a vivir a Avilés, hace treinta y ocho que publiqué mi primer libro y comencé a dar clases, hace treinta que comenzó la tertulia de los viernes y los miércoles y ahora de casi todos los días… Soy un hombre rutinario, ciertamente. Así me hago la ilusión de que el tiempo no pasa. Pero pasa, y se va llevando amigos y enemigos, y a quien no se lo lleva lo convierte en caricatura de sí mismo.
Tomo un café solitario y amargo y, por un instante, siento el vértigo del tiempo. Todo sigue igual, pero quienes pasan a mi lado me miran y no me ven; quizá ya solo soy un fantasma que vuelve.
Pero no, todavía no. Todavía –no sé si afortunadamente— solo soy un aprendiz de fantasma.



Miércoles, 16 de diciembre
OTRO BANQUETE

El príncipe Félix Yussupov no hizo precisamente la felicidad de su invitado aquel día de diciembre. Sabiendo que era goloso le preparó media docena de pasteles, tres de crema y tres de chocolate. Tras retirar la parte superior, espolvoreó en ellos una dosis de cianuro capaz de matar un caballo. También vertió cianuro en las copas. Luego fue a buscarle. Grigori Yefimovich, al que muchos tenían por santo, sentía una especial debilidad por el príncipe. Le consideraba su mejor amigo. Aunque frecuentaba a los emperadores, que nada decidían sin su consejo, se alegraba especialmente de que por primera vez lo invitara a su palacio. En el comedor había un armario con múltiples cajones que llamó la atención de Grigori. Se puso, como un niño, a jugar con él. Al principio rechazó los pasteles. “No quiero, son demasiado dulces”, dijo. Pero luego cogió uno, y después otro. Pidió de beber, y el príncipe le alargó la copa que contenía el cianuro. Saboreó la bebida. Cada vez estaba más contento. A un lado de la habitación vio una guitarra. “Toca algo alegre”, dijo. “No me siento con ánimos”, respondió el príncipe, que esperaba verlo caer muerto y estaba aterrado al comprobar su resistencia. Pero cogió la guitarra y comenzó a cantar. El monje cerró los ojos. El príncipe creyó que el veneno comenzaba a hacer su efecto. Pero al terminar la canción, dijo: “Canta un poco más. ¡Pones tanto sentimiento!”. Se oyó un ruido en la parte alta de la casa. “¿Quiénes son?”, preguntó súbitamente alarmado. “Voy a subir a ver qué ocurre”. Arriba le esperaban el gran duque Dimitriv y otros cómplices, extrañados por la tardanza. “¿Ya está?”, preguntaron. “El veneno no le ha hecho nada”, “No es posible. ¡Si la dosis era enorme! ¿Lo ha tomado todo?”, “¡Todo!”. Alguno propuso que bajaran a estrangularlo entre todos. Pero el príncipe prefirió coger el revólver del gran duque y bajar solo. Grigori estaba adormilado, pero abrió los ojos y se alegró al verle. Luego se acercó al pequeño armario que le había gustado tanto y se puso otra vez, como un niño, a jugar con los cajones. “Gregori Yefimovich, sería preferible que rezase una oración”. Sacó el revólver que llevaba escondido a la espalda. El monje tenía una mirada dulce, extraña en él, que no reflejaba miedo ni sorpresa. Apretó el gatillo. Se oyó un rugido salvaje y cayó sobre la alfombra. Los cómplices acudieron corriendo. La bala había atravesado el corazón; no había duda, estaba muerto. Subieron a celebrarlo. “No me puedo creer que nos hayamos librado de él”, dijo el príncipe. Y bajó para regodearse con la contemplación del cadáver. Pero cuando lo estaba mirando, abrió los ojos, unos ojos verdes de víbora, y los clavó en él. Luego comenzó a echar espumarajos por la boca y un rugido salvaje hizo retemblar la habitación. “Se abalanzó sobre mí –contaba el príncipe—; sus dedos intentaban agarrarme el cuello, los ojos se le salían de las órbitas y de sus labios brotaba sangre. En tono de voz bajo y ronco me llamaba una y otra vez por mi nombre”. Con un empujón logró quitárselo de encima y escapar escaleras arriba. El monje arrastrándose, le seguía. De pronto descubrió una puerta secreta, cerrada con llave, que daba acceso al patio. Para gran sorpresa del príncipe, la empujó y se abrió. Echó a correr. Los conjurados le siguieron disparando una y otra vez sus armas. Por fin se tambaleó y cayó junto a un montón de nieve. Comprobaron que estaba muerto. Pero cuando fueron a recogerlo para arrojarlo al río, notaron con espanto que Rasputín aún había encontrado fuerzas para arrastrarse unos cuantos metros.



Jueves, 17 de diciembre
CUÁNTAS VECES

Cuántas veces, queriendo hacer el bien, hacemos el mal. No hay bondad sin inteligencia. Quizá la verdadera bondad sea solo la forma suprema de la inteligencia.


Viernes, 18 de diciembre
LO QUE DIJO EL PRÍNCIPE

Un amigo mío conoció en París al príncipe Yussupov, allá por los años sesenta, y le preguntó si, sabiendo todo lo que vendría después, la guerra civil, las hambrunas, las purgas de Stalin, habría cometido su crimen. Y el príncipe, ya con síntomas claros de senilidad, le dio una respuesta enigmática: “Tenía que hacerlo; era el demonio, y el demonio se había enamorado de mí”.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Línea roja: Con cien candados

Domingo, 6 de diciembre
UN CRIMEN

El crimen fue en Granada, ¡en su Granada!, escribió Antonio Machado en el poema que dedicó a la muerte de García Lorca. El crimen fue en Perugia, en mi Perugia, podría decir yo a propósito del asesinato de Meredith Kercher, estudiante británica de 21 años.
El día de difuntos de 2007 apareció degollada en el piso que tenía alquilado en Via della Pergola con otras estudiantes. Puedo imaginarme perfectamente los lugares que frecuentaba: las aulas palaciegas de la Università per Stranieri, el elegante y provinciano corso Vannucci, recorrido una y otra vez cada tarde, las escaleras del Duomo, la Via dei Priori que lleva hasta el césped sobre el que se alza la fachada policromada de San Bernardino, los oscuros pasadizos, los recovecos, las infinitas escaleras, las subterráneas calles medievales, toda la verde Umbria desplegada ante la terraza de los jardines de Carducci…
Sus asesinos fueron Amanda Knox, estudiante norteamericano de veinte años, rubia, angelical y gélida como una heroína de Hitchcock, su novio Raffaele Sollecito, un galante italiano de poca más edad, y Rudy Guede, de Costa de Marfil, también con veinte años.
Acaba de hacerse pública la sentencia. Tras la larga noche de fiesta los tres condenados llegaron juntos al piso en el que ya estaba la joven inglesa: “Knox, Sollecito y Guede, bajo el efecto de estupefacientes y quizá del alcohol, decidieron llevar a cabo el proyecto de implicar a Meredith en un juego sexual que entró pronto en un crescendo incontrolado de violencia que acabó con la muerte de la muchacha británica”. Mientras Raffaelle Sollecito la sujetaba, Rudy Guede la violó y Amanda Knox le asestó la cuchillada mortal. Al parecer el motivo fue que quería vengarse de aquella “joven afectada, demasiado seria y morigerada para su gusto”.
Amanda, que permaneció impasible durante todo el juicio, lloró al escuchar la sentencia.
Cuando vuelvo fugazmente a Perugia, me gusta acariciar los lugares que recorría diariamente hace ya casi treinta años, tomar un café en el sitio de siempre, sentarme con un lento helado en las escaleras de la Catedral. Veo los grupos de estudiantes que hacen la vida que yo hacía entonces y me parece que son los mismos, que solo yo he envejecido. Los imagino felices, ajenos a la usura de los años, en otro mundo.
Pero no hay otro mundo en el que no se agazape el Mal.


Lunes, 7 de diciembre
DÍA DE FIESTA

Hoy es San Ambrosio, el gran día de la ópera. Se inaugura la temporada en Milán y yo estoy invitado a la fiesta de la manera más cómoda posible. Si no puedo desplazarme hasta el teatro, el teatro por arte de magia se acerca a mí. Me entretengo, antes de que comience la función, con el espectáculo de la sala, a veces no menos deslumbrante que el otro. Ahí está, en el palco principal, Giorgio Napolitano, y fugazmente entreveo a Umberto Eco, que intercambia algunas ironías con Dan Brown. La cámara pasa de un grupo a otro, a veces acaricia un rostro especialmente hermoso que parece mirarnos soñador desde la distancia, o encuadra en el palco un retrato de grupo que no desentonaría en una galería renacentista. Yo pienso, como siempre en estos casos, en la novela de Mújica Láinez, Gran Teatro, protagonizada por el público que se reúne en el teatro Colón, de Buenos Aires, y también en un relato de Dino Buzzati, Pánico Alla Scala, donde los asistentes a una representación no pueden salir al final porque fuera se ha iniciado, o eso creen, una revolución.


Fuera, este día de San Ambrosio, hay protestas, abucheos (algunos de estos elegantes trajes han estado a punto de recibir un huevo podrido), pero aquí dentro todo parece perfecto, el mejor de los mundos posibles. Entra Daniel Barenboim. Comienza la función. Qué prodigiosa Carmen, con un don José –Jonas Kaufmann- perfecto en la voz y en el gesto doliente, con un Escamillo –Erwin Schrott— lleno de gracia y pícara simpatía, con una Carmen que vuelve a hacer realidad el cuento de Cenicienta. Anita Rachvelishvili, una recia georgiana veinteañera, había sido seleccionada para un papel secundario. Barenboim, nada más escucharla, le ofreció el de la protagonista, y aquí está, cantando como nadie, o eso me parece a mí, que “l’amour est un oiseau rebelle / que nul ne peut apprivoiser, / et c’est bien en vain qu’on l’apelle, / s’il lui conviene de refuser”. Sí, con el amor no valen amenazas ni plegarias…
En los entreactos, no me aguardan los dorados salones ni las gráciles damas que fascinaron a Stendhal; yo estoy en un Centro Comercial, con el suelo lleno de palomitas y grandes colas antes las taquillas. “Toda la tarde llevamos así –me dice el encargado—, cinco taquilleras y no dan abasto, las colas llegan hasta el McDonalds”. Y yo, feliz en mi mundo de toreadores, gitanas y contrabandistas, me siento agradecido a los padres con niños y a los adolescentes devoradores de palomitas; gracias a ellos, todavía hay salas de cine y es posible el milagro de estar a la vez en Milán y en Oviedo. Los cinéfilos exquisitos prefieren bajarse las películas de Internet.



Martes, 8 de diciembre
EXTRAÑO PAÍS

“El pasado, ese extraño país donde todo sucede de manera distinta”, afirma Hartley al comienzo de su novela El mensajero. Vuelve el periódico a traerme noticias de Perugia. Por allí anduvo, un curso antes que el mío, un estudiante turco de inquietante mirada, Alí Agca. El 13 de mayo de 1981 disparó contra Juan Pablo II en la plaza de San Pedro. Cuando anduvo por Perugia, y se alojó en la misma casa de Via Garibaldi que yo ocupé después, ya había matado a un hombre, Abdi Ipecki, director del periódico Milliyet. Ahora es noticia porque dentro de unos días, a comienzos de enero, saldrá de la cárcel.
Aquella Perugia que en mi memoria ha ido convirtiéndose en la imagen de un paraíso fuera del mapa y del calendario ya entonces escondía demonios.
El pasado, ese extraño país que no ha existido nunca.



Miércoles, 9 de diciembre
ALGUNAS PRECISIONES

La cosas no ocurrieron exactamente como tú las cuentas –mi dice Enrique, que fue estudiante en Perugia por los mismos días en que lo fui yo—. He seguido con detalle el caso de Meredith Kercher porque un amigo mío casi fue testigo de los acontecimientos, incluso tuvo que declarar. La noche del crimen tenía aparcado su coche muy cerca de la casa de Via della Pergola en que ocurrió todo. El coche se estropeó cuando volvía de cenar y allí estuvo esperando a la grúa mientras presuntamente ocurrieron los hechos. No vio ni oyó nada. La casa, independiente, con un pequeño jardín, más o menos como la que alquilé yo con unas amigas, o como la tuya, aunque me parece que vosotros no teníais jardín, estaba ocupada por cuatro estudiantes de Erasmus. No iban a la Università per Stranieri, sino a la Università degli Studi, la que está construida sobre un mosaico romano. La mañana del dos de noviembre, encontraron a Amanda, una de las inquilinas, sentada a la puerta de la casa, junto con su novio. Estaban preocupados. Temían que le hubiera ocurrido algo a una de sus compañeras. Llamaban y no respondía. Forzaron la puerta y la encontraron acuchillada sobre su cama. Poco días después la policía detiene a Amanda, estudiante de Seattle, a su novio, del sur de Italia, y a Patrick Lumumba, músico congoleño que tenía un pub, “Le chic”, en el que a veces había trabajado Amanda como camarera. En comisaría, Amanda acusa a Patrick, casado y con un hijo, de ser el autor material del crimen. Le salvó un profesor suizo que aquella noche fue el último en retirarse del pub y que pudo asegurar que el músico no se movió de allí.


En casa del novio de Amanda, se encontró un cuchillo en el que había sangre de ésta, en el mango, y de Meredith, en la hoja. A ellos dos, en la larga fiesta de aquel día de difuntos, los había acompañado otro estudiante, Rudy Guede. Lo detienen en un tren de Alemania, por donde viajaba solo, sin equipaje, como huyendo de no se sabe qué.
Hubo acontecimientos extraños en los dos años que transcurrieron antes de que se celebrara el juicio. Unos desconocidos entraron en la casa, rompiendo la ventana de la cocina, y encendieron velas y dejaron varios cuchillos, como en un ritual satánico.
Los tres detenidos negaron siempre su participación en el crimen. “Meredith era mi amiga y no la odiaba –afirmó Amanda en el juicio—. La idea de que yo haya querido vengarme de una persona que siempre había sido amable conmigo es absurda. Las cosas que se han dicho en esta sala son todas pura fantasía”. El tres de diciembre, al final del juicio, habló por última vez ante el tribunal: “Tengo miedo que se me obligue a llevar para siempre una máscara de asesina sobre la piel. Después de dos años de cárcel estoy desilusionada, triste y frustrada”. A pesar de eso, dice que sigue confiando en la justicia. En la cárcel de Capanne, mientras se resuelve la apelación (en Estados Unidos se ha pedido el boicot a los productos italianos, Hillary Clinton se ha interesado por ella), hace lo mismo que hacía antes: leer, escribir. Incluso ganó un concurso literario con un relato que ella califica “de pura imaginación”, pero que causó cierto escándalo porque hablaba de una fiesta con droga, alcohol y una joven herida. Rafaelle, que ya no es su novio, se licenció en informática mientras estaba en la cárcel. Durante el juicio, se limitó a repetir una y otra vez que él es incapaz de matar una mosca.


La casa del crimen ha vuelto a ser alquilada. Es una agradable casita de pueblo, de esas que en el laberinto de Perugia alternan con los grandes y oscuros caserones. La dueña, que vive en Roma, una vez que la policía lo permitió, la ha vuelto a pintar y ha cambiado todos los muebles. Consta de dos apartamentos. Aquel en que murió Meredith lo ha alquilado por 1300 euros; el otro, por mil. No es que el morbo del crimen tenga un precio; es que es un poco más grande.


Jueves, 10 de diciembre
CANSA SER

¿Cuántas veces habré hablado de Pessoa? Vuelvo a hacerlo esta tarde, en Gijón, vuelvo a recordar la historia del hombre que era, como cualquiera de nosotros, una multitud. Todos llevamos dentro, encerrado con cien candados, un monstruo. El de la dulce y ejemplar Amanda Knox los rompió todos una noche de fiesta.
Cuando me quedo solo, releo a Pessoa y siento miedo: “Cansa ser, sentir duele, pensar destruye”.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Línea roja: De ayer y de hoy

Sábado, 28 de noviembre
AGUARDAR

Cuánto daño puede causar la buena voluntad ajena. Quien nos quiere mal, por poco que nos percatemos de ellos, daña a menudo menos que quien nos quiere bien. “Mi experiencia –escribe Nietzsche- me da derecho a desconfiar de todo el que está siempre dispuesto a la ayuda, del profesional del amor al prójimo. Sus buenas intenciones le hacen fácilmente perder toda delicadeza, entrometerse con sus manos auxiliadoras en un destino que no entiende, en un aislamiento plagado de heridas”.
Alguien a quien quiero tropieza y cae y cuando alargo la mano, una vez más, para ayudarle a levantarse me reprocha haberle empujado.
Dolido por la injusticia, recuerdo las palabras de Nietzsche y pienso que quizá tenga razón. Aunque me cueste, debo tratar de hacerme a un lado y confiar en el que el caído sea capaz de levantarse solo.
Y es lo que hago: aguardar, con ese peso sobre el corazón.


Domingo, 29 de noviembre
AMABLES ENEMIGOS

“¿No piensas responder? ¡Todo el mundo se mete contigo!”, me dice una amiga en la cafetería del Rosal. “¿Todo el mundo? Y yo sin enterarme”. “Mira lo que dice José Luis Rey, último premio Loewe: El derrocado García Martín me vacunó pronto contra todas las críticas”. Conocí a José Luis Rey en Córdoba, un buen chico muy admirador de Gimferrer y de fray Gerundio de Campazas.
“También te ataca Juan M. Molina Damiani, pero este con mayor artillería teórica. Mira, mira”. Y me alarga un ejemplar de Cuadernos Hispanoamericanos en el que leo: “El humanismo de Diego Jesús Jiménez al no producir conformidad ni cosificar las conciencias lo alejaría primero de la sinécdoque del segundo Castellet y, diez años más tarde, del nacionalrealismo figurativo con que Las voces y los ecos, de García Martín programarían aquella década desde postulados más neoliberales y menos iconoclastas: una vuelta al orden tardorrealista del Medio Siglo, agotado ya el tardovanguardismo layetano”.
¡Qué maravilla! Con mi antología me dediqué nada menos que a programar toda una década, la de los ochenta, desde postulados neoliberales. Le hice la competencia a los ministros de Felipe González. Y el bueno de José Luis Rey se vanagloria de haber ocupado el palacio el Palacio de Invierno con sus huestes barrocas tras desalojar a los poetas de la experiencia y derrocar a García Martín.
Nada me alegraría más, amiga Catarina, que el que todo el mundo se metiera conmigo. A mí los detractores siempre me caen bien, incluso los más tontos. Solo ellos piensan que soy tan importante como a mi vanidoso narcisismo le gusta creer.


Lunes, 30 de noviembre
ESPLÉNDIDA Y MARINA

¿Puede uno enamorarse de una mujer sin conocerla, solo por referencias, como en las brumosas historias de otro tiempo? De una mujer, no sé. De una ciudad, sí. Me ocurre a menudo. Me acaba de ocurrir nada más hojear un libro de Ernesto Giménez Caballero que encuentro en la librería de Valdés. Se titula Roma madre y es una exaltada apología del fascismo. Pero antes de llegar a Roma y a Mussolini se acerca amorosamente a Italia. Su puerta de entrada es Génova, a la que ha sorprendido –nos dice- por tierra, mar y aire, “en lo que tiene de fortaleza aún y de república libre, y en lo que tiene de mujer espléndida y marina”. Y el faro de la Lanterna, con su haz en la noche azul, es la espada de matar tinieblas endragonadas y lágrimas de emigrante.


A Génova sorprendida desde el aire se le ve la nuca de sus colinas llenas de ricillos, de pinos y de palmeras. Llegar a Génova por tierra es saltar del plácido lujo de la costa Azul a un laberinto de hierro y grúas, de docks inmensos, de roncar de buques, de tráfago, humo, negocio, cabotaje y tin tin de monedas.
Pero ni por tierra ni por aire se debe llegar a Génova. Hay que entrar por mar para entrar de veras. Arribada por mar, es ciudadela, es siglo XVI, es Andrea Doria en un palacio con tapices y techos inmensos coloreados al fresco, y centinelas por las atalayas. Es toda la libertad de un puerto que se hace República y vuelve la espalda al continente y conquista costas azules.
Es ver América, sentir América como desde ningún otro lugar del mundo, aunque al descubrirse América las antiguas sirenas genovesas tuvieron que esconderse llorando entre los acantilados.
Vieja Génova: puerta de Italia al infinito: rotura del viejo mundo.


Martes, 1 de diciembre
LAS CARGA EL DIABLO

Hojeo las Caricaturas republicanas, de Luis Bagaría, editadas por José Esteban, y su trazo incisivo y lírico me devuelve a un tiempo, el primer tercio del siglo, convulsamente esperanzado. De pronto, me sorprenden los cuatro trazos que nos presentan a Unamuno con grilletes sentado delante de un tribunal. El título de la viñeta dice: “Unamuno, condenado”. Y el pie reproduce unas palabras suyas: “¡En este país, y gobernando Dato, vale más ser terrorista que escritor!”.


Poco después de publicado ese dibujo en el diario El Sol, la tarde del 8 de marzo de 1921, tras asistir a la sesión del Senado, se dirigía en automóvil Eduardo Dato, presidente del Consejo de Ministros, a su domicilio particular. Al llegar a la Plaza de la Independencia, desde una motocicleta con sidecar -ocupada por dos individuos y el motorista- que le seguía muy de cerca, le dispararon más de veinte tiros. El chofer, que apenas se había dado cuenta de la agresión, aceleró instintivamente, al tiempo que oía decir al ayudante: “Aprieta, que nos han herido”. Poco después se detenía ante el domicilio del jefe de gobierno, en Lagasca, 4, y al abrir la puerta del coche vieron a Dato bañado en sangre. Partieron entonces hacia Salustiano Olózaga, donde estaba la Casa de Socorro. Los médicos no pudieron hacer más que solicitar la Extremaunción. En el despacho particular del presidente, se encontraban entonces a su espera dos de sus secretarios. La portera, muy alarmada, subió a decirles que el automóvil de la Presidencia del Consejo había llegado a la puerta y se había marchado a toda velocidad sin dejar ningún recado. Salieron entonces para tratar de averiguar lo que había ocurrido, procurando no alarmar a la familia, que había recibido recado telefónico de que el presidente había abandonado el Senado y lo esperaban para la cena. Pero la terrible noticia ya había ido extendiéndose por todo Madrid y llegó incluso a oído de uno de los criados de Dato, el cual, no dando crédito a lo que acaba de oír, dijo en voz alta al entrar en la casa: “¡Pues no dicen por ahí que han matado al señor!”. Se lanzaron entonces a la calle su mujer, doña Carmen, y sus tres hijas, Isabel, Carmen y Conchita, a pesar de que ésta última se encontraba en la cama con fiebre. El cadáver estaba en la Casa de Socorro sobre la inútil mesa de operaciones. Las heridas que presentaba eran: una en el cráneo, otra en la base del cráneo, otra en la vena yugular, otra en el labio inferior y otra en el costado izquierdo que le atravesó la cartera del bolsillo de la levita con salida por el lado derecho; todas mortales de necesidad. La cartera de ante, flexible, adornaba uno de sus lados con un diminuto monograma de oro. Contenía la cédula personal, varias tarjetas de visita, 1725 pesetas en billetes del Banco de España, una imagen de Santa Rita y otra del Corazón de Jesús.
Se sabía que los asesinos habían escapado por la calle Serrano y, poco después del crimen, un suboficial de la Guardia Civil se enteró de que ese día un carbonero de Pueblo Nuevo, al cruzar la carretera alrededor de las nueve, estuvo a punto de ser atropellado por una motocicleta con sidecar en la que viajaban tres hombres. Con este indicio se descubrió la casa de la Ciudad Lineal, próxima a la carretera de Hortaleza, donde dejaron los criminales la motocicleta con varias pistolas automáticas y más de doscientos cartuchos. De los interrogatorios a que fue sometido el dueño de la casa se averiguaron las señas de los asesinos y que uno de ellos, acompañado de una mujer embarazada, se había hospedado en el piso primero del número 144 de la calle de Alcalá, en cuyo piso bajo hay una taberna llamada “El descanso”. Tres días después de obtenida esta pista fue detenido por la policía en el número 164 de la misma calle de Alcalá, Pedro Mateu, de 25 años, tornero en hierro de la casa Elizalde de Barcelona, quien se confesó como uno de los autores del crimen y, en absoluto arrepentido, dijo que él no había matado a un hombre, sino al Presidente del Consejo de ministros y con gran cinismo añadió que en este país, y gobernando Dato, lo único útil que se podía ser, como había declarado el gran Unamuno, era terrorista.


Miércoles, 2 de diciembre
UN CONSEJO DE NIETSZCHE

Hay cosas de las que no se debe hablar si no se habla con grandeza.



Jueves, 3 de diciembre
VÍCTIMAS DE PRIMERA Y DE SEGUNDA

“Voy a ser políticamente incorrecto”, suele decir todo el que va a decir alguna tontería. En esta ocasión lo políticamente incorrecto es que “hay que distinguir entre las víctimas de Eta y las del 11-M. Las víctimas de Eta, por ejemplo, un policía, pueden en cierta medida evitar su muerte marchándose del País Vasco. Pero siguen ahí desempeñando su función, asumiendo un riesgo, y pierden su vida. Sin embargo, las víctimas del 11-M se parecen a las de un tsunami, iban en unos trenes y sin más murieron por efecto de unas explosiones”. O sea, que hay víctimas heroicas y pobres desgraciados con mala suerte. No sé qué conclusión querrá sacar Gustavo Bueno de esa diferencia, aunque conociéndole me temo lo peor. Lo que sí sé es que su palabra no son políticamente incorrectas, sino conceptualmente incorrectas, lo que es más grave en alguien que se ha dedicado profesionalmente a la filosofía.
Si hay dos clases de víctimas, ambas se dan entre las víctimas de Eta, que no solo mata policías en el País Vasco, sino ciudadanos anónimos en un centro comercial o en un aparcamiento, gente que tuvo la mala suerte, como los viajeros del 11-M, de estar allí en ese momento y “sin más murieron por efecto de unas explosiones”.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Línea roja: Viajes e historias

Sábado, 21 de noviembre
PERDER AMIGOS

“Un vínculo tan frágil como el amor: la amistad”. Leo el último libro de José Emilio Pacheco, poeta ingeniosamente prosaico que un tiempo me interesó más que ahora. Sí, la amistad es tan frágil y tan misteriosa como el amor, pero está más hecha de costumbre, cansa menos, quizá por eso casi todo el mundo la prefiere. Yo tengo mis dudas: la amistad será más descansada, pero entretiene menos.
¿Qué es un buen amigo? Pues alguien que se porta con nosotros como nosotros no nos portamos con él, que nos perdona cosas que nosotros jamás le perdonaríamos.
Es necesario aprender a perder amigos, ser conscientes de que la amistad es tan frágil como el amor: puede resistir tempestades y apagarse al soplo de un malentendido.
Hay un tipo de amistad, la complicidad literaria, que yo no he practicado nunca. Nada me fastidia más que, en un premio literario de cuyo jurado formo parte, gane un amigo. Yo no soy un Benjamín Prado, yo soy de los que creen que los verdaderos amigos, por delicadeza, en cuanto son conscientes de tal situación deberían retirarse. Me alegra especialmente, en cambio, que gane un excelente libro de alguien a quien no conozco o, mejor aún, por quien no tengo excesivas simpatías.
Sé distinguir perfectamente entre un buen escritor y un buen amigo. Otros no, pero se engañan diciendo que ellos solo se hacen amigos de los buenos escritores (quieren decir de los que les pueden ser útiles). Qué suerte. Yo no tengo esa capacidad de engañarme cuando me conviene.


Las complicidades, los intereses creados, son imprescindibles si se quiere ser alguien, tener algún poder, lo mismo en política que en literatura. En los talleres literarios debería enseñarse el arte de adular, sin el cual no se llega a ninguna parte. A nadie admiro más que a los que dominan ese arte, porque a mí me gustaría tener algún poder, bastante poder, cuanto más mejor. Por eso la adulación la he intentado más de una vez, pero no me sale. Mis falsos elogios, por mucho que me esfuerce, tienen siempre un tonillo que los hace parecer irónicos. Yo no adulo a nadie porque los adulados lo toman como una burla y es peor el remedio que la enfermedad. Tengo que resignarme a esa incapacidad mía.


Domingo, 22 de noviembre
RECTIFICO

Unas declaraciones de Muñoz Molina a propósito de su última novela: “Yo quería trabajar con los testimonios de las personas que vivieron esa época, utilizando sobre todo las cartas y los diarios, porque tienen la ventaja de la inmediatez; en las memorias hay un proceso de elaboración a posteriori. Yo quería llegar a saber qué se siente de verdad en los momentos en que suceden las cosas. Esto es lo contrario de la elaboración histórica que tiene la trampa de hacer que las cosas parezcan inevitables. Por eso es tan ilustrativo leer el día a día en los periódicos y en los diarios personales”.
Había dejado de lado el mamotreto de La noche de los tiempos, que me pareció tediosamente magistral, pero he comenzado a hojearlo y está lleno de precisos y minuciosos deslumbramientos. El protagonista viaja en tren por la orilla del Hudson: “Con renombrado asombro juvenil reconoce el puente George Washington, más admirable en la realidad que en las fotografías y en los planos, con el resplandor que debió tener una catedral gótica recién terminada, blanca todavía; pero más bello que cualquier catedral, delicado en su escala formidable, en la limpieza de su forma, tan pura como un axioma matemático. El arco invertido de los cables atraviesa de una orilla a otra con la exacta delicadeza de una curva de compás trazada en tinta azul sobre la cartulina blanca. La luz traspasa las torres como las filigranas geométricas de una celosía. Las torres desnudas, puros prismas de acero, su verticalidad tan firme como la horizontal ligeramente combada que se extiende sin más soporte que ellas entre las dos orillas, los cables como arcos y como dobles cuerdas de arpa, vibrando con el viento”.
Basta acompasar el paso a la morosidad de La noche de los tiempos para que desaparezca el tedio. La peripecia novelesca me interesa poco; ver lo que hace el autor con los materiales de la época me apasiona. Apenas hay párrafo sin una de esas “maravillas concretas” de las que hablaba Jorge Guillén.



Lunes, 23 de noviembre
MUNDOS DE FICCIÓN

Qué sorpresa encontrarse de pronto, en un estudio académico de Miguel Melendi, la justificación conceptual de las propias intuiciones. Se titula La narración artística como documento. Pero más sugestivo resulta el subtítulo: “Atribución de confianza a mundos de ficción”. Cita a Pío Baroja: “El escritor necesita siempre el trampolín de la realidad para dar saltos maravillosos en el aire. Sin ese trampolín, aun teniendo imaginación, son imposibles los saltos mortales”. En una obra de ficción no todo es ficción, aunque finja serlo. Y a veces interesa más el trampolín que los saltos mortales.


Martes, 24 de noviembre
UN DÍA DE GLORIA

“La vida es un arma. ¿Dónde herir, sobre qué obstáculo crispar nuestros músculos, de qué cumbre colgar nuestros deseos? ¿Será mejor gastarnos de un golpe y morir la muerte ardiente de la bala aplastada contra el muro o envejecer en el camino sin término y sobrevivir a la esperanza? Para el que tiene los ojos abiertos y el oído en guardia, para el que se ha incorporado una vez sobre la carne, la realidad es angustia. Gemimos de agonía y clamores de triunfo nos llaman en la noche. Nuestras pasiones, como una jauría impaciente, olfatean el peligro y la gloria. Nos adivinamos dueños de lo imposible, y nuestro espíritu ávido se desgarra”.
Qué raros caminos llevan de unos libros a otros. Se presenta mañana en Madrid Por partida doble, la antología de poesía asturiana que preparé hace unos meses, y yo releo Moralidades actuales, de Rafael Barrett, que encontré causalmente la tarde en que la presentamos en Berna.
El único día de gloria que tuvo Barrett fue aquel en que tuvo en sus manos este su primer y último libro. Enfermo de tuberculosis viajaba desde Paraguay hasta Francia. El barco se detuvo en Montevideo y allí, a la vez que el editor, subieron a bordo periodistas y admiradores: “Mi cuarto era una romería. Mi libro ha tenido un éxito loco”, escribe a su mujer. Murió pocas semanas después.


Qué vida la de Rafael Barrett. Había nacido en Torrelavega, era de la edad de Baroja o Azorín, conoció la bohemia y las inquietudes del fin de siglo, parecía destinado a brillar como nadie en medio de aquella generación gloriosa. Pero su vida cambió de rumbo por una “cuestión de honor”. Se sintió ofendido por no sé quién y lo retó a duelo, según costumbre de la época. Pero su rival no quiso batirse y disfrazó su cobardía dando pábulo a un rumor: “Barrett no era un caballero; tenía costumbres wildeanas”. Un tribunal de honor le dio la razón y Barrett indignado agrede al presidente de ese tribunal, el duque de Arón, durante una función de gala del Circo de París. El duque, a pesar de la ofensa pública, también se niega a batirse: “Barrett no es un caballero”, insiste. Recurre entonces a médicos “de reconocido prestigio” para que certifiquen que carece de hábitos nefandos. Lo certifican, algunos periódicos publican el hecho y ello no solo no devuelve su honor al joven dandy, sino que lo convierten en el hazmerreír de Madrid. Tras aquella ejecución moral, huye a América. Allí Barrett --agresivo, brillante, cada vez más próximo a las teorías anarquistas-- se convierte en un incansable defensor de causas perdidas, en el primer periodista de su tiempo, en uno de los grandes de todos los tiempos.


Miércoles, 25 de noviembre
PASEO

Un lento paseo, al anochecer, por calles poco frecuentadas y a la vez muy familiares. ¿Cuánto tiempo he estado caminando, primero solo, luego con Martín López-Vega como guía? ¿Dos, tres horas? Siempre he vivido en lugares donde, a los pocos minutos de marcha, ya se encuentra uno en pleno campo. Hay a quien le gusta eso. A mi la naturaleza siempre me da la sensación de intemperie. Solo me gustan las ciudades que no se acaban nunca, que nunca te dejan solo, que en cada esquina te cuentan una historia, te traen a la memoria una página de la historia de la literatura, que es la historia de mi vida.


Velázquez, Goya, Cibeles, el Paseo del Prado, el Botánico, la Cuesta de Moyano, la calle Huertas, las casas de Lope, Quevedo y Góngora, sus versos escritos en el suelo… Madrid me arropa y no me cansa nunca, quizá porque nunca he vivido en Madrid, porque nunca lo han emborronado los inconvenientes de la cotidianidad.
Me gusta no vivir en las ciudades en las que más me gusta vivir. Llegar al atardecer, acariciar unos pocos árboles, unas cuantas calles, entrar en algunas librerías, charlar con dos o tres amigos, y luego marcharse al día siguiente.
Me gusta desear lo que tengo al alcance de la mano y alargar la mano y acercar los labios y nunca devorar la manzana.


Jueves, 26 de noviembre
CIELO DE PAPEL


En la monotonía del viaje de regreso, un nombre que es una tentación: Villalar de los Comuneros. Me fascinan los escenarios de la historia tanto como los de la literatura. Nos desviamos de la autopista y por una solitaria carretera llegamos al pueblo. Una bandada de vencejos, sobrevolando la torre de una iglesia, llena de borrones el folio gris del cielo. Luego, calles vacías y una abierta plaza sin nadie. El día, neblinoso, muy poco castellano. Aclara algo, pero la luz sigue siendo triste y todo tiene un aire de grabado antiguo. El ayuntamiento a un lado, con sus banderas y soportales; la iglesia de San Juan, al fondo, y los campos de labor tras ella; al otro lado, la sucursal de un banco, en la que se entreven algunas móviles sombras, y en medio el monolito que conmemora el lugar donde fueron ejecutados Padilla, Bravo y Maldonado. Hay también una rara torre del reloj con caperuza de cuento de hadas. Qué extraño sitio, qué lugar fuera del mundo. Sobre la sucursal bancaria, un centro social. Subimos a tomar un café. Tres o cuatro lugareños nos miran sin demasiada simpatía. Hemos venido a perturbar su paz. Hoy no hay función. No es día de visita. Yo me llevo de Villalar el recuerdo de una plaza y un cielo de papel reciclado donde todo el dolor y el horror de una antigua historia ya ha desaparecido. Como ocurrirá con cualquier historia.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Línea roja: Del tiempo aquel

Sábado, 14 de noviembre
SOY BUENO

“Ya no eres tan malo como antes, ya no eres tan divertido”, me dice un amigo que hace tiempo que no veo. Y es verdad. “Malo” quiere decir tan solo que, cuando escribo reseñas, ya no llamo al pan pan y al memo memo. Tampoco antes lo hacía mucho, pero sí alguna que otra vez.
Ahora he aprendido a mirar para otro lado cuando una momia más o menos venerable se pone pomposamente en ridículo. Ahora hasta sería capaz de elogiar, como un Jambrina cualquiera, “la noche cosida de azofaifas” y “la bandada de pájaros pasiegos” que le señalan la frente al bueno de Gimferrer “con la luz de los ojos de la Cuca”.
“¿Has visto la última novela de Muñoz Molina? ¡Qué horror, mil páginas! Parece un diario de Andrés Trapiello”. La he entrevisto y he admirado la ponderada caligrafía de cualquiera de sus frases: “Con un silbido como de sirena de barco el tren se aparta de la orilla del río y se sumerge a más velocidad en el túnel de hojas amarillas, ocres, naranjas, azuladas, rojas, de un bosque tan tupido que la claridad de la tarde apenas lo atraviesa”.
Es La noche de los tiempos una obra maestra tan evidente, y resulta tan previsible su evocación republicana y saliniana, que para darse cuenta de ello no hace falta ni siquiera leerla. Algo que no deja de ser un alivio, todo hay que decirlo.


Lunes, 16 de noviembre
ENCUENTROS EN TURÍN

Hablé yo de Sarawak, que el sultán de Brunei cedió al imperio inglés, y de Sir James Brooke, que llego a ser el Rajah de ese territorio, y José Luis Piquero me escribe para contarme que se trata de uno de los héroes de su adolescencia, un compañero de aventuras del mítico Sandokán. Y entonces yo también recuerdo y a la cabeza me vienen unos versos de los que ignoro el autor: “Tuve en la adolescencia la manía / de trazar en mis horas solitarias / itinerarios de la fantasía / para viajes por tierras legendarias. / Con la inquietud del corazón por guía / términos eran de mis rutas varias / El Cairo, Benarés, Alejandría… / Del tiempo aquel de mi existencia vana / apenas si persiste / la memoria de un viaje imaginado / por un muchacho soñador y triste”.
Cuando Pierre Loti pasó por Turín, Salgari fue a su encuentro. Le llamó la atención que Loti, el exótico novelista aventurero, usara corsé y se pintara los labios. Era, sin embargo, un hombre atlético. Cierto día, paseando ambos por los jardines de Nervi, dio un salto mortal con la agilidad de un acróbata, aunque por entonces tenía más de cuarenta años. Esa misma noche entraron en un cafetín popular. Algunos clientes empezaron a lanzarle bromas subidas de tono al advertir los labios pintados. Loti deslabró a media docena a puñetazos y silletazos, mientras Salgari hacía añicos toda la botillería.
Qué final tan triste el de aquel hombre que llenó tantas horas de mi vida de fascinación y aventura. Cierto día a la lavandera Luisa Quirino, mientras recogía leña en un bosquecillo, le llamó la atención un hombre tendido al pie de un tronco. Se acercó. Reconoció espantada a su vecino Emilio Salgari, desangrándose. Era la mañana del 26 de abril de 1911. Su mano empuñaba la navaja con la que había puesto fin a su vida, a la manera japonesa, practicando el harakiri. Aquella muerte trajo la desgracia sobre la familia. Su mujer perdió la razón y fue recluida en un manicomio. La hija Fátima murió apenas cumplidos los 21 años, su hijo Romero se mató arrojándose desde el balcón a la calle. Su tercer hijo, Nadir, pereció en un accidente. Solo le sobrevivió su hijo Omar, que se pasó la vida en los tribunales, viejo e hipocondríaco, defendiendo unos derechos de autor que se le escapaban de las manos.


César Tiempo, a quien yo conocí, le conoció en un café de Turín. Omar también escribía. Se rumoreaba que era el autor de varias de las novelas póstumas de su padre. También conoció a Andrea Villongo, librero y editor, que traía a mal traer al hijo de Salgari. Se lo presentó Cesare Pavese, que azuzaba al uno contra el otro, y se reía mucho con las trifulcas entre ambos.
César Tiempo –un argentino que había nacido en la remota Ekaterinoslav y se llamaba Israel Zeitlin-- se alojaba, cuando conoció a Omar y a Pavese, en el hotel Roma, el mismo en el que aquel risueño novelista en la cumbre de su fortuna decidió, poco después, no escribir más, repetir, menos melodramáticamente, el gesto de Salgari.


Martes, 17 de noviembre
ILSA BAREA

Gregorio Torres Nebrera, que asiste al congreso sobre el exilio que ha organizado con minuciosa gentileza Antonio Insuela, me regala su edición de La forja, primer tomo de la fascinante autobiografía de Arturo Barea. En el prólogo, que se lee como una novela detectivesca, encuentro la solución de un enigma. ¿Cómo es posible que de esa obra maestra de la literatura española se haya perdido el texto original y solo podemos leerla en una traducción de versión inglesa? Pues porque no hubo tal original, porque la presunta traductora –la revolucionaria austriaca Ilsa Kulcsar- es la principal autora de la obra. Torres Nebrera reproduce unas declaraciones de Rafael Martínez Nadal, que conoció a la pareja durante su exilio londinense: “Todas las mañanas ella le dejaba preparado el trabajo del día: sobre la mesa, el libro o libros que tendría que leer, a mano siempre el diccionario de lengua española, la variedad de lápices y plumas; el cuaderno para anotar lo que se le ocurriera; notas que luego, a la noche, después de la cena, serían motivo de conversación y comentarios”. El método de escritura de La Forja de un rebelde se deduce de las palabras de Ilsa: ‘Pero lo mejor es oír a Arturo expresar, en su lenguaje tosco, las más agudas, inesperadas observaciones. Tan fuertes, tan vívidas y vividas que ahora todas las noches voy tomando notas en inglés de lo que él me cuenta en español. Luego me las revisa nuestra compañera de casa y van quedando páginas de una posible autobiografía de Barea escrita en un idioma que él no conoce”.



Miércoles, 18 de noviembre
LAS COSAS CLARAS

Con mi amigo Alfonso, que las ha reseñado, comento las memorias ovetenses de Marino Gómez Santos, su particular ajuste de cuentas con la ciudad. El titular de una entrevista publicada hace unos meses anticipaba el tono: “Ángel González era un hombre acobardado, estaba aislado, nadie conocía su poesía”. Lola Fernández Lucio se sintió particularmente ofendida y escribió una carta al periódico, que yo no pude conocer entonces y que ahora me trae fotocopiada a Las Salesas. Gómez Santos presentaba al adolescente Ángel González “acodado en el mirador de la casa de su madre en la avenida de Galicia, esperando algo que no sabía lo que era. Un hombre acobardado. Venía de Villamanín de mirar a las estrellas. Estaba aislado. Apareció por los cafés, decía que escribía poesía, pero no la conocía nadie”. Lola Lucio puntualiza: “La casa de su madre, en la avenida de Galicia, número 8, no tenía ningún mirador. Tenía ventanas. Yo vivía, como tú sabes, en el número 6, y recuerdo perfectamente esa fachada, y también, por cierto, unas cuantas fotografías de aquellos grandes intelectuales españoles amigos tuyos decorando el suelo de mi portal… inexplicablemente”. De viva voz me explica Lola que un día, al salir de casa, se encontró el portal lleno de fotos en blanco y negro, muchas de ellas dedicadas, de Azorín, Baroja, Marañón, también un misal y otros cachivaches, y a un apesadumbrado Marino tratando de recogerlo todo. En el portal de Lola vivía la novia. Al parecer habían reñido y ella había tirado todos los regalos del joven triunfador en Madrid por las escaleras.


Sigue, en la carta del periódico, replicando a la entrevista: “Si alguna vez viste a Ángel detrás de una ventana, no me extraña que tú no supieras qué esperaba. Él sí lo sabía: un futuro mejor, otro tiempo distinto a aquel de banderas desplegadas, mejor y más justo. Lo calificas de acobardado. Quizá no sepas que con diez años le sirvió a su madre de mensajero, entregándole la carta que un sacerdote de la iglesia de San Juan había puesto en sus manos infantiles, en la que se le comunicaba a doña María Ruiz el fusilamiento de uno de sus hijos. Inolvidable para él la escalada de la calle de Toreno aquella mañana mientras oía el canto de los pájaros en el campo de San Francisco”.
Comprendo la indignación de Lola Lucio contra Marino Gómez Santos, pero yo siento más bien pena. ¡Tantos años, tantos éxitos, tantas biografías de reinas y nobeles y aún no ha sido capaz de olvidar el maltrato al que el Oviedín del alma le sometió en los años cuarenta! Tuvo que irse a Madrid para encontrar su sitio. Y allí lo encontró muy pronto: tenía poco más de veinte años y ya era un periodista de éxito que se codeaba con los más grandes. Y volvió un día, a la tertulia de siempre, dispuesto a recibir la admiración y la envidia de todos. ¡Cuántas veces había soñado con ese momento! Pero llegó al café de la calle Uría, se sentó en la esquina de costumbre, y todos siguieron con sus cosas y sus bromas, sin prestarle mayor atención. Por fin, uno de los contertulios habituales se fijó en él: “Marianín, hace tiempo que no apareces por aquí. ¿Tuviste malu?”. Esos fueron todos los aplausos que recogió el ambicioso arribista que llegaba cargado de laureles. A mí no me extraña nada su odio a Oviedo, al que llamó Orbayal en un irónico y despreciativo artículo publicado en la famosa tercera del ABC de entonces.


Jueves, 19 de noviembre
COLECCIÓN DE ASOMBROS

Gabriel Ferrater escribió, y yo lo he citado más de una vez, que hacía colección de días y que los tenía todos repetidos. Los míos son todos distintos, y cada uno trae su afán y su asombro. Esta tarde, Marcos Vallaure nos guía por los entresijos del Museo de Bellas Artes: la biblioteca, la sala de restauración, el taller de carpintería, los almacenes donde conviven, nariz con nariz, un elegante Alfonso XIII lleno de entorchados y un desastrado San Francisco, la secreta, prodigiosa terraza sobre la torre y los tejados de la catedral… No es la gótica torre clariniana, que aquí tengo al alcance de la mano, la que más me admira, sino la otra, la hermana mayor y pobre, la torre románica que se alza sobre la Cámara Santa, y que solo desde este lugar puede verse en toda su austera elegancia.


No hay día que no llegue cargado de tesoros: unas veces es una sonrisa, otras la luz del atardecer, en ocasiones una puerta que una mano amiga nos abre y nos permite atisbar la trastienda del milagro. Algunos de esos tesoros llegan bien camuflados, como de contrabando. Pero yo procuro no dejar escapar ninguno.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Línea roja: Deprisa, deprisa

Sábado, 7 de noviembre
NO PENSAR


Sentado en primera fila del autobús, mientras la cinta de la carretera se desliza hipnóticamente ante mí, trato de no pensar en nada. Pero aún no soy lo suficientemente sabio para conseguirlo.
“Todo lo que no es normalidad es monotonía; todo lo que no es racionalidad es vulgaridad”, escribió no sé quién, quizá Eugenio d’Ors.
Detesto lo extraordinario, aborrezco el exotismo. Esta ruta forma también parte de mi rutina. Cuando crucé el Pajares, amanecía y los primeros rayos coronaron de rosa una de las cumbres rodeada de nubes oscuras. Fue el primer regalo.
Trato de no pensar en nada, de hacer colección de estampas, como un pintor japonés, pero me temo que voy a tener tiempo para pensar en todo.
El viaje en autobús de Oviedo a Cáceres está previsto que dure ocho horas, pero siempre regalan algo más de propina. Hace medio siglo que me vine a Asturias. Y ahora que lo pienso quizá fue el único viaje de mi vida, y no dependió de una decisión mía: tenía nueve años. Los demás viajes no pasaron de excursiones por los alrededores de casa. No volví a cambiar de paisaje ni de paisanaje. Soy sedentariamente afortunado. Las turbulencias del azar no me han zarandeado de un sitio a otro, como a tantos.
Voy a Cáceres a un encuentro de escritores, y no puedo dejar de recordar la primera vez que regresé a mi tierra con un propósito semejante. Aquel congreso lo inauguraba el ministro de Cultura, Ricardo de la Cierva, y lo presidía la elegante esfinge de Pedro de Lorenzo. Qué remotos, casi medievales, resultan esos nombres. En estos casos siempre acabo contando la misma anécdota. Una vez, en uno de los cursos veraniegos de Santander, rodeados de los jóvenes poetas a los que habíamos antologado, le dije a Luis Antonio de Villena: “Ya vamos siendo viejas glorias”. Y él entonces me miró desdeñoso, por encima del hombro, como pensando “¿qué se creerá este?”, y respondió: “Viejas somos todas; glorias… solo algunas”.


Domingo, 8 de noviembre
NUEVA ADMIRACIÓN

Cruzo la Plaza Mayor, atravieso el Arco de la Estrella, recorro una vez más las calles y plazas del viejo Cáceres. Podría ir de un palacio a otro, de una iglesia a otra con los ojos cerrados, y sin embargo nunca deja de asombrarme tanta maravilla. Me vienen a la memoria, los versos que Segismundo le dice a Rosaura en La vida es sueño: “Con cada vez que te veo / nueva admiración me das, / y cuanto te miro más / muy más mirarte deseo”.


Pero también cada vez que vuelvo me encuentro con un regalo inédito. Esta vez se trata del palacio de los Becerra, en la plaza de San Jorge, convertido en sede de la fundación Mercedes Calle. Tiene el sobrio caserón tanto de museo como de almoneda. Yo lo siento lleno de fantasmas. Aquí están las obras de arte que coleccionó doña Mercedes Calles Martín-Pedrilla y también sus objetos personales, sus fotografías, los cuadernos manuscritos en que anotó impresiones de viaje, íntimas perplejidades. Me asomo a los historiados espejos y contemplo en ellos la luz de otro tiempo.
En la sala de exposiciones, dedicada a la cerámica portuguesa, me encuentro con un viejo amigo, Fernando Pessoa, y a la memoria me vienen los versos de “Tabacaria”: “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”.
Yo también tengo en mí todos los sueños del mundo y no soy nada y nunca seré nada, pero me gusta dialogar con los fantasmas y pensar que algún día seré uno de ellos. Entonces, viajero que juegas a perderte en el hermoso laberinto del viejo Cáceres, seguro que te encuentras conmigo al doblar una ventosa esquina o en las salas de cualquier viejo palacio. No me parece la peor manera de pasar la eternidad.


Lunes, 9 de noviembre
EL ORIGEN DEL MUNDO

Creo que era Marià Manent quien decía que todos tenemos un Bosque, una Fuente, un Río, una Montaña con mayúscula, con los que comparamos a todos los demás. Son el bosque, la fuente, el río, la montaña que conocimos cuando niños. Mi país primordial está entre Salamanca y Extremadura, abarca la sierra de Béjar, el valle del Ambroz. Aunque viaje con los ojos cerrados, noto cuando me acerco, el corazón me late más deprisa. Los castaños y los robles están especialmente hermosos en estos días de otoño. Al ir y al volver paso por delante de la antigua estación de Béjar. Fue el destino de mi primer viaje en tren. Recuerdo bien la aventura, con el monstruo humeante tirando de los vagones de madera y la ciudad derramada inmensa sobre una alargada colina. Y en Baños de Montemayor me aguarda una vez más la cerrada curva que una vez hizo exclamar a una señora: “Parece Montecarlo”. Y yo me sonreí de aquella extravagancia hasta que pude comprobar que ciertamente era muy semejante a otra que hay en Montecarlo y que da mucho juego en no sé qué carreras de coches.


Antes la carretera pasaba exactamente por delante de mi casa. Desde la ventanilla del autobús podría tocarse el balcón en que miraba las estrellas cuando niño. Ahora la nueva autovía rodea el pueblo. Me gusta verlo así, derramado, con las torres de las dos iglesias, la de la parte de Arriba y la de la parte de Abajo, y destacando especialmente sobre el caserío el edificio de la escuela. Las incomodidades del largo viaje en autobús se justifican por estos pocos minutos, llenos de maravillas. Allá distingo el perfil del Pinajarro, acá, sobre la ladera, el blanco caserío de Segura de Toro o de Casas del Monte; por ahí se va a la Abadía, donde estuvo el mágico jardín de los duques de Alba que supo de las ensoñaciones de Garcilaso y que ahora solo pervive en los versos de Lope de Vega: “Cantaré del jardín del Abadía, / famoso donde nace y muere el día”.
Aquí está el origen del mundo, aquí todo huele a infancia y paraíso. Pero necesito cruzar así, raudo, para que la ensoñación se mantenga. Más de un hora en mi pueblo y siento que me falta el aire, que tengo que seguir carretera adelante. Lo quiero mucho, pero no lo soporto. Me pasa también con las personas que más quiero. Quizá por eso vivo solo.


Martes, 10 de noviembre
MÁS DEPRISA

Leo El piloto ciego, de Papini, y no puedo dejar de sentirme identificado: “¡Más deprisa, más deprisa! ¿Dónde está el director de orquesta del mundo? ¡Llamadlo, que se presente enseguida ante mí! ¡Acelerad el ritmo, apurad el tiempo! ¡Más deprisa, más rápido! ¡Más deprisa todavía, más rápido todavía! ¿No sentís cómo se arrastra despacio y lento este perezoso mundo? ¡Parece un anciano gotoso, un cojo decrépito, un enfermo atontado!”
Sí, yo también, perpetuo acelerado, quiero vivir toda mi vida en un día: “Niño por la mañana, amante al mediodía, poeta al atardecer, sabio al caer la noche. ¡Que las estaciones se sucedan a cada instante, que nazca y se ponga el sol cada minuto, que cada latido de mi corazón marque un nuevo placer!”
Deprisa, siempre deprisa… Y al fondo, sin querer escucharlos, los versos de Yeats que afirmar que esta inquietud “es tan solo nostalgia de la tumba”.



Miércoles, 11 de noviembre
UN PUÑADO DE HIGOS

Pocas veces el destino actuó de manera tan acelerada como en el caso de Masaniello, el vendedor de pescado del Mercado napolitano que pasó de no ser nadie a ser el dueño de la ciudad mientras el virrey se recluía asustado en el Castell Novo; de ejercer con sabia ecuanimidad la justicia y dar ejemplo de modestia, a enloquecer con el poder absoluto como un emperador romano que dispone a su capricho de las vidas de sus súbditos, y de ser asesinado y arrastrado su cadáver por las calles de la ciudad a venerársele como santo y a celebrarse en su honor el más glorioso funeral hasta entonces conocido. Y todo ello no en pocos años, ni siquiera en pocos meses: “En el corto espacio de tres días, Masaniello fue respetado como un monarca, muerto como un facineroso y honrado como un santo”.
Escucho el aria final del Masaniello furioso, de Keiser, y vuelvo a pasear por la Piazza del Mercato, por la Piazza del Carmine, por los desvencijados rincones de Nápoles que tan poco parecen haber cambiado desde aquel día de 1647 en que un puñado de higos arrojados al suelo desencadenó el más extraño desafío al que se hubiera enfrentado nunca el imperio español.


Jueves, 12 de noviembre
EL FILÓSOFO DOLIENTE

Mientras habla Rada Panchovska, en el aula José Gaos, de las traducciones al búlgaro de literatura española, yo recuerdo alguno de los aforismos del ilustre trasterrado: “En amor es inútil pedir piedad; si hace falta pedirla es porque aquel a quien se la pide ya no la tiene”.
La hija de Gaos escribió unos recuerdos del padre que a mí me pasó Ricardo, el taxista que me lleva habitualmente al aeropuerto; a él le había regalado el folleto la autora. A Gaos le importaba su obra, su carrera profesional, no la familia. Un día decidió irse a vivir solo en busca de mayor tranquilidad; su mujer, que le admiraba y le quería, le dejó marchar, dolida, pero sin reproches. Parece que no era solo tranquilidad lo que buscaba, que también había una devota discípula. El caso es que cierta tarde, después de llevar más de un año fuera, al llegar a casa se lo encontró acostado en el lecho conyugal. “No me encuentro bien –le dijo--, he vuelto unos días para que me cuides”.


Viernes, 13 de noviembre
EL VIAJERO INMÓVIL

No sé hacer solo una cosa, no sé estar en un solo sitio. Mientras veo la televisión, leo un libro; mientras escucho una conferencia, si no puedo leer, preparo el artículo del día siguiente; mientras espero a que cambie el semáforo, escribo haikus.
Deprisa, siempre deprisa, tratando de no pensar en lo que no puedo dejar de pensar

lunes, 9 de noviembre de 2009

Línea roja: Un engaño piadoso

Sábado, 31 de octubre
EN EL CIRCO

En el circo una madre imprudente permite que su hijo se preste a participar en las demostraciones de un mago chino. Le encierran en un arcón. Abren el arcón; está vacío. Vuelven a cerrarlo. Lo abren; el niño aparece y regresa a su asiento. Nadie se da cuenta de que no es el mismo niño.
Yo soy ese niño al que de niño cambiaron por otro exactamente igual, pero distinto. Y el arcón no era un arcón, sino una biblioteca.


Domingo, 1 de noviembre
CONTRA LOS LIBROS

Me gustan los libros, detesto los libros. Siempre lo que más amamos es también lo más odiado. Benefactores de la humanidad quienes conservan los libros, igualmente benefactores quienes los destruyen. Si los hombres fuéramos inmortales, hace tiempo que en la Tierra no habría sitio para nadie. Si nunca se hubiera destruido un impreso (y solo hace poco más de cinco siglos que se imprimen libros), ya no habría almacenes suficientes en el mundo para contenerlos todos.
El libro electrónico, que no ocupa espacio, está muy bien, pero tampoco estaría mal que se imprimieran libros con un pequeño dispositivo que los hiciera desaparecer nada más leídos o, como tantos libros de poesía, apenas hojeados.
Esta mañana, mientras desayunaba, he hecho un movimiento brusco y una torre de libros dispuesta precariamente en la mesa ha caído sobre los que se amontaban en una banqueta. Todo el suelo de la cocina ha quedado salpicado de papel y literatura. En momentos así a uno le resulta simpático incluso al bárbaro que prendió fuego a la biblioteca de Alejandría.
Pero luego visito la exposición bibliográfica del Banco Herrero y vuelvo a reconciliarme con los libros. Pocas veces he podido contemplar tantas maravillas juntas. Me deslumbra sobre todo uno de aquellos volúmenes que en el Nápoles de Carlos III reproducían con mágica minucia los restos arqueológicos que iban apareciendo en Pompeya y Herculano. Y me alegra encontrar, entre los bibliófilos que han prestado sus ejemplares, a un jovencísimo y genial amigo, Alberto Valdés, que no tenía aún diez años y ya conocía las primeras ediciones de Valle o Juan Ramón tan bien como mi admirado Andrés Trapiello, con quien a tan temprana edad llegó a tener algún involuntario encontronazo.


Yo no soy bibliófilo ni coleccionista, solo soy un lector. Disfrutaría acariciando y hojeando estos volúmenes prodigiosos, pero no disfruto menos con los que encuentro en el Fontán y que me alegran el café cada mañana de domingo. Por ejemplo, este Manual de la Comunidad Británica de Naciones y del Imperio, que encontré hoy. Fue editado en Londres en 1944, muy poco antes de que el mundo de Kipling se derrumbara. Cuánta sugestión hay en sus mapas, en sus precisas anotaciones geográficas. Nunca había oído hablar de Sarawak, ahora sé que “en 1841 fue obtenido el gobierno de este territorio del Sultán de Brunei por Sir James Brooke, que llegó a ser el Rajah. Se estableció el Protectorado británico por un convenio hecho en 1888. Extensión 129,450 kilómetros cuadrados. Población (1939) 442,900”. No necesito más para soñar elegantes heroísmos y sacrificados adulterios, a lo Somerset Maugham..


Lunes, 2 de noviembre
UN HOMBRE EJEMPLAR

Era muy diligente y procuraba cumplir bien sus múltiples tareas. Con horror de su alto personal trabajaba diariamente hasta las dos o las tres de la madrugada. Se preocupaba mucho de los pormenores de su trabajo y creía procedente entrar con toda minucia en cada línea de sus instrucciones y dictámenes, en vez de limitarse a dirigirlos e intervenir en líneas generales. Personalmente era incorruptible. Despreciaba el lujo y las riquezas y afirmaba que su mayor ambición era morir pobre. Castigaba toda especulación con el dinero público. Le repugnaban las ostentaciones y alzaba contra ellas una consigna: “Procura ser más de lo que pareces”. Tal sencillez y llaneza se exteriorizaban en su estilo de vida. Comía y bebía con extrema moderación. Aparecía siempre cortés y serio. Estaba casado. A su mujer, de más edad que él, la había conocido cuando era enfermera en un hospital. El matrimonio no parecía haber resultado demasiado feliz, pero siempre hablaba de su esposa con la mayor consideración. Procedía siempre muy respetuosamente con las mujeres y detestaba toda frase obscena o de doble sentido. Amaba mucho a los niños. Dedicaba gran atención a las viudas y huérfanos, sobre todo si eran víctimas de guerra. Detestaba todas las mezquindades.
Así retrata Felix Kersten, que fue su médico, que ejerció gran influencia sobre él, que aprovechó esa influencia para salvar a centenares de judíos, a Heinrich Himmler, ministro del Reich y jefe de las SS. Un hombre ejemplar, minuciosamente atento a su trabajo. Paseaba un día junto a una fosa, en la que se amontaban los cuerpos de los recién ejecutados y creyó ver que uno se movía. “Teniente, dispárele a ese”, dijo. Nl soportaba que las cosas quedaran a medio hacer. Murió con la conciencia tranquila. “Amé a mi patria, cumplí con mi deber”, parece que fueron sus últimas palabras.


Martes, 3 de noviembre
A MEDIANOCHE

Siempre creí que el relato en el que un joven jardinero le pide un caballo a su príncipe para escapar de la muerte, que le ha hecho un gesto de amenaza, quizá el más fascinante de los Cuentos breves y extraordinarios no lo había escrito Jean Cocteau, a quien se le atribuye, sino el propio Borges. Pero ahora, al leer su novela Le grand écart, recién traducida al español, lo encuentro al comienzo del capítulo segundo y, unas líneas después otra desasosegante brevería: “Una vez mi hermano pequeño y yo quisimos gastar una broma pesada a nuestro preceptor. Pero cuando, a medianoche, disfrazados de fantasmas, nos disponíamos a irrumpir en su habitación, la puerta se abrió y apareció nuestra madre, en camisón y con el pelo alborotado. La hoja de la puerta nos ocultaba. Atravesó el pasillo, apoyó la oreja en la puerta de la habitación de nuestro padre y regresó, sin vernos, a la del preceptor. No olvidaría jamás el momento en que mi hermano y yo volvimos de nuevo a la cama, sin mediar palabra”.



Miércoles, 4 de noviembre
LECTOR NARCISO

En la exposición “Las horas de los libros”, que vuelvo a visitar, me encuentro con una escultura de Julio López a la que no había prestado atención. Una joven (luego sabré que es la misma Esperanza López que camina frente al teatro Campoamor) sostiene en las manos una edición de la obras de San Juan de la Cruz. Pero lo que aparece en la página abierta no son los versos prodigiosos del fraile (“Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados”), sino el rostro de la lectora.
Al leer, nos leemos. Todo libro es un espejo que nos revela nuestro verdadero rostro, que no es el que vemos en los espejos, sino un detallado mapa del universo que abarca el universo entero.



Jueves, 5 de noviembre
GENTE IMPORTANTE

“Monarquía y Gobierno despiden a Ayala” dice el titular del periódico. Y en la fotografía, rodeando a su viuda, Carolyn Richmond, aparecen el presidente del Gobierno, los príncipes de Asturias, la ministra de Cultura, el alcalde de Madrid y también, con el pañuelo en la cabeza, Fátima, la mujer marroquí que le cuidó en los últimos años. Me alegra encontrar, junto a tanta gente importante, a alguien verdaderamente importante.


Viernes, 6 de noviembre
MANUSCRITOS PERDIDOS

En 1958, Morton Smith, encontró en la biblioteca del antiguo monasterio ortodoxo de Mar Saba, no lejos de Belén, una carta manuscrita de Clemente de Alejandría que citaba el Evangelio secreto de Marcos usado por la secta de los carpocráticos. La cita decía así: “Llegaron a Betania. Y allí se hallaba una mujer cuyo hermano había muerto. Y acercándose se postró ante Jesús y le dice: ‘Hijo de David, ten piedad de mí’. Pero los discípulos la apartaron. Jesús, enojado, fue con ella al jardín donde estaba la tumba e hizo rodar la piedra que tapaba la entrada. Entrando a donde estaba el joven, le levantó cogiéndole de la mano. Jesús le dijo lo que debía hacer y al anochecer el joven fue a su encuentro, vestido con una sábana de lino sobre el cuerpo desnudo. Y permaneció con él esa noche, porque Jesús le enseñó los misterios del reino de Dios. Y luego volvió al otro lado del Jordan”.
La carta de Clemente de Alejandría que incluye ese pasaje ha desaparecido y no falta quien piensa que Morton Smith se lo ha inventado todo. Pero un estudioso israelí, Guy Stroumsa, tuvo en sus manos esa carta y de ella copió otro enigmático fragmento en el que el Cristo resucitado parece dudar de su propia resurrección. Guy Stroumsa visitó el monasterio de Mar Saba en el verano de 1976. Desde entonces nadie ha vuelto a verla. Se cree que la robó algún coleccionista.
Pongo en español, con algunas licencias, las presuntas palabras de Cristo que Stroumsa cita en latín: “Ahora sé que mi vida ha sido solo trampa, cartón y nada. / Tú me has despertado y quiero agradecértelo, Señor de las Tinieblas. / El agua de la fuente que sonaba en la noche arrullando mis sueños, / la mano que besaba de niño antes de irme a dormir, / el rumor de los árboles en el amanecer, / los labios que decían quererme… / Todo era verdad y solo yo escondido del mundo detrás de mi sonrisa, / de mis vanos milagros y la sombra del Padre, / solo yo era mentira, un engaño piadoso. / No he resucitado, solo he vuelto un momento / de donde no se vuelve / para poder decíroslo”.