sábado, 28 de febrero de 2009

Para entregar en mano: Al contrario

Sábado, 21 de febrero
SUEÑO QUE VIVO

Como a todos los sedentarios, nada me gusta más que soñar con el viaje. Cuando a la ventana se asoma el cielo azul y veo, tras infinitos días grises, la calle inundada de sol, siento un deseo casi irresistible de ponerme en marcha. A la cabeza me vienen unos versos: “El cielo azul, un horizonte inmenso / y andar, andar”. Pero algo me retiene siempre.
Nunca viajo, solo salgo a dar una vuelta. Cierto que mis paseos ya no son, como antes, caminatas algunas horas. Ya me atrevo a algo más. Poco más. Mi límite máximo son tres noches en Europa, una semana en América. Hace muchos años que no estoy más tiempo fuera de casa, hace muchos años que los amores que prefiero son los que duran la eternidad de unas pocas noches.
Soy la persona menos aventurera del mundo, siempre con la vista puesta en el pronto regreso. Y lo curioso es que en casa no me espera nadie, salvo yo mismo. Sueno con echarme la mochila al hombro y patear los caminos del mundo, pero no soy capaz más que de breves excursiones. El lunes pasado salí por la mañana y el martes ya estaba de regreso. En medio, mil quinientos quilómetros y seis ciudades, algunas inéditas, otras con mucha historia mía detrás.
A veces pienso que soy, o me gustaría ser, como esas personas que juegan varias partidas de ajedrez al mismo tiempo, desplazándose de una mesa a otra. A mí me gusta vivir varias vidas a la vez. Me basta llegar a Nápoles, sentarme a tomar un café en la terraza del Gambrinus, frente al San Carlo y al Teatro Real, y ya me siento napolitano; me basta poner los pies en la Rua Ferreira Borges para tambalearme borracho de melancolía. Y una mirada me basta para hacerme perder la cabeza. O una sonrisa, que ni siquiera era para mí.
Yo no vivo: sueño que vivo. Lo mejor de mi vida no ha ocurrido nunca.


Domingo, 22 de febrero
LÁSTIMA GRANDE

¿Se puede ser una historiadora de prestigio, tutora de Infantas y Príncipes, y decir tantas inexactitudes como cualquier contertulio de café a la hora de comentar la actualidad política? Carmen Iglesias demuestra que sí.
Casi siempre nos parecen poco inteligentes quienes piensan de distinta manera que nosotros. Detectamos la más leve parcialidad en el ojo ajeno y no el cerril partidismo en el propio. Pero no me parece ese el caso. Le preguntan, en una entrevista que se publica hoy, “por la famosa cacería en la que participaron el ministro Bermejo y el juez Garzón”. Arremete contra ella. Bien. Nada que objetar (que objeten el rey y Miguel Delibes y tanta buena gente a la que le gusta cazar). Pero añade: “Aquí ha habido un deterioro paulatino de las instituciones. El ejecutivo controla al poder judicial”. Hacer falta valor y hace falta ceguera para decir eso tras la huelga judicial pasada y la que se avecina, tras la actuación del anterior Consejo del Poder Judicial, tras las declaraciones del actual vicepresidente del Consejo... El bueno de Bermejo, mientras se le escapa la cartera ministerial, podría citar a Argensola: “¿El ejecutivo controla al poder judicial? ¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!”.

Lunes, 23 de febrero
HÉROES DE PAPEL

“Haz como yo, no te metas en política”, le dijo Franco a no sé quién. Sabio consejo. Yo lo sigo a pie juntillas. Prefiero no tocar los temas conflictivos. Los pocos o muchos lectores que uno tiene votan a derecha o a izquierda, son creyentes o descreídos, así que mejor no irritar a nadie. Yo también tengo mis preferencias, claro está, pero para no molestar procuro no entrar en ciertos temas. En eso soy muy inglés. Un caballero no habla de política, ni de religión, ni de sexo. Un caballero solo habla del tiempo.
Yo trato de contentar a todos, no discutir nunca. Me gusta callarme lo que pienso. Por eso, en el coloquio que siguió a la conferencia de Fernando Aramburu sobre Los peces de la amargura, aguanté estoicamente que se le felicitara por el valor que suponía escribir un libro de cuentos en el que se criticaran los crímenes etarras. Incluso hubo una señora que felicitó al rector porque en la Universidad hubiera realizado por fin actos como este, en contra de ETA. Cuando yo era más joven, no podía escuchar una inexactitud (iba a decir una bobería) sin cometer la impertinencia de replicar. Ahora me encojo de hombros. Hace tiempo que he dejado de ser un Quijote de la lógica y el sentido común. ETA es una organización criminal que merece todas las repulsas. De acuerdo. Pero escribir en España contra ETA supone el mismo valor que escribir contra Hamás en Israel: ninguno. Para lo que hace falta valor, mucho valor (aparte de poca conciencia), es para escribir a favor. Quien lo hace se enfrenta a años de cárcel. Y aún iría más allá: hace falta más valor para no escribir ni en contra ni a favor que para escribir en contra. Especialmente, si eres político vasco. Al político vasco que no hace declaraciones en contra de ETA le inhabilitan, le impiden presentarse a las elecciones, se convierte en un apestado de la democracia: contamina todas las candidaturas que toca. Yo no digo que eso esté mal (aunque pueda pensarlo), lo que digo es que hablar en contra de ETA para unos es natural (¿cómo no estar en contra de unos asesinos?), para otros es una obligación legal, pero para pocos, muy pocos, es un acto de valentía. Si lo fuera, en este país habría más héroes por metro cuadrado que en ninguna otra parte.
Estas cosas diría si yo me metiera en política (y otras obviedades, como que el nacionalismo no es pecado), pero como no me meto, me las callo.

Martes, 24 de febrero
NO NOS VEMOS

Mi admirado Antonio Gamoneda nunca defrauda. En el más reciente congreso organizado en León por la Asociación Colegial de Escritores, presentó una ponencia sobre “Poesía y pensamiento”, que ahora se publica. Tras unas curiosas divagaciones teóricas en las que hace intervenir a homínidos y polígonos cerebrales, arremete una vez más contra el realismo como “lenguaje del poder”. Tiene un concepto amplio del realismo: toda la poesía medieval es realista, casi toda la poesía barroca, el XVIII y el XIX íntegros, buena parte de lo que se escribe en las primeras décadas del siglo XX, casi todo lo escrito en la posguerra antes de que él publicara Descripción de la mentira… Si Gil de Biedma –que no era “un poeta de raza”, precisa— dejó una obra tan breve es porque se percató “de que la opción estilística del realismo no daba para más”.
Lo curioso es que luego aparece en no sé cuántas fotografías mirando fervorosamente hacia el ministro de Cultura (un poeta no mejor que él), escuchándole con atento pasmo. Y al final es el presidente del Gobierno quien clausura el congreso elogiando una y otra vez a “Antonio Gamoneda, el poeta del compromiso en el dolor, el poeta de la belleza en la pobreza, el poeta de la revelación al mismo tiempo literaria, estética y social”. Y acaba con palabras “del propio Gamoneda, último Premio Cervantes, hijo de esta tierra”. Hijo adoptivo, habría que precisar para que no se enfaden sus admiradores asturianos.
Antonio Gamoneda, presunto marginado que arremete –entre ministros y presidentes del gobierno, con todos los grandes premios oficiales en el bolsillo— contra los poetas que tienen éxito porque utilizan el lenguaje del poder, resulta sin duda un curioso caso de ceguera, de incapacidad para verse a sí mismo. Inspira cierta ternura.


Miércoles, 25 de febrero
VANIDOSO INCORREGIBLE

Soy la persona más vanidosa del mundo. Por eso mismo nada me resulta más difícil que cantar mis alabanzas (aunque, en el fondo, no haga otra cosa). Elogiarse a uno mismo me parece un acto de humildad para el que no me siento capacitado. Es reconocer que nuestros méritos son tan poco evidentes, tan imperceptibles, que nadie se dará cuenta de ellos si no nos dedicamos a subrayarlos.
De vez en cuando recibo correos electrónicos a favor y en contra. Jamás se me ocurriría reproducir los primeros. Nada me divierte más que hacerlo con los segundos. Y no precisamente por masoquismo. Ni siquiera me tomo la molestia de refutarlos.
De los ataques que he recibido (no tantos como creo merecer) me gusta especialmente uno que aparece en el blog de Fernando Valls. Resulta que yo reseñé un libro suyo sobre el relato breve y al final de la reseña, un poco por broma, escribí unos cuantos microrrelatos. Mi amigo Fernando se irritó porque no dedicara todo el espacio a cantar las alabanzas de su obra, reprodujo mis nimiedades y dijo que eran exactamente lo contrario de lo que debía ser un cuento breve. Todos los lectores del blog le dieron la razón. Y uno de ellos lo hizo con una frase lapidaria: “Ahí se demuestra que se puede ser profesor y no saber escribir”.
Lo mismo que yo le he reprochado a tantos beneméritos colegas, ahora me lo reprochaban a mí. Justicia poética, dirán algunos.
Yo no replico, no digo nada a mi favor. Me limito a reproducir la frase. Y es que soy un vanidoso incorregible.

Jueves, 26 de febrero
CORAZÓN DE ULISES

Cierro el libro que acabo de leer, cierro los ojos y me imagino sentado en el espigón del puerto. Ya se ha ocultado el sol y la cara roja de la luna comienza a asomarse tras la línea del mar. Un esbelto velero se acerca a la bocana del puerto, pone rumbo al Norte, en dirección a tierras remotas e invisibles, y deja tras de sí una estela plateada sobre las aguas oscuras. Nada me gustaría más que estar en ese barco, viajar a bordo de una nave que no sé a dónde se dirige. Viajar a donde fuera, sin pensar en el regreso.
Abro los ojos. No estoy en ese velero que ahora mismo deja el puerto, pero estoy a bordo de una nave que no sé a dónde se dirige –o no quiero saberlo--, pero sí sé que nunca volverá al puerto de partida.

Publicado por J. L. García Martín en La Nueva España (01.03.2009).

miércoles, 25 de febrero de 2009

Colección particular: De miradores, plazas y casas con jardín

MIRADORES

Tienen también los lugares su aire de familia. Siempre que se menciona Santa Luzía, con su rebuscamiento neobizantino, se recuerda al Sacre Coeur, en París, y muy semejantes resultan las explanadas y las escaleras que se extienden ante ellos. Pero qué distinto el panorama. Abajo está Viana do Castelo, blanca y alargada, y luego el estuario del río Lima, con su puente de hierro y su puerto, y al fondo la tierra verde y feraz y a la derecha el Atlántico incansable.

En el puerto, desde lo alto de Santa Luzía, distingo con sorpresa a un viejo amigo. ¿No es esa la esbelta silueta del Creoula? Ciertamente no puede ser otro: es el único lugre de cuatro palos que sigue navegando por el mundo. Y este mirador me recuerda entonces otro: la ermita de la Luz, en Avilés, desde la que se divisa entero el casco urbano y a un lado la ría y al fondo el Cantábrico con su blanco festón de olas. Desde esa altura, unos días antes de embarcarme, vi al Creoula recostado en la dársena de San Agustín; lo vuelvo a ver ahora, inesperadamente, haciendo escala en su ruta hacia Lisboa. Y vuelvo a ser el adolescente que sueña con cumbres y abismos, con nubes de espuma, peligrosos arrecifes, imprevistos pecios, tesoros y tormentas… Y con un naufragio como el que llevó a los protagonistas de La isla de coral a un paradisíaco lugar fuera del mundo: “¡Qué alegre es despertarse con la fresca mañana! ¡Qué hermoso es oír cantar a las aves en las ramas y escuchar el murmullo de un riachuelo o el ruido de las olas al morir en la playa! Cuando me desperté, a la mañana siguiente del día del naufragio, me hallaba en el más delicioso estado y mientras que echado en mi cama de hojas contemplaba el cielo claro que se distinguía entre el ramaje de los cocoteros y observaba las nítidas y blancas nubecillas que pasaban lentamente, mi corazón se henchía más y más de una alegría que jamás he vuelto a sentir de modo semejante”.

Desde este otro mirador, el del monasterio de la Serra do Pilar, no se ve el mar, solo la ciudad, enfrente, y el río entre dos grandes puentes, el Luis I, abajo, y el de Arrábida, al fondo, borrándose entre la niebla. Nunca había subido hasta aquí, aunque estaba harto de contemplar la rara silueta del monasterio coronando Vila Nova de Gaia desde la otra orilla. Esta explanada, con sus inmóviles parejas de enamorados, me recuerda la del monasterio de San Martino, sobre el bullicio de Nápoles y las siluetas de Capri y el Vesubio. Allí, en lo alto, estaba vigilándonos el castillo de Sant’Elmo; aquí, tras de nosotros, están los cañones, no sé si de un cuartel o de un museo. Qué lugar mejor que este para dominar Oporto; me imagino, al futuro duque de Wellington, planificando desde espléndida terraza la mejor manera de liberar la ciudad de los franceses.


CASAS CON JARDÍN

Añado a mi colección, una casa entrevista en Puebla de Sanabria desde los adarves del castillo. Está abandonada, casi en ruinas. En el jardín o huerto trasero, separado de la calle por un algo muro de piedra, crecen tres o cuatro árboles entre los hierbajos y arbustos. Parece que hace siglos que nadie ha entrado allí. ¿Nadie? A la galería de madera, por el hueco de un cristal roto, se asoma un gato. Es blanco, luminoso, lleva un collar al cuello, no es, sin duda alguna, un gato callejero. Me mira largamente, o eso creo yo, y luego desaparece en el interior.

La casa está en venta. En la cercana Posada de las Misas pregunto si saben algo de ella. No, no saben nada. Pero de pronto, uno de los clientes de la cafetería, se ofrece a enseñármela, si me interesa. Conoce a quien guarda la llave. Y yo me entero del precio, astronómico, o eso me parece, y recorro con precaución aquella ruina, salgo al jardín, o lo intento, resulta difícil adentrarse en semejante jungla. Busco al gato blanco que me miraba desde la galería, pero no lo encuentro.
Ignora quien me la enseña que me llevo esta casa conmigo, que la recorreré muchas veces, en sueños y despierto, que volveré a encontrar a ese gato blanco, con una cinta azul al cuello. Una cinta azul como la que recojo del suelo al salir de la casa, digna de ceñir el delicado cuello de una de esas hermosas damas que entretienen su melancolía en los jardines del romancero antiguo.


PLAZAS

¿Por qué suelen defraudarnos tanto las letras de las canciones que más nos gusta escuchar? Sin la música, suelen quedarse en cuatro tópicos, en tres o cuatro trivialidades.
¿Por qué suelen defraudarnos los lugares entrevistos si volvemos a ellos y nos detenemos el tiempo suficiente? Quizá por la misma razón.

Detesto los lugares de veraneo, la pegajosa indolencia playera, casi todo lo que tenga que ver con el folclore, y sin embargo qué grato volver a Viana do Castelo, recorrer la ancha avenida que lleva de la estación al muelle, adentrarse por las frescas callejuelas, sentarse en una de las terrazas de la Praça da República… Escucho el rumor renacentista de la fuente, admiro las raras cariátides del hospital de la Misericordia, los arcos góticos del antiguo ayuntamiento, los operarios que aguardan (indolentemente amontonados en una esquina) a que se reanuden las obras del Museo del Traje, y no sé por qué recuerdo los versos de Camoens que hablan de héroes sufridos y de mares “nunca antes navegados”.
De las letras de las canciones, decía Auden, solo oímos una de cada tres o cuatro palabras. El resto es obra de nuestra imaginación ayudada por la música. De los lugares entrevistos, como esta plaza de Viana do Castelo, lo mejor no son iglesias, caserones y palacios, sino lo que no se ve, la función que siempre está a punto de comenzar.
Si quieres escribir una buena canción, afirmaba Auden, renuncia a la imaginería complicada, a los matices, y recurre a palabras como luna, mar, amor y muerte. Son las más eficaces. Esas son las palabras que murmura incansable el agua de la fuente en esta Praça da República y en esta tarde de julio en la que no pasa nada, salvo el tiempo, pero donde todos los sueños por un momento parecen posibles.

domingo, 22 de febrero de 2009

Para entregar en mano: El avaro

Sábado, 14 de febrero
ESPAÇOS PERDIDOS

Al comienzo del libro Espaços perdidos aparece una foto del Café Arcádia. Es un día de verano. Las mesas de la terraza estrechan aún más la rua Ferreira Borges. A la derecha una mujer aguarda a alguien, pensativa. Detrás de ella, en la ventana hay una silueta que podía ser la mía. Ahí solía sentarme yo, con un libro o un cuaderno en que escribir versos. A veces esperaba a quien no venía, aunque viniera.

¿Fui más feliz entonces que lo soy ahora? No, pero siento que estaba más vivo. Me alojaba en una pensión de estudiantes, allá en lo alto de la rua Anthero de Quental, muy cerca de la Praça da Republica. Entonces estaba más vivo porque no había espacio para el pasado, todo era ensoñado futuro, asombro y maravilla.
Es curioso, pero de aquel gran amor que daba esplendor al mundo se ha borrado el rostro, se ha borrado el nombre –no por completo: todavía a veces me vuelven a la memoria en sueños-, pero quedan todos los lugares en que anduvimos juntos, como un escenario de teatro que aguarda a que comience otra función: el café Arcadia de las tardes y O Mandarim de las noches; el Jardim da Sereia y el Botánico, el Teatro Avenida, aquella buhardilla que nos prestó un amigo a la que, por un escotillón, se colaba la luna para participar en la fiesta…
Han pasado ya casi tantos años como los que yo tenía entonces. Enamorarme sigue siendo una de mis ocupaciones favoritas. Pero ahora sé que todo amor es fantasía. Que amamos siempre a quien no existe, aunque esté a nuestro lado. Que importa poco que los actores vayan cambiando cada cierto tiempo. Lo importante es que la función continúe. Y tampoco viene mal, de vez en cuando, cerrar un tiempo el teatro por descanso de la compañía. Y pasear sin prisa, sentarse a ver pasar la gente, para ver si de pronto nos sorprende entre la multitud el figurante imprescindible para que la función pueda continuar.
A las historias de amor, les conviene un poquito de desesperación, lo imprescindible para que la tragicomedia no se convierta en una farsa previsible, para que a las sonrisas no se les añada algún bostezo.
Solo existen de verdad los lugares en los que he sido feliz e infeliz, en los que he estado enamorado. Y Coimbra ocupa el primer lugar. De pronto, después de tanto tiempo, siento un irresistible impulso de volver a ella. ¿A qué? A nada. A emborracharme de melancolía.

Domingo, 15 de febrero
EL GRITO

Hojeo Contra el arte y otras imposturas, de Chantal Maillard: “El grito fue, durante más de dos años, sin interrupción, la única respuesta al dolor que fui capaz de dar. Y no lo digo con vergüenza, pues más tarde había de comprender que el grito había sido la expresión de mi propia rebeldía y que esa rebeldía era mi fuerza, la única que me quedaba, la que no había sido anulada por los fármacos; esa fuerza era mi voluntad de vivir. Yo me estaba defendiendo con el grito. La rebeldía contra el sinsentido de aquel dolor era el único sentido que le quedaba a mi existencia maltrecha. Es duro, para quien entiende que su conciencia es lo único que tiene para seguir siendo humano, verse obligado a renunciar a ella parcial o totalmente cuando el dolor se vuelve insoportable, pues perder la conciencia, para mí, equivale a consentir a la desaparición, y esto es lo que yo hacía cada vez que pedía a gritos una dosis de opiáceo”.
Protegido por el arte y otras imposturas, vivo en mi pequeño paraíso, me protege una coloreada burbuja. Mis desdichas son todas melodiosas, todavía no sé hasta dónde puede ser sádica la realidad. Cierro el libro, no quiero escuchar su grito.

Lunes, 16 de febrero
DE UN CAFÉ A OTRO

El primer café del día lo he tomado en el Novelty, bajo los soportales de una dorada Plaza Mayor; el último, bajo las nervaduras góticas del Santa Cruz, cuando ya el bullicio del centro de la ciudad ha casi desaparecido por completo.

Cuántas sombras queridas en ambos lugares, cuántas interminables tertulias leídas o vividas. De camino entre una y otra ciudad universitaria, me detengo en Guarda, junto a la nevada sierra de la Estrella. Miguel de Unamuno, hace cien años pasó un día, “todo un mortal día, en esta Guarda fría, ventosa, húmeda, fea, denegrida y fuerte, que vigila España”. Yo paso menos tiempo. Solo el suficiente para darle una vuelta a la catedral, perderme en alguna callejuela, escuchar los gritos de los niños que se desparraman desde un colegio con una gran escalinata –detrás está la catedral, a un lado el cementerio–y ponen un poco de alegría en el ambiente.
Coimbra me recibe como si acabara de dejarla, con hermosa luz de atardecida, con su bullicio amigo. Estoy seguro de que alguien me espera todavía y, apenas dejado el equipaje en la habitación, recorro con prisa todos los lugares amados. Hay, sí, muchos espacios perdidos, pero son más los que continúan intactos. En pocos lugares se siente con tanta intensidad la sensación del tiempo detenido.

Martes, 17 de febrero
PRAIA DA CLARIDADE

Inmensa playa sin nadie la de Figueira da Foz. Acá y allá una pasarela de madera permite acercarse al mar sin pisar la arena. Tiene uno la impresión de caminar por el desierto, en busca de algún oasis. Pero no hay oasis mejor que este lugar sereno, con el sol manso por toda compañía. Detrás se alzan los edificios pretenciosos, de cristal reluciente, que ocultan la veraniega villa decimonónica. Recuerdo Señales de fuego, la novela de Jorge de Sena ambientada en los tiempos de la guerra civil, que aquí da comienzo. Y apenas recuerdo aquel fin de semana de 1980. Volvía en un lento tren a Coimbra, después de haber nadado y tomado el sol, cuando de pronto el tren se detuvo más de la cuenta en no sé qué apeadero. Me asomé, como otros viajeros impacientes, a la ventanilla, a ver qué pasaba… Y no pasaba nada y pasó todo, como en los versos de Manuel Machado: “Unos ojos negros vi / desde entonces en el mundo / todo es negro para mí”.
Pero en la Praia da Claridade, en Figueira da Foz, esta mañana de verano extraviada en medio del invierno, no hay lugar para la nostalgia. Cierro los ojos, el mar me lame los pies, el sol es un buen amigo y el tiempo se tiende a mi lado sin otra cosa que hacer que ver pasar el tiempo.

Miércoles, 18 de febrero
JARDINES

De este viaje a Coimbra, traigo otro jardín que añadir a mi colección. Paseé, como siempre, por el dieciochesco botánico. Se me había anticipado la primavera: ya habían florecido los camelios, los ciruelos, raras flores orientales cuyo nombre ignoro. Pero el silencio de siempre esta vez estaba roto por un grupo de estudiantes con sus capas negras que celebraban no sé qué medieval rito de paso. Del jardín botánico, lo que yo prefiero son las partes inaccesibles, la arboleda silvestre que llega hasta el ontego. Algún día me gustaría perderme en ella.

No es este jardín el que añado a mi colección –hace tiempo que forma parte de ella—, sino otro más diminuto, un jardín murado escondido en lo alto de la ciudad.
Atravieso el Arco de Almedina, asciendo por las calles en cuesta. Antes de llegar a la Torre do Anto para rendir homenaje a António Nobre (a quien Pessoa definió maliciosamente como “la más grande poetisa de Portugal), paso por delante de la Casa de Sub-Ripas, con su portal manuelino. A la derecha, frente al portal, el muro de un jardín, al que se asoma un verdor secreto. Siempre he querido conocer ese jardín. Y esta vez, por milagro, su puerta estaba abierta. Subo una estrecha escalera y me encuentro con un diminuto rectángulo en el que apenas caben más que cuatro árboles, unos arriates sin flores, un poco de misterio. ¿Nada más? Yo no necesito más. La ciudad apiñada en torno y este rincón de verdor y silencio desde el que, las noches de verano, contemplar las estrellas.

Jueves, 19 de febrero
CIUDAD AMURALLADA

Me gustan los jardines cercados, invisibles tras sus muros, me gustan las ciudades amuralladas. Entro en Ciudad Rodrigo por la Puerta del Sol. Nunca había estado aquí, no sé lo que voy a encontrarme. En la Plaza Mayor están construyendo un inmenso tinglado de madera, martillean con paciencia medieval. ¿Va a celebrarse un auto de fe? ¿Van a quemar algunos herejes? Sobre la madera pintada de rojo leo: “Alguacilillos”, “Heridos”. Los españoles ya no quemamos herejes, pero el maltrato de animales y la crueldad siguen formando parte de nuestra más venerable tradición. Con razón Guarda, al otro lado de la frontera, está siempre alerta.
Con sus estrechas calles llenas de coches y bullanga, no me muestra Ciudad Rodrigo su mejor rostro. Ganas me dan de seguir la marcha. Pero pronto, caminando sobre la muralla --una ancha senda en que crece la hierba-- llegamos a lugares más apacibles. Me sorprenden las cigüeñas posadas en todas partes, en la cima de los cipreses, en los tejados desvencijados, en el frontal de un geométrico edificio muy años treinta…
Me gustan las ciudades amuralladas, cruzar puertas, cruzar puentes, tener la sensación de que entro en otro mundo donde todo es posible. Y luego, antes de que la curiosidad esté satisfecha, antes de desvelar ningún enigma, seguir la marcha hacia ningún lugar.


Viernes, 20 de febrero
MIENTRAS TANTO

Como un avaro, miro y remiro las últimas monedas antes de guardarlas en el arca de la memoria: el caserío de Coimbra asomándose a las ventanas del hotel Astoria; la Praça da República, tendida al sol, sin nadie, pero llena de fantasmas; la playa de Figueira, su dorada claridad; el remozado laberinto de Aveiro, que recorrí una y otra vez en busca del que fui y no fui capaz de encontrar.
Con las manos llenas de áureas monedas, me tapo los oídos. No quiero escuchar ningún grito. Bien sé que pronto o tarde llegará mi hora. Mientras tanto, saboreo cada instante.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Colección particular: De calles y claustros

CLAUSTROS

La catedral de Tuy es del siglo XII, el mismo de la independencia de Portugal, de ahí que tenga tanto de castillo, de ceñuda y altiva fortaleza que vigila las líneas enemigas. Entro por primera vez en su oscuro frescor una sofocante tarde de verano. La música que suena, música de danza más que de plegaria, es renacentista y lo llena todo de alacridad y gracia.


No me dejo tentar por el rebuscamiento dorado de las tallas y los retablos, en seguida salgo al claustro, con su negro ciprés monacal y sus profanos macizos de flores. Qué bien se está en este escondido jardín de convento o palacio. Me gusta soñar con otras vidas: pasarme las horas muertas copiando a Virgilio o poniendo doctas glosas a una epístola de San Pablo y luego pasear por este locus amoenus, miniatura del paraíso. Pero sé que me cansaría pronto, que el más hermoso claustro se convierte en patio de cárcel para los que han de reducir su mundo a él. Subo, por estrechas, empinadas escaleras, hasta la torre de Sotomayor, torre de fortaleza, avanzadilla sobre el enemigo. Y abajo admiro la caligrafía indolente del río, que parece sestear entre huertas y jardines, y al fondo, sobre una colina, la doble fortificación de Valença do Minho. Qué poco amenazadora parece vista desde aquí. Es como una decoración de teatro, pronto sonarán tambores y timbales y comenzará el espectáculo de torneos y batallas. Disuenan los geométricos trazos en tinta china, y con escuadra y cartabón, del puente. Parece que, si no nos gusta donde lo han puesto, podemos alargar la mano y cambiarlo de lugar.
Paseo en torno a las almenas; abajo está el rectángulo del claustro, habitado solo por el olor de las flores y la música. Sí, aquí podría ser feliz.
Podría ser feliz, como soy feliz ahora, pero a condición de marcharme pronto, de no dejarle tiempo a la reiteración y el hastío. La felicidad no gusta del matrimonio, es alérgica al “para toda la vida”; lo más que se permite concedernos es una fugaz aventura. A mí no me parece poco.



CALLES


A menudo recuerdo la clasificación de calles que hacía Julio Camba en Aventuras de una peseta: “En Londres, la calle es algo así como una vía ferroviaria por donde las gentes se trasladan de un sitio a otro. En París, con sus anchas aceras y sus vistosos escaparates, constituye más bien un paseo. En Nápoles es una prolongación de la casa. La calle inglesa es para andar; la francesa, para pasear; la napolitana, para estar”.


Para estar, la calle de Oporto que yo prefiero es la Rua de Santa Catarina. Suelo alojarme en el Grande Hotel do Porto, que es, a pesar de su nombre, un hotel de bolsillo que conserva la discreta elegancia de los años veinte. A un lado, en otro hermoso edificio con atlantes desnudos que toman el sol en la cornisa, tengo la FNAC, uno de esos lugares donde sabemos que siempre nos vamos a encontrar a gusto. Enfrente, el Majestic, un café tan británico que solo puede ser portugués. Dentro, rodeado de cornucopias y espejos, o en la terraza (hay también, detrás, un recoleto jardín de invierno) me gusta hojear los libros que acabo de comprar o entretenerme con la gente que pasa. Hoy traigo conmigo la nueva edición de las Canciones de António Botto, al cuidado de Eduardo Pitta, a quien conocí en los raros días de la abadía francesa de Royamount. El prólogo defrauda algo. Fue su explicita provocación erótica, nos dice Pitta, lo que motivó el rechazo, la marginación del poeta (aunque contó con importantes valedores, de Pessoa a Jorge de Sena), pero ahora, vueltas las cosas del revés, ese parece el principal mérito que le encuentra el prologuista (quien no deja de mostrar su desagrado por Eugénio de Andrade, que a su entender jugó demasiado a la ambigüedad). Yo releo, en el bullicio calmo de Santa Catarina, las “Pequeñas canciones de cabaret” y escucho su música algo canalla y una voz delicada y ronca: “O sofrimento passa, meu amor; / mas a lembrança de ter sofrido / quem é que a pode arrancar?”.
También pasa la felicidad, pienso yo, ¿pero quién nos puede arrancar el recuerdo de que hemos sido felices? Yo vuelvo a serlo siempre que vuelvo a esta calle, que se vacía muy pronto, antes de que anochezca, y se llena de melancolía, como todas las calles portuguesas. A mí me gusta acercarme entonces al centro comercial Vía Catarina y cenar algo allí. A veces solo, a veces con algún amigo que acepta mi escaso refinamiento gastronómico.


En la Rua de Santa Catarina siente uno que tiene la ciudad en la palma de la mano. Comienza en la Praça da Batalha, plaza de cines y teatros. Ahí resiste todavía la fachada modernista de A Águia, donde Mécia de Sena –me lo contó en Santa Bárbara— vio su primera película hablada, y ahí está el teatro de San Joao, del que ahora se cumplen cien años de su restauración. Plaza presidida por la iglesia de San Ildefonso, tan portuguesamente azulejada, y muy cerca la muralla fernandina y las calles que llevan a la catedral y a la parte alta o la parte baja del puente. Claro que también podemos, antes de alcanzar la plaza, descender por la Rua 31 de Janeiro y llegar hasta el Largo de Almeida Garret y la estación de San Bento. Y luego acariciar otra de las piezas más queridas de mi colección, la Rua das Flores, esa calle en la que “casi no hay edificio sin su tienda: de redes, de porcelana, de vinos, de herrumbres, de tabacos, de juguetes, de coronas fúnebres, de sombreros, de botones, de joyas”, según recordaba Eugénio de Andrade. Pero muchas de esas tiendas ya han desaparecido, comenzando por las joyerías. Las casas, sin embargo, siguen siendo hermosas, “y cuanto más hermosas, más arruinadas”. Y allí continúa la inevitable iglesia barroca, con su aparatosa fachada que no puede verse entera desde ninguna parte. También la papelería Heróica (“Tipografía-gravador, grande variedade em papeis”), donde mi amigo Martín López-Vega, siempre libre para partir, suele comprar los cuadernos negros en que anota sus impresiones de viaje.

domingo, 15 de febrero de 2009

Para entregar en mano: La tentación del silencio

Sábado, 7 de enero
PARÉNTESIS

El viaje dura apenas media hora. No suele haber muchos más viajeros en el vagón. Yo miro por la ventanilla un paisaje que me sé de memoria, que puedo describir con los ojos cerrados. Me gusta esta soledad, este no pensar en nada.
Cuando subo al tren, dejo fuera cualquier preocupación, incluso ese miedo a la enfermedad y a la muerte que no me deja nunca. Sé que me están esperando en la estación de Oviedo, que me tomarán del brazo en cuanto ponga el pie en el andén. Lo sé, pero no pienso en ello.
“Es difícil envejecer sin un poco de gloria o un poco de amor”, escribió Gil-Albert y a mí me gusta repetir. Yo me conformaría con conservar siempre esta capacidad de desentenderme de todo, de estar sin nada y no echar en falta nada. Como cuando subo al tren cada tarde del sábado en la estación de Avilés y abro un paréntesis de eternidad.


Domingo, 8 de enero
JUNTO AL POZO

“¿No me recuerdas?” No, no la recordaba. Debía tener mi edad, aunque vista de lejos o distraídamente, aparentaba bastante menos. Se había acercado a saludarme a mi mesa del Caffé di Roma donde yo leía, releía más bien, a Vauvenargues: “La esperanza es el más útil o el más pernicioso de los bienes”.

“Yo te recuerdo demasiado bien”, añadió. Y luego, sin despedirse siquiera, se alejó entre las mesas. La recordé de pronto, en medio de la noche, al despertarme bruscamente de una pesadilla. Fue hace no sé cuántos años, quizá en otra vida. Un amigo de Coimbra me invitó a pasar unos días en su casa. Era en una aldea del norte, rodeada de bosques, bastante salvaje. Cerca estaba el pueblo de Miguel Torga y una tarde nos acercamos a conocer su casa natal y el negrillo del que habla en uno de los poemas. La casa de mi amigo era grande, un caserón sobre un cerro que parecía guardar el disperso rebaño de las otras casuchas. Allí vivía su madre acompañada de abundante servidumbre, todas mujeres de edad, todas vestidas de negro. La casa, destartalada y oscura, recargada de muebles y retratos de difuntos, me pareció que tenía algo de herético convento. Por la tarde aquellas mujeres rezaban todas el rosario y pedían la conversión de Portugal. Acaba de ocurrir la Revolución de los Claveles. Fueron pocos días los que pasé allí, pero se me hicieron eternos. Me gustaba el huerto, tras de la casona, con su palmera, su rosaleda y su pozo. Una mañana en que había madrugado un poco –dormía bastante mal en aquella casa—, recién amanecido, una joven apareció cerca del pozo, como si hubiera surgido de él. Sonreía. Yo no la había visto nunca. Ella, como si nos conociéramos de toda la vida, se acercó a mí y me preguntó qué tal lo estaba pasando. Intercambiamos algunas banales palabras de cortesía y luego, sin dejar de sonreír, me llevó de la mano hasta una de las habitaciones de la casa. Allí, en la penumbra, al irse desnudando, se iba echando años encima, o eso me pareció a mí. Escapé aterrado. No le conté nada a mi amigo. No le conté nada a nadie. No volví a ver a aquella mujer.
Es curioso, tantas veces como he hablado de Coimbra, que nunca me refiriera a aquel fin de semana en Tras-os-Montes, ni a aquel encuentro. Esta noche soñé que en la cafetería de los Prados, muy cerca de la mesa donde yo acostumbro a sentarme, había una palmera y una rosaleda y un pozo. Y que de detrás, o de dentro del pozo surgía una mujer que me preguntaba: “¿No me recuerdas?”
Y no, no la recordaba porque no había nada que recordar.


Lunes, 9 de enero
UNA ALDEA EN ESCOCIA

Reconstruir una casa, lejos de todo, aislada en lo alto, con vistas sobre un inmenso valle. Una casa que ha estado vacía durante muchos años, con tres palmos de estiércol por el suelo, con un granero sin techo pero con las paredes de piedras todavía intactas. Tirar tabiques, hacer una gran habitación que es cocina y estudio y comedor y sala de estar. Luego solo queda sitio para un dormitorio con ventanas que se abren sobre el jardín y un baño. También hay un desván en el que puede dormir un invitado ocasional. El granero se convierte en un jardín cerrado, conventual.
Una casa lejos de todo para escribir, para sentarse al sol en el porche y escuchar el silencio. Para contemplar las ovejas que andan en orden por el sendero o se mueven en pequeñas, juguetonas pandillas. Para subir a la alta colina que hay detrás y ver el mar cuando el tiempo es claro. Para conocer las idas y venidas del búho que se escucha por las noches y que algunas veces aparece posado sobre un muro con su cara en forma de corazón y sus anchos ojos negros. Para estar atento a los jóvenes zorros, al ciervo ocasional, a la primera golondrina, al momento en que la hierba pasa de verde a dorada. Para abrir la ventana en las noches de verano y contar una a una las casi cinco mil estrellas que se ven desde el hemisferio norte. Para acariciar un silencio que no sea vacío, sino plenitud, un silencio donde quepa toda la belleza del mundo.
Leo a Sara Maitland. En la isla escocesa de Skye vivió primero cuarenta días de absoluta soledad, luego estuvo una semana en el desierto, otra en los Alpes; finalmente se fue a vivir a Galloway, en Escocia. Cuenta su experiencia en A Book of Silence. Sueño con esa vida de retiro y silencio antes de dormirme.
Sé que es un sueño imposible. ¿De qué me serviría aislarme si llevo conmigo todo el ruido del mundo? Para escuchar el silencio, el único silencio que de verdad importa, lo único que necesito es aprender a hacer callar mis pensamientos.


Martes, 10 de enero
EL MILAGRO

En cualquier lugar puede suceder el milagro. Por ejemplo, en un prosaico salón de actos del Milán. Se alza el telón en el Liceo y comienza la razonada magia de Monteverdi. Recuerdo lo que me dijo José Luis Prado cuando este domingo compré el periódico: “No dejes de leer la entrevista con Gérard Mortier. Se mete mucho con los que van a ver la ópera al cine”. Sentado en una butaca del Liceo, ciertamente, oiría mejor L’incoronazione di Poppea, pero no la vería mejor. “Necesitas la emoción en directo”, afirma Mortier. Y añade otras tonterías: “Son profetas falsos los que dicen que se debe acercar la ópera a nuevos públicos yendo al cine a ver una Madame Butterfly del Metropolitan. Primero, es muy peligroso porque se promocionan cosas anticuadas. Lo que hace el Metropolitan ojalá desaparezca. Para que la ópera triunfe en el cine necesitas también éxitos de taquilla y todo queda en moda, imagen. No hay sentimiento, alma, nada auténtico”.
Bonita manera de razonar, le diría yo a mi amigo José Luis. Ni Javier Marías –maestro del pensamiento algodonoso—la superaría. Sospecho que Gérard Mortier nunca ha visto una ópera en directo en un buen cine. Me gustaría que, antes de hablar, viniera un día conmigo a Los Prados. Claro que sería mejor estar en el Liceo o en el San Carlo o en la Scala (no en el Metropolitan que, según él, solo promociona cosas anticuadas: el Metropolitan, que tuvo el buen gusto de no contratarle, mejor que desaparezca), pero la emoción del directo se mantiene intacta, lo único que se pierde es el acontecimiento social.
En La coronación de Popea hay música y algo más. No sobra ni una palabra. Qué fascinante debate entre la fuerza de la razón y la razón de la fuerza cuando dialogan Nerón y Séneca. “Es como escuchar a Obama y a Gustavo Bueno”, dice Almuzara. Y luego añade: “Siempre que Obama sea Séneca y Gustavo Bueno Nerón, por supuesto”.


Miércoles, 11 de enero
UN PASEO

Me gusta dar un paseo antes de dormirme. El de esta noche, comienza en el campo de Santi Giovanni e Paolo. Por aquí cerca estaba el teatro donde se estrenó L’incoronazione di Poppea, una de las primeras óperas representadas fuera del salón de un palacio. Los espectadores no eran corteses invitados, sino gente que había pagado su entrada. De ahí que debiera hacer reír y emocionar. Paseo por la plaza, admiro la estatua del condotiero, el brocal renacentista del pozo y luego cruzo el Rio dei Mendicante (al fondo, sobre la laguna San Michele, la isla de los muertos). Camino hasta llegar al pequeño campo de Santa María Nova, con la prodigiosa iglesia de ágatas y mármol. Muy cerca está el teatro Malibrán, un poco más allá Correos, con la metafísica arquería de su patio. Sigo mi camino por los alrededores del puente de Rialto, siempre bulliciosos. Saludo a Goldini, que preside el campo de San Bartolomeo. Camino en busca de Santa Maria Gloriosa dei Frari, donde está enterrado Monteverdi en una capilla a la izquierda del altar mayor. Nada más entrar en el inmento templo te saluda la virgen del Tiziano alzando los brazos al cielo…

Con los ojos cerrados avanzo por las callejuelas de Venecia, cruzo puentes, camino junto a los canales. A veces llego a un callejón sin salida y he de volver atrás. No importa. Ahora cruzo el campo de San Polo. Este es el barrio del comisario Brunetti. Por aquí tiene su apartamento, que no se ve desde la calle; elevado sobre un viejo edificio, domina toda la ciudad. El Traghetto della Madonetta, a la izquierda, lleva hasta el Gran Canal. Yo sigo de frente, me asomo un momento al patio de la casa de Goldoni, y no tardo en encontrarme frente a la inmensa fábrica gótica dei Frari. Antes de dormirme, escucho, junto a la verja de la capilla, con flores frescas siempre sobre la tumba, el sensual y apócrifo “Pur ti miro, pur ti godo”.
Traigo conmigo todo los lugares que amo. Me basta cerrar los ojos para ponerme a pasear por ellos. La realidad no me interesa si no es como materia de mis sueños.


Jueves, 12 de enero
AMAR

Amar es jugar a la gallina ciega, dijo no sé quién. Quien nos ama siempre ama a otro, al que se imagina que somos. Hace mucho tiempo que yo no sé enamorarme si no es de mentira. He aprendido a decir tan bien las cosas que no siento que acabo sintiéndolas de veras. Miento mucho, pero no engaño nunca.


Viernes, 13 de enero
SOÑÉ

Soñé que llegaba un día en que era incapaz se soñar porque todos mis sueños se habían vuelto realidad, y esa fue mi peor pesadilla.

jueves, 12 de febrero de 2009

Colección particular: De puentes y bibliotecas

“Es tan grande mi reino / que las aves de paso / dejan en él de serlo”, escribió Aquilino Duque. También mi reino es grande: abarca el universo entero. Demasiado grande: ni en varias vidas podría explorarlo por completo. A menudo me conformo con soñarlo, el dedo sobre el Atlas, como en el poema de García Baena, pero de vez en cuando me gusta dar una vuelta por mis dominios.
No necesito ir muy lejos para volver con los brazos cargados de grandes o pequeñas maravillas. Luego, en casa, voy dejando constancia de todas ellas en un catálogo general cada día más voluminoso, y no sé si infinito, pero sí interminable.
Soy un coleccionista omnívoro. Hago colección de las cosas más diversas: puentes, bibliotecas, atardeceres, cafés, ríos, claustros, calles, mares, sonrisas, islas… ¿Qué museo podría contener mi colección?
No me gusta arrancar a los objetos de su medio natural. No desmonto, piedra a piedra, como los millonarios americanos, un templo románico para volver a levantarlo en una esquina del jardín; yo dejo al río en su cauce y al café en su rincón de París o Praga.
Aunque soy un coleccionista parsimonioso, mi museo es cada vez más grande, más inabarcable para un hombre solo, y por eso hay salas que no recuerdo bien, que solo recorro muy de tarde en tarde, o en las que nunca he entrado. El lunes, 21 de julio del 2008, y el martes 22, contraviniendo mis hábitos sedentarios (detesto la obligada migración veraniega) los dediqué a hacer trabajo de campo. Fue un paseo breve, mil doscientos quilómetros por los alrededores de casa, pero traje un buen botín: añadí piezas nuevas a mi colección, admiré de nuevo algunas de mis piezas favoritas. Publico a continuación las notas que fui tomando durante el viaje.

BIBLIOTECAS

Durante mucho tiempo, las bibliotecas constituyeron para mí el mejor refugio contra las inclemencias del tiempo. Fuera de ellas, siempre estaba en campo enemigo; en ellas nada malo podía ocurrirme. A poco que rebuscara, cada estante me ofrecía un asombro inédito. Recuerdo algunos descubrimientos: la primera edición del Cántico de Guillén, todo Galdós ocupando casi una pared entera, la colección completa de la Revista de Occidente y, en uno de los primeros números, unas páginas de Baroja que hablaban de la feria de Marsella… Mis primeras bibliotecas: la de Avilés, en la calle Jovellanos, la de Oviedo, en el palacio de Toreno, la de la Universidad de Coimbra, con su bajorrelieve de azulejos, la de Perugia, en los salones de un palacio dieciochesco.
Las bibliotecas eran entonces lugares de refugio y aprovisionamiento. Ahora ya el mundo entero es una biblioteca, la más hermosa e inagotable del mundo, y no es necesario acaparar: las fuentes de abastecimiento están por todas partes. Cuando viajo, o simplemente cuando salgo de casa a dar una vuelta, casi nunca llevo lectura conmigo: me alimento de lo que ofrecen las librerías por las que paso.
Esta mañana, después de tomarme un café en la Posada de las Misas, he vuelto a encontrar la biblioteca de mi infancia, el símbolo mejor de lo que buscaba entonces. Está en un castillo. Para llegar a ella hay que atravesar la Casa del Gobernador, cruzar el patio de armas, ascender escaleras empinadas… Desde las ventanas, estrechas como saeteras, excavadas en los anchos muros, se divisan el río y el puente, las casas de la parte baja de la villa, con sus tejados de pizarra, la llanura arbolada, los montes lejanos. ¡Qué seguro me sentiría yo aquí, en este recóndito rincón del laberinto, protegido para siempre de todo y de todos!
Alargo la mano y hojeo el primer libro que la casualidad me ofrece: un fatigado volumen de la colección Austral. ¡Cuánto no habré soñado yo, a mis catorce o quince años, con La isla de coral, de Robert M. Ballantyne! Casi podría recitar de memoria, todavía ahora, las líneas iniciales: “Correr el mundo has sido y sigue siendo mi pasión dominante, la alegría de mi corazón, la luz misma de mi existencia. Igual en la niñez que en la adolescencia y en la edad viril, he sido siempre un trotamundos, pero mis correrías no se han limitado a los arbolados valles y a las cumbres de lo montes de mi tierra, porque mis entusiastas ambiciones han abarcado siempre el mundo entero”.

Casi medio siglo después de leer por primera vez esas palabras, aún me llenan de emoción. Pero no puedo aplicármelas: yo soy de los que piensan que para ir lejos no hace falta ir muy lejos y que el quizá el viaje, el verdadero viaje, termina cuando deja de soñarse y comienza a hacerse realidad.
En el Castillo de Benavente, en Puebla de Sanabria, haciendo un breve alto camino de Portugal, me he vuelto a encontrar con el adolescente que fui, con el desvalido soñador que se refugiaba en una biblioteca. Ahora sé que allí velaba armas, aprendía a valerse contra los dragones que acechaban fuera… Ahora sé que el mundo entero es una biblioteca y que los dragones estaban fuera y dentro, y que lo importante no era derrotarlos sino aprender a convivir con ellos.

PUENTES

Crucé por primera vez este puente romano, con sus claras inscripciones latinas, un día de niebla de hace treinta años. Hoy luce el sol. No hay lugar para los fantasmas de entonces, aunque los sienta agazapados en un sombrío rincón de la memoria.

A Chaves solía venir a tomar las aguas Miguel Torga. Un día de septiembre de 1971 escribió en su diario: “Me gustan estas ciudades pequeñas, frutos urbanos en que la pulpa deja ver aún el hueso alrededor del cual se desenvolvió: la plaza del municipio, encuadrada por el castillo, la Iglesia Matriz, el Ayuntamiento y la iglesia de la Misericordia, con la picota en medio para garantizar la justicia. Superan gregariamente –en su disciplina alineada y limpia-- la anarquía y la promiscuidad de la aglomeración aldeana, confieren dignidad y libertad al habitante que, además de eso, puede continuar en ellas respirando el oxígeno puro del campo, viendo el paisaje y saludando en alba con un silbido de salutación como el que me despierta a mí todas las mañanas desde que vengo por aquí”.

Lleno de fantasmas ajenos estas calles estrechas, estas plazas de otro tiempo con sus doradas iglesias barrocas, sus minuciosas ferreterías y sus frescas y olorosas tiendas de ultramarinos. En el jardín del castillo, la negra torre del homenaje, único superviviente, pastorea los restos arqueológicos esparcidos entre la verde hierba mientras los herrumbrosos cañones parecen temer todavía la amenaza española.
Juego a evocar fantasmas ajenos para ahuyentar los propios. Hace treinta años yo tenía poco más de veinte años. Entré en este puente sobre el Támega acompañado, o eso creía, y salí solo, abandonado incluso de mí mismo… Fue mejor así, ahora lo sé pero entonces era muy joven e ignoraba demasiadas cosas, y esta ciudad del norte, esta ciudad de aguas salutíferas que ya amaban los romanos, se convirtió para mí en símbolo de la desolación, de la frontera entre dicha y desdicha… Cruzar un puente. Este fue el primer puente que me cambió la vida, símbolo de todos los que vendrían después.
Comemos cerca del agua, en la terraza del Lirio Verde. Fuera hace calor, deslumbra el radiante mediodía de julio, pero se está bien aquí, acariciado por la brisa de arcaicos ventiladores.
Tenía arrumbado en el más remoto rincón del desván a este puente romano de doce arcos, frontera un día entre un falso paraíso y un infierno verdadero. Lo rescato ahora, juego con él, le quito el polvo, lo dejo al sol sobre aguas verdosas y centelleantes… Lo que ocurrió entonces ya no me ocurrió a mí. Fue solo una historia trivial, que tantos otros habrán también vivido, y que ni merece la pena de ser contada. Esta ponte romana que ha visto discurrir los siglos bajo sus doce arcos sí que merece la pena.

Al gigantesco mecano del puente de Luis I, en Oporto, se puede llegar de muchas maneras, pero yo siempre llego de la misma: tras callejear por las estrechas llenas de húmedos recovecos, interminables escalones y continuas sorpresas que desde la catedral descienden hasta el río.
De pronto aparece la Praça da Ribeira, el bullicio del mercado (si es día de mercado) o el calmo discurrir de los turistas, Vila Nova de Gaia enfrente y, a la izquierda, el ciclópeo arco del puente que une las dos escarpadas orillas por abajo y por lo más alto.
Al andamiaje de hierro, a esa especie de torre Eiffel que hace la siesta, se encaraman inquietos chiquillos para arrojarse luego al río. Yo contemplo, conteniendo el aliento, como en un improvisado espectáculo circense, los grandes saltos hasta el agua oscura. De vez en cuando asoma el lento morro de un barco bajo el puente y el riesgo se acentúa.
La caprichosa memoria me vuelve medio siglo atrás cuando los niños de Aldeanueva nos íbamos a bañar al charco del puente, en el río Ambroz. Era un puente romano de un solo ojo e inmensa altura, o eso me parecía a mí (cuando he vuelto tiempo después, he podido comprobar que sigue siendo considerable). Siempre había apuestas sobre quién se atrevía a tirarse desde allí. Yo nunca lo hice y eso no contribuyó precisamente a mi prestigio entre los demás niños.
Ahora sobre la postal fascinante de este otro puente, cruzado por coches y peatones a tan distinta altura, veo la guirnalda feliz de los adolescentes sin miedo y siento el terror antiguo de que me obliguen a emular la hazaña. Cruzo luego el puente, por abajo y por lo más alto, y veo ponerse el sol más allá de otro puente, el de Arrábida, sobre el mar invisible.
Qué pequeño, casi de juguete, parece comparado con el atlante de Oporto el puente sobre el Miño, entre Valença y Tuy. Los coches discurren encajonados entre los hierros que se entrecruzan y el tren feliz (me imagino una jadeante locomotora echando humo) lo atraviesa por la coronilla. Fue mi primera frontera, y recuerdo la emoción, los trámites interminables, el tráfico que se interrumpía cada poco para que los vehículos pasaran primero en una dirección y luego en otra. Era todavía el Portugal de Salazar, era todavía la España de Franco. La negrura política resultaba igual a una y otra parte (pronto estallaría la Revolución de los Claveles), pero el aire olía distinto. Al otro lado, a Ultramar, a aventuras coloniales, a café, canela y clavo; a pobreza y a heroísmo antiguo. Ahora el puente sigue en el mismo sitio, pero ya es solo un juguete. Inservibles los edificios de la aduana a un lado y a otro, sin la sensación de temor que siempre se siente en una frontera (¿me dejarán pasar? ¿me faltará algún papel?), cruzo entre Portugal y España una y otra vez, admirando el calmo río, la mole poderosa de Tuy. Y la magia, la emoción, no desaparecen del todo. El dedo tembloroso del niño iba señalando, en el mapa colgado sobre el encerado del aula aterida, los ríos de España, y el primero de todos era el Miño, que desemboca en La Guardia y hace frontera entre España y Portugal y yo me imaginaba a los países, como en el mapa, pintados cada uno de un color distinto.

domingo, 8 de febrero de 2009

Para entregar en mano: La realidad y otras fantasías

Sábado, 31 de enero
DESDE LA VENTANA

Hay lugares con aura, sitios en los que es más fácil ser feliz, en los que basta estar para estar en el centro del mundo, sentirse uno con el universo. O eso nos parece cuando todo se aleja y nos quedamos solos frente al ladrón del tiempo. En esta tarde oscura pienso en un portal de Roma; en el Café Arcádia y en otros “espaços perdidos” de Coimbra; en la cafetería de Barnes & Noble con grandes ventanales a la Tercera Avenida; en la iglesia redonda de Sant’Angelo, en Perugia, al final de Via Garibaldi… O en la calle Jovellanos, de Avilés, vista desde una de las ventanas góticas del palacio de Valdecarzana. Fue el pasado jueves cuando por primera vez contemplé esa calle desde detrás de una fachada que había admirado incontables veces. Me invitaron a hablar de Palacio Valdés, un escritor que es grande o pequeño según lo sean quienes se ocupan de él. De pronto, al mirar por la ventana antes de comenzar la charla, me vi a mí mismo, hace treinta años, camino de la biblioteca. He entrado antes en Correos, ahí a la derecha, en la calle de la Ferrería, para enviar unos cuantos ejemplares del último número de Jugar con fuego, la revista que yo entonces dirigía, con la que comencé a inventarme. Cuando estoy absorto con un libro, aparece Víctor Botas, que ha llegado de Oviedo a enseñarme sus más recientes poemas. Vamos hasta el Serrana.
Hablo con pasión impertinente de Palacio Valdés, a dos pasos de donde escuché mis primeras conferencias, y no siento nostalgia, sino una sensación de tiempo detenido. Ahí está Juan Manuel Pendás en una de las primeras filas, dispuesto a iniciar el coloquio con la más sorprendente pregunta; más allá, José Manuel Feito, siempre enredado en raras erudiciones… Por un momento pienso que, al fondo, se aburre Botas, que dirá pestes del acto (“Pero ¿a quién se le ocurre leer la lista entera de los miembros de esa asociación? Es como leer la guía telefónica”), y luego me acompañará hasta el Serrana a tomar un café y despotricar del último libro de algún colega.
Hay lugares con aura y yo, afortunadamente, no necesito ir muy lejos para encontrarlos.


Domingo, 1 de febrero
CUANDO ESTOY SOLO

Cuando estoy solo es cuando menos solo estoy.

Casi todo lo que sabemos de la persona que mejor conocemos son suposiciones nuestras.

Enamorarse es abrir una puerta que da a un jardín y a un precipicio.

Cómo me gustaría llegar a ser mi mejor amigo.

Nos defrauda quien se resiste a interpretar el personaje que le hemos adjudicado en el teatro de nuestra imaginación.


Lunes, 2 de febrero
LA SIRENA DEL MUSEL

Hay cosas que uno no puede contar porque parecen inventadas, comienza a contarme Xuan. Luego los críticos me reprochan que copio a Álvaro Cunqueiro, pero es la realidad quien le copia. Yo conocí al nieto de una sirena. Se sentaba a mi lado en la escuela, en Tudela de Veguín. Su abuelo era Antón el de Maruxa, que un día asomándose por un desgarro de la lona, porque no tenía dinero para entrar, vio en un circo a la mujer más hermosa del mundo, o eso le pareció a él, que de medio cuerpo para abajo era como una gigantesca sardina. Le dijeron que era una sirena y que las sirenas vivían en el fondo del mar. Cuando volvió al día siguiente, el circo se había ido. Entonces él juró que algún día bajaría al fondo del mar para admirar de nuevo aquella maravilla y pedirle que se casara con él. La oportunidad le llegó al enterarse de que en el puerto del Musel buscaban gente para eso, para bajar al fondo del mar. Fue a pie hasta Gijón y se presentó al ingeniero. Le dieron el trabajo al instante. Por entonces estaban desguazando un buque que se había hundido. Necesitaban personal. Un mozo de La Coruña ya el primer día, cuando lo sacaron del agua, comenzó a escupir sangre. Como continuara bajando, porque el sueldo era muy tentador, a la semana siguiente tuvieron que llevarle al hospital, en donde murió reventado. Pero Antón no tenía miedo. ¿Cómo iba a tenerlo si allá abajo le esperaba la sirena? Comenzaron a ponerle el traje, que pesaba una tonelada. Primero le colocaron un gorro de punto para que no se le enfriara la cabeza. Después unas medias gruesas de lana y unos pantalones también de lana. Luego le levantaron entre tres y le metieron en el traje de buzo, que era de goma rígida. Las mangas eran muy anchas y tenían al comienzo unas gruesas gomas que servían de muñequera. Luego le colocaron el peto de la escafandra, unido al traje por varios tornillos de rosca que apretaban fuertemente con una llave, como si se tratara de las junturas de una máquina. Después le elevaron con una grúa para poder introducirle los pies en una botas enormes cubiertas de plomo que pesaban cada una por lo menos siete quilos. Con dificultad se acercó hasta la escalerilla de la gabarra y descendió tres o cuatro escalones. Cuando el agua le llegaba al pecho, le colocaron el casco. Entonces le pareció que no llevaba ningún peso. Sobre las espaldas y el pecho, le colocaron unas planchas de plomo que pesaban treinta quilos. “Bonito traje de novio”, pensó Antón. “No sé cómo voy a poder abrazar a la sirena”. Y así se deslizó hasta el fondo del mar, con los ojos muy abiertos. Entre unas rocas vio un pulpo enorme. Temió que le atacara. Más allá se encontró una caracola gigante, que recogió como recuerdo. Y al girarse, sentada en una roca, vio a la sirena. Sonreía como en el circo, pero ahora no a una multitud de desconocidos, sino solo a él. Comenzaron a dolerle los oídos, cada vez con más intensidad. Tenía vértigo. Las encías le dolían como si acabaran de arrancarle todos los dientes. Se despertó en el hospital. A su lado estaba la sirena. Le seguía sonriendo. Fueron muy felices. Le dio siete hijos humanos y otros siete que se criaron en una gran bañera al fondo del patio. Un día mi amigo Antón me llevó a casa de su abuela. Era una viejecita de pelo blanco, que se adivinaba que había sido muy guapa, sentada en una silla de ruedas con las piernas tapadas con una manta. Merendamos chocolate. Al darle el beso de despedida, le dije al oído:” ¿Es verdad que eres una sirena?” Ella entonces me guiñó un ojo y levantó un extremo de la manta. Pude ver entonces que no tenía piernas, que de medio cuerpo para abajo tenía forma de pez.



Martes, 3 de febrero
DILE A TODOS

Dile a todos lo que no quieras que nadie sepa.

Sin un poquito de vanidad no hay quien se aguante a sí mismo.

Buscaba un éxito a su medida, pero no encontró ninguno de su talla.

Si quieres ser invulnerable, no quieras a nadie.

A la felicidad le vienen bien unas gotas de melancolía.

Desconfía del hombre de un solo libro y de una sola mujer.

Se moría el emperador del mundo y las estrellas siguieron tan inmutables como si lo hiciera el último de los mendigos.

Nunca lo que se consigue es lo que se desea, aunque lo sea.

Lo que no tenemos nunca nos defrauda.

Tropezó tantas veces con la misma piedra que acabó cogiéndole cariño.


Miércoles, 4 de febrero
POLÉMICA

Se habla mucho de las polémicas entre poetas. Yo prefiero las que tienen lugar entre serios eruditos. Andrés Sánchez Pascual pone algunos reparos en la Revista de Libros a una edición de Nietzsche. El afectado le replica: “Mi respuesta a su execrable escrito, si alguna vez la obtiene, será por vía judicial. En este momento dos penalistas estudian el texto por si es motivo de una querella criminal”. Poco después se distribuye una carta de siete folios por los buzones universitarios calificando esa recensión como un delito que debe ser perseguido y castigado. Sánchez Pascual no pierde los nervios. Señala, uno a uno, los errores en el texto, las notas y la traducción y concluye: “Seguro que Luis de Santiago, profesor de filosofía en la Universidad de Málaga, es un ciudadano ejemplar, un probo funcionario, un buen padre de familia, un marido no maltratador, etc. Seguro que lo es, y nunca lo he dudado. Pero nada de ellos impide que en esta traducción de Nietzsche haya demostrado ser incompetente en filología, malo en sus notas y pésimo en sus traducciones”.
Yo no tengo por costumbre entrar en polémicas. Siempre dejo a los que no están de acuerdo conmigo la última palabra. Pero si alguna vez me diera por responder me gustaría hacerlo con la elegante contundencia de Andrés Sánchez Pascual.



Jueves, 5 de febrero
NO TODOS

No todos los amaneceres se esmera Dios de la misma manera.

La maledicencia es el mejor antídoto contra el aburrimiento.

Soy buena persona, especialmente conmigo mismo.

Se gustaba demasiado a sí mismo como para que cualquier otra cosa le satisficiera.

Los caminos que no sabemos a dónde nos llevan son los que nos llevan a donde queremos ir.

Fidelidad: mirarse al espejo a los cincuenta años y seguirse gustando.


Viernes, 6 de febrero
UN PEQUEÑO SORBO

Abro las memorias de Victoriano García Martí y me encuentro con Gómez-Carrillo, un viejo conocido: “Viajero constante, frecuentemente se ausentaba de la tertulia para ir al Japón, a Grecia o a Jerusalén. Sus viajes eran cortos, pero sus crónicas en número incalculable. Si había estado ocho días en Jerusalén, luego durante meses se publicaban artículos fechados allí. Una visión rápida, algunas notas y mucha fantasía, ese era el método de trabajo. Sus libros de viaje están hechos en los cafés de los bulevares. Cuando los amigos le gastábamos bromas sobre esto, afirmaba muy serio que no convenía hartarse de realidad para no destruir la magia de las primeras sensaciones”.De la realidad basta con un pequeño sorbo; el resto, mejor imaginárselo.

jueves, 5 de febrero de 2009

El mar, el mar

ANTES DE EMBARCAR

Solo, en el muelle desierto, esta mañana de verano… Así comienza la “Oda marítima”, de Álvaro de Campos. No estoy yo solo esta mañana de verano en la dársena de San Agustín, entre las vías y las grúas, mientras espero para embarcar a bordo del Creoula. Con igual impaciencia aguardan el momento de iniciar su primera singladura los instruendos, los alumnos de la Universidad Itinerante de la Mar.

El Creoula, un lugre de cuatro palos (me cuentan que es el único de estas características que sigue todavía navegando por el mundo), fue construido en 1937. Era un barco bacaladero destinado a faenar en los mares de Terranova, en las heladas aguas de Groenlandia. Ese mismo año llenó de emoción las pantallas del mundo otro bacaladero, el We’re Here de Capitanes intrépidos, quizá el más famoso que haya existido nunca. También aquel, como ahora este, fue un barco escuela, convirtió en un hombre a un niño malcriado.

¿Qué pensarían los pescadores portugueses de entonces cuando en un cine de Aveiro o de Lisboa vieron la película de Víctor Fleming? ¿Se sentirían reflejados en el bondadoso Manuel, que “hablaba lenta y gentilmente acerca de las chicas bonitas de Madeira que lavan la ropa en los arroyos de la isla, a la luz de la luna, bajo los grandes árboles”, y que componía melancólicas canciones?

Las imágenes en blanco y negro de Capitanes intrépidos, la airosa arboladura de las goletas de dos palos avanzando raudas contra un cielo sombrío, vuelve a mi memoria ahora que, en la dársena de San Agustín, al otro lado de la ría de Avilés, contemplo la ciudad: el arbolado del parque, las torres neogóticas de Sabugo, la casona de Larrañaga, las naves de Balsera, el largo paseo desde el que nunca llega a divisarse el mar, todos los años que “aquí gasté, perdí o destruí”, para decirlo con el verso de Cavafis... Hundido por la marea baja, el Creoula aguarda.


CON BAROJA

Me embarqué por primera vez en las novelas de Baroja. Todavía resuenan en mi memoria aquellos pasajes líricos en que gustaba de remansar su prosa nerviosamente eficaz. “La canción de la libertad del mar”, por ejemplo, de El laberinto de las sirenas: “¡El mar! ¡El mar! Todos los caminos, todas las rutas; las cuatro direcciones, como en el signo de Thor, y… la libertad. Por la mañana, cuando el mar, aún bajo la estrella matutina, se disuelve en la gasa de la bruma; al mediodía, al verlo inundado de luz como metal fundido; al anochecer, cuando el sol hunde sus llamas en las aguas y el cielo se llena de dragones de fuego, y una estrella brilla dulcemente, al aparecer las velas de los barcos, alas mágicas y alucinadas; al oír de noche el diálogo de la ola y del viento; al respirar las auras salinas, sentimos nuestra libertas y balbuceamos con reconocimiento mirando la superficie de las olas turbulentas: ¡El mar! ¡El mar!”


CAPITANES INTRÉPIDOS


Suenan las sirenas, se escuchan las voces de mando, comienza el ballet milenario de la tripulación, y el barco lenta, majestuosamente se aleja del muelle. No soy yo quien va a bordo, sino el niño que fui. Compré Capitanes intrépidos, la novela de Kipling, en uno de aquellos tomitos de la Austral que fueron el maná de mi adolescencia y comencé a leerla en esa playa desierta –hace tiempo que en ella no se baña nadie— que ahora aparece a mi derecha, San Balandrán. Cuando yo era niño, a pesar de la contaminación de ENSIDESA, todavía se llenaba de gente dominguera, emigrantes llegados de los más diversos lugares. Recuerdo bien su incómodo bullicio. A mí no me gustaba nadar ni jugar al fútbol en la arena. Prefería mirar los barcos que pasaban hacía un mar que no podía verse, y soñar con un libro en las manos.

Antes de pisar la cubierta del Creoula, ya subí a bordo de un barco bacaladero, donde parecía que “había sitio para todo y para cualquier cosa, salvo para una persona”, según releo en la novela de Kipling. “En proa se encontraba el cabrestante con su palanca, y las cuerdas de cáñamo, obstáculos muy desagradables para saltar sobre ellos. Cerca de la escotilla se encontraban la chimenea de la estufa y los depósitos, donde se guardaban los hígados de bacalao. Más allá de estos, hacia popa, estaba la escotilla principal, que ocupaba todo el espacio que no era estrictamente necesario para las bombas y las mesas de salar. Venían después los botes, el castillo y el botalón principal de unos veinte metros de largo, con sus horquetas, que dividía todo longitudinalmente, debajo del cual había que pasar, para lo cual era necesario agacharse”.

Cierro ahora también lo ojos y me imagino que el lugar hacia el que vamos es “un triángulo de doscientas cincuenta millas de lado, un desierto de olas, embozado en un húmedo manto de niebla, alborotado por las tempestades, acosado por los hielos flotantes, surcado por las proas de los veloces navíos de pasajeros, y adornado con las manchas blancas del velamen de los barcos de pesca”.

Pero no. Hace treinta y cinco años que el Creoula dejó las peligrosas travesías en busca del bacalao. Otro, más grato, es ahora su destino.


EN MAR ABIERTO

Yo me he encaramado en la proa y veo, a un lado y otro, desfilar las dos orillas de la ría: el muelle de San Juan, con sus grandes navíos a la espera de la carga, los antiguos muelles de ENSIDESA, las colinas verdes, las altas grúas, el faro señero sobre un promontorio, como una estampa de Hopper. Toda la melancolía de la infancia, y también todo su afán de aventuras, vuelve a mí en estos lentos minutos en que nos arrastran fuera del seguro refugio de la ría.

Por fin el barco entra en el mar abierto. Y a mi memoria vuelven los versos de Álvaro de Campos: “¡Ah las líneas de las costas distantes, achatadas por el horizonte! / ¡Ah los cabos, las islas, las playas arenosas! / ¡Las soledades marítimas, como ciertos momentos en el Pacífico / en que no sé por qué sugestión aprendida en la escuela / se siente pesar sobre los nervios el hecho de ser aquel el mayor de los océanos, / y el mundo y el sabor de las cosas se tornan un desierto dentro de nosotros! / ¡La extensión más humana, más salpicada, del Atlántico! / ¡El Índico, el más misterioso de todos los océanos! / ¡El Mediterráneo, dulce, sin misterio alguno, clásico mar para romper / contra explanadas contempladas por estatuas desde jardines cercanos! / Todos los mares, todos los estrechos, todas las bahías, todos los golfos, / y vosotras, oh cosas navales, mis viejos juguetes soñados! / Quillas, mástiles, velas, ruedas de timón, cordajes, / chimeneas de vapor, hélices, gavias, gallardetes, / galdropes, escotillas, calderas, colectores, válvulas…”

El Creoula se deja acariciar por las olas, surfea feliz como un adolescente, el mar sonríe en torno nuestro, el cielo es de un azul de otro mundo. ¿Adónde vamos?, me pregunta uno de los invitados. No importa la meta, lo que cuenta es el camino. Ítaca no nos dará nada mejor que lo que nos regala el viaje a Ítaca.

¿Adónde vamos?, me vuelven a preguntar. Yo voy, como siempre, de un lado a otro de mi biblioteca y ahora me detengo en un libro de Juan Ramón Jiménez, su Diario de un poeta recién casado: “En ti estás todo, mar, y sin embargo / qué sin ti estás, qué solo, / qué lejos siempre de ti mismo”.


LA PESCA DEL BACALAO


Qué lejos siempre de mí mismo. Pienso en otras posibles vidas. En la del vigía que, de pie en la proa, como una estampa antigua, de vez en cuando alza los prismáticos y contempla el horizonte; en la del comandante, que todo lo controla con una sonrisa, siempre cordial, pero que ahora se sienta apartado, mira dentro de sí y nadie se atreve a acercarse a él, salvo su perra Giba; en la de cualquiera de estos estudiantes de veinte años, españoles y portugueses, dispuestos a vivir su primera aventura… Cuando yo tenía su edad, pienso con melancolía, todavía este barco navegaba cada temporada hacia los grandes bancos del Atlántico, con su aparejo de velas de cuchillo y escandalosas, para recibir el viento de través, y allí echaba al mar los doris, las barcas que con un hombre a bordo se alejaban a fuerza de remo para pescar con palangre, esto es, con la línea o largo sedal punteado de anzuelos que se desenrollaba de un cesto. Los bacalaos no solían hacerse de rogar y uno tras otro iban cayendo sobre la barca. Pero no todas las jornadas eran felices. A veces llegaba repentina la niebla, o se avecinaba tormenta., y entonces en el lugre sonaba la llamada a sus cachorros dispersos. Había quien no encontraba el camino de regreso.

Todo eran riesgos. Podían ser embestidos por un barco de vapor, que seguiría su raudo rumbo sin siquiera percatarse de lo que dejaba atrás. Por eso en los doris, como todavía veo en los que siguen apilados sobre cubierta, había una bocina, que sonaba lastimera entre la niebla.

Pero hacer picar el anzuelo del palangre era el menor de los trabajos en la pesca del bacalao. Luego había que prepararlo. Un pescador de un solo golpe de certero cuchillo abría el pescado hasta el vientre; otro le retiraba el hígado y le cortaba la cabeza; un tercero, lo aplanaba, dándole la forma que todavía conservaba cuando llegaba a las tiendas de ultramarinos. Luego había que lavarlo, escurrirlo, trasladarlo a un cajón de madera en la bodega (lo hacía el ganchero por medio de una manga de lona fijada a la escotilla). Y todavía quedaba el trabajo más duro: el salado, del que dependía la calidad del producto final. La estiba debía de hacerse con sumo cuidado, para que cupiera la mayor cantidad posible. Si había suerte, al volver el barco se hundía hasta la borda y tantas fatigas no habían sido en vano. Eran sesenta los doris que el Creoula solía llevar a bordo, apilados sobre el combés. Eran sesenta los pescadores que, como el Manuel de Capitanes intrépidos, competían cada jornada por volver con el mayor número posible de bacalaos a bordo. No se sabe de ninguno que volviera con un adolescente millonario y caprichoso, como imaginó Kipling, sí de muchos que no volvieron.

Como si quisiera facilitarme la evocación de los tiempos heroicos, el tiempo cambia de pronto. El lugre deja de deslizarse feliz por las aguas tranquilas y comienza a zarandearse igual que la goleta de la novela y la película. Las olas caen “las unas sobre las otras con un ruido incesante como si se desgarrara algo”. Y al igual que Harvey Cheney, hijo único y mimado, empiezo yo a comprender “la prisa del viento que se desliza por aquellos espacios abiertos, reuniendo como un pastor el rebaño de nubes de un azul purpúreo, la espléndida orgía de luces y sombras de la aurora, la desaparición de la niebla matutina, el fulgor de la luna, la lluvia que besaba aquella extensa superficie desierta, el frío que se sentía al descender el sol, los millones de pliegues ondulantes que revelaba la luz de la luna en la superficie de las aguas cuando el botalón de bauprés estaba dirigido hacia las estrellas”.


FALSA ALARMA

El mar ya no nos sonríe, juega con nosotros, trata de meternos miedo. Yo miro fascinado la danza de los mástiles. Trinquete, contratrinquete, mayor y mesana, con el pentagrama de su cordaje, interpretan a Wagner en un oscuro escenario.

Lo vivido, en mi caso, no es más que una ilustración de lo leído, y en este momento en que todo se zarandea, en que el Cantábrico nos recuerda que no hay que tomarse con él demasiadas confianzas, que solo respeta a quien le respeta, me viene a la memoria el momento en que la goleta We’re Here “se echó por babor como si quisiera abrazar el azul del cielo, sobre el cabrestante; el agua que hacía saltar el navío formó durante un momento un arco iris. Entonces las garras de los botalones clamaron contra el palo mayor, crujieron las escotas y aullaron las velas. Cuando el velero se metió en un abismo, tropezó como una mujer cuyos pies se enredan en su propio vestido. Salió de allí con el foque húmedo, anhelando encontrar las grandes luces gemelas de la isla de Thatcher”.

Pero ya ha pasado lo que yo creí tormenta, y apenas si fue marejadilla, vuelve la monotonía del viaje. Hemos izado una única vela, la de mesana, para equilibrar el navío, y solo se escucha el chapoteo del mar, el ronroneo del motor. Muchos se han mareado, otros tratan de dormir, agotados los temas de conversación. Solo llevamos navegando unas horas, pero aquí el tiempo se mide de otra manera. Cualquiera de nosotros juraría que han pasado días desde la fresca mañana de verano en que, en la dársena de San Agustín, esperábamos impacientes el momento de subir a bordo.

Yo me vuelvo a sentar solitario cerca de la proa. Dicen que allí el riesgo de mareo es mayor, y por eso el pasaje busca acomodo en el combés. Ante mí, erguido, el vigía, dispuesto a dar la alerta en cuanto se divise, a lo lejos, la ballena blanca. Parecemos los únicos habitantes de este fantasmal navío.


SUEÑO CON SER OTRO

Tiene mucho de hipnótico el zumbido de las máquinas, el cabrilleo de las aguas, y a la memoria vienen los versos de Manuel Machado: “para mi amarga vida fatigada, / el mar amado, el mar apetecido, / el mar, el mar, y no pensar en nada”.

¿Mi vida fatigada? Sí, porque también fatiga no vivir, salvo en sueños y en tinta y en papel, no ser nadie para poder ser cualquiera. En este viaje –“el viaje aquel de todos a la niebla” de que nos habla Francisco Brines— sueño con ser otro, cualquier otro: el comandante, Joao Silva, que con un gesto dirige toda esta sinfonía y a veces se queda pensativo, en otro mundo al que solo tiene acceso su perra Giba; uno de estos estudiantes que ahora se embarca por primera vez y por primera vez va a pasar noches y noches lejos de casa, bajo las estrellas, o uno de aquellos pescadores de altura que en el Creoula de 1937 “trabajaban como un caballo, comían como un cerdo y dormían como un muerto”. Y eran felices, o eso me imagino yo, mientras se deslizan sigilosas las horas, y el mar, que primero sonreía y luego nos mostró su ceño furibundo, parece ahora sestear indiferente a todo y a todos, como antes de que hubiéramos nacido, como cuando ni el recuerdo de nosotros quede.

domingo, 1 de febrero de 2009

Para entregar en mano: Los encuentros

Sábado, 24 de enero: Hölderlin en Los Prados

“En el desierto de los días, cultiva tu pequeño jardín”, leí en no sé qué libro de sabiduría más o menos oriental. Las flores de mi jardín están hechas de rutinas y a la vez que cuido las antiguas procuro plantar otras nuevas. Ahora los sábados, después de pasar por correos a recoger algún envío y antes de entrar en el Carrefour a hacer la compra, me gusta sentarme en el Caffé di Roma y allí, de espaldas al ventanal, rodeado de desconocidos, abrir un libro y leer durante una hora. No me molesta el ajetreo ni el barullo familiar. Todo lo contrario, me arropa. “Pero ¿no lees mejor tranquilamente en casa?”, me pregunta un amigo que me encuentra absorto en el Hölderlin, de Antonio Pau. No, no leería mejor. Como a todos los solitarios, me gusta la gente. De vez en cuando, alzo los ojos del libro y observo los grupos de amigos que esperan para ir al cine, las parejas jóvenes con el cochecito del niño, los ancianos que no tienen nada que decirse, los ajetreados camareros. El amigo se aleja y yo vuelvo a quedarme solo, pero bien acompañado con el libro y la gente.
Cuando llego a las páginas finales, cuando Lotte Zimmer escribe la carta en la que comunica la muerte del poeta –“Estoy tan conmovida que no puedo ni siquiera llorar”—, a mí se me llenan los ojos de lágrimas. Este libro me ha hecho amar al Hölderlin de los años oscuros, al que perdida la razón habita en casa de un buen carpintero que le ha acogido con admiración y afecto después de que familia y amigos volvieran la espalda al gran poeta convertido en pobre loco. Pero un loco no es un animal extraño, sino alguien igualmente necesitado de afecto y amor. Hölderlin daba grandes paseos, tomaba a menudo rapé, un café a media tarde, era muy friolero, saludaba ceremoniosamente, se reía mucho cuando agitaban el tronco del ciruelo que había en el jardín y las ciruelas caían sobre las cabezas de todos, le gustaba tocar la espineta y la tocó la tarde misma de su fallecimiento… Al perder la razón, Hölderlin ganó la serenidad.
Al limpiarme las lágrimas, me doy cuenta de que tengo frente a mí a una niña de apenas dos años que me mira con los ojos muy abiertos. Seguro que si supiera hablar me preguntaría por qué lloraba. Le sonrío, ella duda un momento y luego me sonríe también. En ese momento, aparece su madre: “Irene, no molestes al señor”.
No, no me molesta. Ella ha sido la única que se ha dado cuenta de mi emoción al seguir la vida de Hölderlin, paso a paso, hasta el tranquilo final, hasta la inmortalidad. Luego entro en el supermercado y compro pan, yogures, queso y fruta con la banda sonora de los versos del poeta: “¿Qué es lo que empuja mi corazón? / Contempladme y juzgadme. / No podré alcanzar nunca / el vuelo de los grandes que sobrepasa el mundo. / Pero tengo mis sueños, que valen más que el mundo”.


Domingo, 25 de enero: Calle de La luna

Al subir hacia el Fontán, contento después de haber escrito la página del día y dispuesto a cumplir el peripatético rito bibliófilo de todos los domingos, me encuentro con un viejo conocido que sale de un antro de la calle de la Luna. Se tambalea, trata de darme un abrazo, farfulla no sé qué incoherencias. Por fin le entiendo algo: “¿Nunca te has emborrachado, tío? ¿Nunca has pillado una buena cogorza? ¡Tú no sabes lo que es la vida!”
Lo dejo apoyado en la pared, de donde resbala hacia el suelo, y mientras me alejo pienso que tiene toda la razón, que hay muchas felicidades de las que me he librado.


Lunes, 26 de enero: Núñez de Arce

Me gustan los encuentros con desconocidos. Es como abrir la primera página de un libro, como llegar a una ciudad de la que no sabemos nada. Al volver a casa, sin ganas de llegar a casa, comienza la novela. “Usted no me recuerda, pero yo asistí a una charla suya, en Madrid, una charla sobre lenguaje y realidad. Nos presentó Enrique Bueres”. Ni le recordaba a él ni recordaba a aquella charla, pero como los dos conocíamos a Bueres ya teníamos tema de conversación. Hablamos de Bueres y de otros muchos temas, y luego le acompañé a casa. Luis, ese fue el nombre que me dio, vivía en un piso destartalado y antiguo de la calle Milicias Nacionales. Todo estaba descuidado y lleno de polvo, como si allí en realidad no viviera nadie. “Yo vivo en Madrid. Hubo un malentendido con las fechas y la asistenta no ha tenido tiempo de venir a arreglar un poco esto”, dijo. A mí no me importaba. Había encontrado una pequeña biblioteca y me entretenía en curiosear los libros. Estaban muy manoseados y los más recientes habían sido editados hace un siglo. Abrí un pequeño tomo con los Gritos del combate, de Núñez de Arce, dedicado por el autor a Luis Blanco. “Mi bisabuelo”, dijo Paco. “De niño yo me sabía, además de los habituales de Campoamor y Bécquer, poemas de ese libro. Aún recuerdo alguno: Eres ariete formidable, nada / resiste a tu satánica ironía. / A través del sepulcro todavía / resuena tu estridente carcajada”. Y yo seguí luego recitando los versos del soneto hasta llegar al último: “Ya venciste, Voltaire, ¡maldito seas!”. Nos reímos los dos. Charlamos muy agradablemente antes de irnos a dormir. Cuando me desperté, estaba solo. Era ya algo tarde, tenía prisa, así que dejé una nota y me fui. Tomé prestada aquella primera edición de Núñez de Arce, el poeta de la duda, con el soneto a Voltaire que a mí me gusta tanto. Lo indiqué en la nota. En el portal me encontré con una señora. “¿Sabe usted quién vive en el cuarto izquierda?”. Me miró recelosa. Por un momento, pareció que iba a seguir adelante sin contestarme, luego cambió de expresión y dijo: “En ese piso hace mucho tiempo que no vive nadie”. Sonreí: otra historia de fantasmas. Nada más banal. ¿Qué somos cualquiera de nosotros sino seres de otro mundo que por un tiempo habitamos este mundo? Al llegar a casa, abrí al azar el libro de Núñez de Arce: “¡Oh eterno amor, que en tu inmortal carrera / das a los seres vida y movimiento, / con qué entusiasta admiración te siento, / aunque invisible, palpitar doquiera!”



Martes, 27 de enero: Definiciones

“Mujeres: demonios sin los cuales la vida sería un infierno”, afirma Roberto Gervaso. “O ángeles sin los cuales la vida sería un paraíso”, añado yo.


Miércoles, 28 de enero: Alma del mundo

Paso un momento por la tertulia, antes de la ópera, y allí me encuentro, esperándome, a Luis. “¿Así que no eres un fantasma?”, le digo sonriente. “No estoy yo tan seguro”, responde. “Tengo que devolverte a Núñez de Arce. “Puedes quedártelo, todos esos libros se los llevará cualquier día por nada un librero de viejo”.
Para disfrutar de Un ballo in maschera tuve que seguir el método Quintanal: escuchar la música con los ojos cerrados a fin de que no me distrajeran ni irritaran las ocurrencias de la directora de escena, Susana Gómez, que confía tan poco en la historia que cuenta y canta Verdi que se siente obligada a camuflarla con chirriantes pegotes actualizadores. Afortunadamente, tenía en la memoria el montaje del Teatro Real, al inicio de la temporada, que admiré en Los Prados. Mientras Amelia y Ricardo se declaran su amor en un campo solitario de los alrededores de Boston, al pie de un cerro abrupto donde se ahorca a los delincuentes (en la versión del Campoamor, el rey y la mujer de su mejor amigo se encuentran en las afueras de un puticlub), a mí me vienen a la memoria versos de Núñez de Arce: “Los impalpables átomos combinas / con tu soplo magnético y fecundo: / tú creas, tú transformas, tú iluminas, / y en el cielo infinito, en el profundo / mar, en la tierra atónita dominas, / amor, eterno amor, alma del mundo”.


Jueves, 29 de enero: Un negocio

Me llama un amigo, al que han despedido de la Fundación Fernando Quiñones, en la que llevaba trabajando seis años, y yo trato de ayudarle proponiéndole un negocio fácil y rentable. “Se trata –le digo— de crear una empresa dedicada a promocionar a los escritores por Internet. Ya sabes que hoy casi todos tienen un blog. Y que se pasan el día mirando las entradas. Se les ofrece multiplicar por diez en un mes entradas y comentarios. Ese primer mes es gratis. Luego se les cobra una no excesiva cuota. El negocio es sencillo. Se contrata por poco dinero a dos o tres estudiantes que durante unas horas visiten los blogs de los abonados. Leen por encima y escriben un comentario elogioso. Cada uno utiliza varios pseudónimos. También, de vez en cuando, enviarán un correo electrónico al autor hablándole de su último libro o del artículo que ha publicado recientemente. Nada alegra más a un escritor que recibir el comentario elogioso de algún lector anónimo. Los amigos se cansan pronto y los colegas son demasiado reticentes a la hora de elogiar, a menos que tú les devuelvas el elogio duplicado. Pero los lectores anónimos suelen preferir El niño del pijama a rayas o el bodrio que se promocione en cada momento, de ahí que haya que ayudarles un poquito”. “No sé si te has dado cuenta de que ese negocio, que no dudo que pueda ser un buen negocio, tiene algo de estafa”. “Más bien de obra de caridad. Hacemos felices, por poco coste, a un puñado de ególatras grafómanos. Y sin riesgo. Estamos tan ávidos de elogios que procuramos no indagar demasiado, por la cuenta que nos tiene”.



Viernes, 30 de enero: Tiempo detenido

De pronto, en un libro seco y terrible, Dora Bruder, de Patrick Modiano, me encuentro con “uno de esos domingos apacibles y soleados que nos hacen experimentar un sentimiento de vacaciones y de eternidad, el sentimiento ilusorio de que el curso del tiempo se ha detenido, que basta deslizarse por esa brecha para escapar a la tenaza que está a punto de cerrarse sobre nosotros”.
Este viernes es uno de esos domingos y por la brecha entro en un jardín –cercas de rosas silvestres, madreselvas en la pared y algunos cipreses que movidos por la brisa de la mañana acarician el cielo— que de sobra sé que no está en ninguna parte.
Entro en un jardín, o en unos ojos.