domingo, 31 de mayo de 2009

Para entregar en mano: Todavía aprendo

Jueves, 21 de mayo
VIAJE EN AUTOBÚS

Andaba yo preocupado por las ocho horas del viaje a Cáceres y de pronto se me ocurrió pensar que, en realidad, eran ocho horas para despreocuparme de todo, mirar el mundo, escuchar música, estar conmigo. Y así ha sido. En Zamora, nos detuvimos media hora. Caminé al azar, recordando un verso de Unamuno: “soñadero feliz de mi costumbre”. Alcé la cabeza y estaba precisamente en la calle Miguel de Unamuno, bordeando un inmenso edificio que parecía un colegio. Llegué al final y me sorprendió la fachada escurialense de la Universidad Laboral, otra muestra de la pretenciosa arquitectura franquista. Pero tenía su gracia y el cielo era de un azul prodigioso y se adivinaba un patio ajardinado con cedros y cipreses y entraban y salían grupos de alumnos. Sonaron entonces las doce en el reloj, como en el poema de Guillén, y todo me pareció completo para un dios.


A Cáceres llegué a las tres y media y, sin siquiera pasar por el hotel, me senté a la mesa donde se comía y se discutía el premio de novela. En la charla posterior, hablé de mi última obsesión. Acabo de leer en un artículo que el máximo de inteligencia se da a los 22 años y que a partir de los 27 comienza a decaer, pero que es posible seguir aprendiendo hasta los sesenta. O sea, que solo me queda un año. Gregorio Torres Nebrera y Soledad Puértolas, que ya han cumplido esa edad, no están de acuerdo. Yo sí, a juzgar por lo que veo.
Como soy un optimista incorregible, antes de dormirme le di la vuelta a la cuestión. No es que me quede solo un año para aprender, es que todavía me queda un año. ¡Cuántas ciudades, amores, libros, maravillas caben en las 8760 horas de un año!


Viernes, 22 de mayo
DOS MAESTROS

El azar me regala tres horas en Ginebra. No estaban previstas. Debíamos partir de inmediato para Berna, pero uno de los componentes del grupo ha perdido el vuelo y llega en el avión siguiente. Alquilamos una furgoneta, Flavio se pone al volante y allá vamos sin plano y sin guía, dejándonos llevar solo por el instinto. Que no nos falla. Aparcamos a la primera, atravesamos una plaza ajardinada y nos sorprende el azul del lago, con su alto surtidor. Cruzamos el puente, ante el que nadan unas oscuras aves. “Son fochas cornudas”, me dice Milio.


Yo siento esa especial embriaguez de llegar a una ciudad que me es familiar y en la que no he estado nunca. Contemplo la isla de Rousseau, paseo a lo largo del Ródano, le doy la vuelta a una iglesia con pinta de estación (tiene un gran reloj en la fachada) y me sorprende un mercadillo de libros viejos. En un montón a dos francos (un euro y medio) me aguarda una primera edición de Les vrilles de la vigne, Los zarzillos de la vid, de mi querida Colette. Lo abro y canta un ruiseñor, cae la nieve, ronronea una gata, en un cafetín del puerto los pescadores esperan para volver a salir a la ola que sube y que ya cosquillea la quilla de los barcos, derrumbados de lado en la arena, bajo el muelle…
Con Colette, mi maestra de mirar, gustar y gozar, nos perdemos en el apacible bullicio de las calles, nos sentamos luego en una terraza frente al agua. Un gorrión se posa en la mesa. “Es un macho”, dice Milio. “Ese otro que revolotea ahí arriba, en cambio, es una hembra”. Todos sonreímos. “¿Cómo lo sabes?”, “Es muy fácil, los machos llevan una especie de babero blanco”.
Volvemos al aeropuerto, recogemos a quien faltaba, nos metemos en la furgoneta y allá vamos camino de Berna. Yo pienso en Colette y en sus giras de un teatrillo a otro. También nosotros somos una pequeña troupe circense que lleva su espectáculo por esos mundos. Milio le va poniendo subtítulos al paisaje: sabe el nombre de árboles y cultivos, distingue el canto de cualquier ave. Yo no me pierdo ninguna de sus palabras. Es el último año que tengo para aprender. Comienzo a rellenar lagunas. El azar –siempre generoso conmigo- me ha puesto al lado un buen maestro. No pienso desperdiciar ni una palabra: los trigales verdes, las flores pequeñas de la colza, las blancas acacias…


Sábado, 23 de mayo
JARDÍN DE ROSAS

La vieja Berna, amorosamente rodeada por el río, tiene forma de corazón, o quizá de fresa o cereza con el peciolo en la cornisa acristalada de la estación. Me levanto muy temprano, como siempre hago en las ciudades desconocidas, y comienzo a acariciarla a la vez que la luz de primavera. Delante del aparatoso Palacio Federal está el mercado, a esta hora sin más gente que los vendedores. Los quesos, las flores, las legumbres, los tarros de mermelada, las olorosas especias, todo está dispuesto como en una joyería. Me siento un rey que pasa revista a sus más preciadas posesiones, o quizá Adán en el primer día del Paraíso.
Todo es regalo en esta ciudad de fuentes y soportales, de tejados puntiagudos, de muros y contramuros hechos para resistir el áspero invierno. Sobre la blanca fachada de una biblioteca crece el más hermoso rosal que haya visto nunca; cerca hay una plaza con tilos y con tejos y unas escaleras de madera que descienden hacia el verdor del río. Si lo cruzamos y ascendemos a la meseta del Jardín de Rosas, la ciudad se agrupa en torno a la catedral, bien ordenado el caserío por el mejor escenógrafo. Nada desentona. Todo está en su sitio. Tanta belleza quita la respiración.


“Demasiado bonito”, dice alguien. Cualquier rincón de Suiza parece siempre recién salido de la peluquería; no hay ni un matorral fuera de sitio. Yo también siento que estoy en mi sitio. Me llego hasta la catedral con su pórtico brillantemente coloreado, contemplo la hoz del río, que me trae un eco de los buenos días de Cuenca, y luego voy a tomarme un café al Starbucks del mercado. En la terraza del primer piso, sobre los tenderetes, frente a la copa de los árboles, abro el cuaderno, escribo unas líneas (“No tienes nada / salvo aquello que amas / y el universo”) y añado Berna a mi lista de sucursales del paraíso.


Domingo, 24 de mayo
DEBAJO DEL PUENTE

A las tres termina para mí el espectáculo político-circense del Centro Asturiano. Es la hora más calurosa del día y el día más caluroso del año, pero aquí estoy yo, subiendo y bajando cuestas, escaleras, atravesando puentes, yendo desde la orilla del lago hasta la penumbra de la catedral, tratando de entender la rara morfología de esta Lausanne casi vacía, aplastada por el calor. Sin planos ni guías, intento hacerme una idea del lugar como quien resuelve un jeroglífico. Poco a poco me voy aclarando. En el origen había un villorrio encaramado sobre una colina y bastantes metros más abajo, junto al agua, un pueblo de pescadores que luego se convirtió en un lugar de veraneo y fue creciendo con hoteles modernistas y casas ajardinadas. La ciudad medieval descendía a su vez de la colina y el punto de encuentro está en la estación, a mitad de la ladera.
Pero no tardo en comprender que no hay una colina, sino varias separadas por ríos que ya no existen; de ahí los costurones y las calles hundidas. Ginebra es llana y clara, como una ciudad mediterránea que se hubiera ido de excursión Ródano arriba; Lausanne, toda escaleras, ascensores y puentes, tiene otro misterio, guarda un secreto.
Desde la plaza de la catedral, contemplo los tejados y las torres, el lago deslumbrante, las montañas que casi se desvanecen en la luz. No hay nadie en esta plazoleta arbolada, solo se oye el bisbiseo de una fuente. Entro en la catedral, despojada y gris, adornada solo por las coloristas vidrieras. Le rezo a un dios desconocido.


A las tres no conocía nada de la ciudad; unas horas después, me ofrezco con irresponsable desparpajo no solo a servir de guía, sino también a mostrar al resto del grupo esos lugares curiosos que no aparecen en las guías. Por ejemplo, la cafería al aire libre que se esconde bajo uno de los arcos del puente Bessières. Allí nos sentamos, y al grato frescor de la anochecida, hablamos del arte de contar, de las borrosas fronteras entre realidad y ficción.


Lunes, 25 de mayo
OXNER

En la Tribune de Genève leo el siguiente titular: “Oxner, la minette miraculée, a ouvert les yeux”. El subtítulo explica: “El gatito salvado de la basura en Plainpalais descubre el mundo”. Y al lado una fotografía del diminuto animal –cabe en un puño— bebiendo del biberón. ¿Cómo no amar un país en el que es noticia destacada que un gato recién nacido, encontrado medio muerto, abra por fin los ojos?



Martes, 26 de mayo
AL FINAL DEL PUERTO

No la había visto nunca, pero la reconozco desde lejos. “Esa escultura la hizo uno de mi pueblo”, digo señalando la geométrica rosa de los vientos que aparece al final del puerto de Ouchy, frente a los Alpes nevados. Manuel de la Cera, aunque se crea todo lo que cuenta Xuan Bello, no me cree. “Es de Ángel Duarte, un escultor de Aldeanueva del Camino. Sus abuelos tenían una fragua, su padre era telegrafista y republicano, a su madre la mató una de las últimas bombas que cayeron sobre Madrid. En los cincuenta, cuando tenía veinte años, volvió al pueblo y seguramente se tropezó más de una vez con el niño que yo era porque su familia y la mía vivían puerta con puerta en la Parte Arriba. Luego logró irse a París y allí participó en las tertulias del Café Flore. A la entrada de Aldeanueva, en el cruce de la autovía, han colocado una escultura suya muy semejante a esta”. Mientras yo hablo, Manuel de la Cera ha estado buscando la placa indicativa: “Sí, aquí pone que es de Ángel Duarte”.
“Ouvert au monde” se titula. No es mal lema para un país. Ni mal resumen para una vida.

jueves, 28 de mayo de 2009

Lecturas y lugares: Chemin Frederic Nietzsche

Hasta el derrumbe final en Turín, Nietzsche recorrió muchos caminos de la vieja Europa. Los veranos los pasaba en Sils Maria; el resto del año buscaba un clima propicio por las costas de Italia o el sur de Francia. En Venecia (Sombra de Venecia pensaba titular el libro que finalmente se llamó Aurora) escuchó una música que le conmovió hasta las lágrimas mientras contemplaba las aguas del Gran Canal desde el puente de Rialto.
Pero el lugar donde yo le he sentido más cerca ha sido en Èze, una villa medieval de la costa Azul que se encaró sobre una alta roca para huir de los piratas. Al camino que desciende hasta la playa le han dado precisamente su nombre. Lo recorrió muchas veces mientras recitaba los párrafos finales de Zaratustra, que allí le iba dictando una secreta voz.


Hoy Èze, con sus restaurantes y sus tiendas de anticuario, ha perdido parte de su misterio. En la parte que da al mar, colgado sobre el abismo, hay un hotel con nombre de cuento de hadas, el Castillo de la Cabra de Oro. Se asoma uno a la terraza y ve, a la izquierda, la prodigiosa bahía de Villefrance y, más a lo lejos, Niza y Cannes; al otro lado, de noche, brillan las luces de Montecarlo. Hay que subir a pie hasta el castillo; no hay otra manera; unos mulos acarrean el equipaje.


El Castillo de la Cabra de Oro es un buen lugar para leer a Nietzsche, si uno puede permitirse pagar el precio de sus habitaciones, que cuestan lo que valen. En el pueblo hay un jardín exótico y el castillo tiene un empinado parque, no menos exótico, con su gigantesco tablero de ajedrez y su zoológico de mármol. Pero el mejor paseo es el que lleva hasta la playa, por la boscosa ladera, y luego, tras dejarse acariciar por el sol y el cabrilleante oleaje, iniciar el ascenso. Era entonces cuando Nietzsche escuchaba la exaltada voz que le iba dictando su libro, toda su filosofía lírica se escribió mientras caminaba. “Una hora escalando un monte –nos dice en El viajero y su sombra—convierten a un ruin y a un santo en dos criaturas muy similares. El cansancio es el camino más corto hacia la igualdad y la fraternidad, y durante el sueño termina añadiéndose a ambas la libertad”.


Franz Overbeck, el amigo que fue a recoger a Nietzsche al albergo de Turín cuando éste enloqueció, dijo que el más extraordinario de sus talentos era el don del análisis psicológico, pero que, ejercido sobre todo contra sí mismo, “se convirtió para él en un peligro mortal y le dejó exánime mucho antes de morir”.
La villa de Èze se encaramó a una alta roca para escapar a los saqueos; Nietzsche se alejó del mundo para verlo mejor, para poder amarlo.
Asciendo fatigosamente el camino pedregoso que lleva desde la playa hasta el castillo y lo siento respirar a mi lado, susurrarme su secreto: “Un corazón alegre es la mayor sabiduría”.

domingo, 24 de mayo de 2009

Para entregar en mano: Diez razones para ser feliz

Viernes, 15 de mayo
PARQUE FERRERA

Cuando el sueño se hace de rogar, cada uno tiene sus remedios para conseguir que acuda a la cita. El mío consiste en evocar momentos en que he sido feliz. Yo soy feliz muy a menudo, supongo que como casi todo el mundo, o al menos como casi todos los niños (también muy desdichado, pero de eso prefiero no hablar). He aprendido a aparcar los problemas, aunque no siempre se dejan aparcar fácilmente.
Con la felicidad no se hace literatura, cuando se es feliz apenas se tiene nada que contar. Yo soy feliz cruzando cada sábado el parque de Ferrera para acercarme un rato a la biblioteca. Esta última vez había llovido hasta poco antes y estaba desierto. Caminé más lentamente que de costumbre por los senderos solitarios, admirando los infinitos matices del verde, los árboles floridos.


Para que algo sea mío, no necesito ningún título de propiedad. Es mío este parque y esta biblioteca, son míos docenas de jardines y bibliotecas repartidos por el mundo. Por ejemplo, aquel jardín secreto, entre altos muros, con la puerta siempre cerrada, en la empinada callejuela de Coimbra que lleva a la Torre do Anto. La última vez que pasé por allí la puerta estaba sorprendentemente abierta. Entré sin dudarlo y el jardín era un pequeño patio, con tres o cuatro árboles, unos cuantos tiestos, un pozo y la ropa tendida de las casas de vecinos en que se había dividido el viejo caserón palaciego. Pero no me sentí desilusionado, sino feliz como un niño que ha descubierto por fin un viejo secreto. Otro momento cotidiano de felicidad es cuando me siento en mi mesa favorita de la cafetería del Rosal y leo los libros que llevo conmigo y charlo con algún amigo que se acerca un momento y luego, antes de volver a casa, me quedo un rato solo y miro a la gente que pasa y a la noche que llega y no hace falta que escuche música en el iPod porque claramente suena la música del mundo.


Sábado, 16 de mayo
FUNAMBULISTAS

La felicidad no se fabrica en serie, es un traje hecho a medida. Tampoco es llamativa, por eso nadie la envidia. Lo que se envidia son otras cosas, que a mí me sobran todas. La noche antes de que le entregaran el Cervantes, Juan Marsé sangró varias veces, hubo que llamar al médico, su familia estaba angustiada. Lo ha contado su hija en un conmovedor artículo. Leyó el discurso con miedo a que comenzara de nuevo la hemorragia, a desmayarse, a deslucir la ceremonia. Se sentía ridículo con el frac, le molestaban los zapatos. Solo la alegría de sus nietos le compensaba de aquel tormento. Cuántos envidiaban al escritor en aquellos instantes y él lo único que deseaba es estar en casa, con una copa en la mano, charlando con un amigo o dándole los últimos retoques a una página recién escrita.
“Yo me moriría de aburrimiento con una vida como la tuya”, me dice una amiga que por fin se ha convencido de que conmigo no hay nada que hacer. “¿No te cansa hacer siempre lo mismo y a la misma hora?”
No, no me cansa, y no sé de aventura más difícil. Recuerdo la hazaña de aquel funambulista que caminó sobre un estrecho cable que unía las Torres Gemelas. Todos somos ese funambulista, a cada instante podemos dar un traspié y despeñarnos. Silban las balas a nuestro alrededor. Llegar a la noche sin daño es una hazaña tan grande como cruzar de una torre a otra de esas torres que parecía que iban a durar siempre. Recuerdo la última vez que subí a ellas, con Marcos y Almuzara, mientras Martín López-Vega, Xuan y Silvia se quedaban paseando por los alrededores. “No tengo ganas de hacer cola en el ascensor, ya subiré otro año, no se van a caer”, dijo López-Vega, y apenas una semana después el mundo atónito contempló la catástrofe.
¿Poner un poco de aventura en mi vida? El orden es la mayor aventura. Lo que parece rutina visto desde fuera y por gente sin imaginación no es más que una hercúlea sucesión de hazañas.



Domingo, 17 de mayo
FUENTE Y NUBES

Uno de mis amigos de la infancia ocupa, desde hace años, no sé qué cargo importante en la curia vaticana. Cuando éramos niños, nos gustaba jugar a la búsqueda del tesoro. Uno de nosotros lo enterraba y el otro tenía que encontrarlo a través de una serie de pistas. Cuando nos volvemos a ver, muy de tarde en tarde, seguimos jugando, aunque ahora de manera más erudita.
Ángeles y demonios, la película de este domingo, recordaba sorprendentemente uno de esos juegos, que tuvo como premio que un sonriente guardia suizo, Philippe, me invitara a recorrer pasillos y estancias vedados a los profanos. El juego erudito que mi amigo me propone no necesita de sanguinarios aditamentos e inverosímiles camarlengos como el de Dan Brown. El punto de partida venía indicado por una cita de Jean Rousset: “Los pináculos, las caídas de agua, la cúpula, los brazos levantados de las estatuas, las ondulaciones de la fachada, se mezclan, se responden en un diálogo danzante de formas sinuosas o rotas. Si a ello añadimos los toques dispersos de la luz, el juego imprevisto de las sombras y, si es posible, algunas nubes en marcha que prolonguen, al hacerlo fluctuar, el perfil recortado de los cimborrios, nos hallaremos ante el más hermoso conjunto de arquitectura en movimiento. El mismo espíritu creó la fuente, la fachada y las nubes”.


La solución a este primer enigma era muy fácil: Piazza Navona. Luego vinieron otros que me llevaron al Panteón y al lugar que señalaba, a una determinada hora, la luz que entraba por el óculo, y también intervinieron ángeles con espadas como en la película, y unos versos latinos: “Sic et rapinam vivimos et fugan, / nostri ladronis”. El final de la búsqueda era una máscara que había utilizado Lord Byron en un carnaval romano: “Ipsique nunquam et semper ipsi”. Fui capaz de encontrarla, no diré dónde por si alguien quiere jugar al mismo juego, y el sonriente Philippe me dejó como premio entrar en el más inagotable laberinto. “Siempre nosotros y nunca nosotros mismos. / Nuestra vida no es más / que rapto y huida”, decían los versos latinos.
Veo Ángeles y demonios y lo que veo, como siempre, es mi propia película transcurriendo en idénticos fascinantes escenarios.



Lunes, 18 de mayo
NEGRA VERDAD

Cuando aparece imprevistamente Silvia, recién llegada de Buñol, tengo sobre la mesa de la cafetería Un armario lleno de sombras, de Antonio Gamoneda “¿Qué, preparándote para darle un buen palo?”, me dice.
Pocos libros tan secamente hermosos, tan conmovedores como estas memorias. Un hombre cuenta su verdad, el dolor y la humillación que le han hecho ser lo que es. El adulto puede recibir todos los homenajes del mundo (y Gamoneda los ha recibido), pero nada de eso borra la vergüenza del niño que es humillado por su pobreza en medio de la clase. “Yo no tenía calzado para el invierno leonés. Mi madre no encontró otra solución que mandar rebajar el escaso talón de unos viejos zapatos de mi abuela y calzarme con ellos”. Un compañero hizo correr la voz de que iba calzado con zapatos de mujer. Todavía le parece escuchar las risas de los otros niños.
A menudo hacen daño estas memorias. Hablan de un mundo sin piedad y el autor tampoco tiene piedad consigo mismo. Las páginas en que cuenta el hurto de que hace víctima a su abuela, con su negrura escatológica, no desentonarían en El Buscón. Y casi insoportable resulta el feroz maltrato a una perra callejera, maltrato del que no es testigo, sino protagonista principal. Duele leer esas líneas y nos imaginamos lo que le habrá costado al autor escribirlas. La oscuridad de estas páginas, en las a veces parece que cuesta respirar, concede algún respiro: una experiencia casi mística en las cuevas de Valporquero, la inesperada tormenta en el campo que vuelve la realidad deslumbrante, como una inédita joya.

Martes, 19 de mayo
PENTIMENTO

“Te estás volviendo un blando”, me dice Silvia, “Quién te ha visto y quién te ve. Ya hasta elogias al pobrecito Gamoneda, que ha sufrido mucho”.
La verdad es que el poeta Gamoneda vale lo que vale, pero el polemista literario a mí me parece que no vale nada. Solo tiene dos o tres ideas toscamente repetidas (“El realismo es el lenguaje del poder. La poesía no es literatura”) y un claro resentimiento contra los poetas coetáneos, tan dados a la ironía y a apurar la noche. De su pobreza conceptual es de lo que me burlado yo, del abanderado de una concreta camarilla poética, no de los poemas, ni menos de la persona.
No todos somos igualmente sensibles a los ataques literarios. Yo lo soy poco. Los denuestos de los poetastros me divierten más que otra cosa. En literatura, como en lo demás, si no molestas es que no existes.
Pero hay gente más sensible. A mí me gusta jugar a pelear. Discutir de todo y con todos, sin que llegue la sangre al río. Y no me molesta, cuando me equivoco, rectificar.
Las memorias de Gamoneda me han hecho recordar la vez en que le acompañé por Oviedo, cuando vino a tratar de la reedición de los poemas de su padre en Llibros del Pexe. Entró, emocionado, en el portal de la casa en que había nacido y también en una barbería de la plaza del Ayuntamiento, en la que habían trabajado sus familiares, y que ya no existe. Me dijo que muchos días los pasaba en el fondo de un pozo y que allí, su posible éxito literario, le servía de poco.
Comprendo ahora su resentimiento hacia mí. De alguna manera traicioné su amistad. Pero yo nunca he creído que discrepar de las ideas de los amigos sea incompatible con la amistad. Lo único que resulta completamente incompatible es no admirar su poesía.


Miércoles, 20 de mayo
OJOS

“Ojos que no son tus ojos / dime para qué los quiero”, canta una voz en el sueño. Y sigue cantando, no sé dónde, muy lejos y muy cerca, cuando despierto. Para las noches de insomnio anoto este otro momento de felicidad.

jueves, 21 de mayo de 2009

Ficcionario

AMIGAS. Las dos amigas se enamoraron simultáneamente del mismo hombre, un capitán de artillería que no hacía caso a ninguna de las dos. Acabaron viviendo juntas y consolándose mutuamente de su fracaso.


ÁNGEL. Aquel gran pecador, cuando abrió los ojos, se sorprendió de encontrarse en un jardín con frutos de oro y ríos de leche y miel. “La verdad -le dijo al ángel que se acercaba con una botella de su whisky favorito y unos vasos- creí que el infierno sería un lugar menos agradable”. El ángel sonrió: “Te han negado la entrada en el infierno porque cometiste todos los pecados, pero te olvidaste del único que de verdad importa: nunca hiciste mal a nadie”.

CARNAVAL. Un día, en el carnaval, quiso poner a prueba la fidelidad de su mujer y trató de seducirla; la mujer, también enmascarada, resistió todas las galanterías de aquel presunto desconocido. Cuando orgulloso se lo contó al día siguiente, ella se puso colorada y murmuró: “Entonces ¿no eras tú?”

ESPEJO. Buscaba mujer y no encontraba ninguna de su gusto. Esta era un poco cejijunta, aquella estrecha de caderas, la otra demasiado habladora. Un día, cuando ya desesperaba, la encontró al mirarse casualmente en el espejo.

LOBO. Cada noche, cuando el pastor dormía, el lobo se llevaba una oveja. No había manera de evitarlo. Un día al despertarse el pastor se encontró al lobo que lo miraba fijamente. “¿Qué quieres?”, preguntó, “Ya no me queda ninguna“. “Quiero las ovejas que cuentas antes de dormirte”.


MUJER. Para evitar desilusiones, antes de declararse a la mujer que amaba hacía cuidadosas averiguaciones sobre su pasado, su fortuna, sus costumbres. Contrataba detectives, preguntaba a familiares y amigos. Nunca se declaraba a ninguna mujer sin estar bien seguro de que iba a ser rechazado.

NADA. Todo lo que hacía le salía bien, jamás estuvo enfermo, era el hombre más feliz del mundo. Había cumplido ya los noventa años cuando la muerte llamó a su puerta. Se asustó: “Ahora voy a pasar todas las angustias juntas”. Pero la muerte sonreía: “Conoces todos los bienes de la tierra, pero te falta por conocer lo mejor, algo que hasta los dioses anhelan: la dulzura de la nada”.

OBSESIÓN. Su obsesión era convertirse en el autor del cuento más breve del mundo. Primero publicó un libro solo de títulos, ya que un buen título encierra toda la historia; luego pensó que las buenas historias no necesitan título y publicó un volumen con todas las páginas en blanco.

PARAÍSO. Un día, dando una vuelta por el paraíso, se encontró Dios con un santo que, desnudo de cintura para arriba, se golpeaba con aparente saña. “Pero ¿qué haces, buen hombre? Ahora estás en el cielo, ya no es necesario que te mortifiques”. “Si no me mortifico…”, respondió ruborizado.


PERDÓN. A Oscar Wilde, poco después de su salida de la cárcel, le reconocieron unos viajeros ingleses en un café de Nápoles. Se quedaron parados, a cierta distancia, mirándole como se mira a un animal que causa a la vez pasmo, miedo y repugnancia. Pero una niña se soltó de la mano de la madre y, antes de que pudieran impedirlo, se acercó a él y le dio un beso. Oscar Wilde sonrió: “Dios os ha perdonado”.

TESTAMENTO. Cuando se abrió el testamento resultó que el padre había repartido todas sus posesiones entre sus dos hijos mayores y al tercero, al que más quería, no le había dejado nada. Al ir sus amigos a consolarle, dijo: “A mí me ha dejado lo mejor: su talento”.

VIDA. Se paso toda la vida viajando, estudiando, tratando de averiguar lo que era necesario para ser feliz. Cuando estaba a punto de averiguarlo, murió súbitamente. Nunca hubo hombre más feliz.

domingo, 17 de mayo de 2009

Para entregar en mano: Contra la unanimidad

Viernes, 8 de mayo
LA HISTORIA SECRETA

“Tengo una historia maravillosa que contar, pero no conozco el modo de contarla”, dice Sherwood Anderson. Cualquier vida está llena de maravillosas historias que contar, pero qué pocos saben contarlas.



Sábado, 9 de mayo
ME GUSTA MANDAR

Perdiendo el tiempo en el patio de vecinos de Internet, me encuentro con que alguien que hace siglos fue mi amigo, o similar, alude a mí como “un memo con mucho poder”. Sonrío. “Memo” es una palabra vacía; en ese contexto significa solo que me resistía a sus interesadas adulaciones, que no formo parte de su club de intercambio de favores. No me molesta en absoluto. Me hace gracia, en cambio, lo de “con mucho poder”. Qué más quisiera yo.
Soy de esas personas a las que les gusta mandar. Pero nunca he podido ejercer mis dotes de mando más que sobre mí mismo. Y lo malo es que, como todas las personas a las que les gusta mandar, soy muy poco obediente.


Domingo, 10 de mayo
DE LA VIDA EN EL CAMPO

Antonio Moreno, hastiado de la vida urbana como tantos, dejo la ciudad para irse a vivir “a uno de los muchos pueblecitos dispersos entre las vertientes de los macizos y barrancos de la sierra norte de Alicante, en torno a la Serrella, Aitana y el Rontanar, las tres principales cumbres de la zona”. Cuenta su experiencia en un libro azoriniano, despojado y hermoso El laberinto y el sueño. Yo leo con emoción esas páginas en esta tarde de súbitos e inesperados chaparrones. Sigo sus pasos por las callejuelas, piso las hojas de las moreras, me acerco a la baranda en donde el aire es más frío frente al oscuro bulto de un monte; allí miro centellear una luz solitaria, bajo las nubes casi negras y la ceniza del atardecer. A veces le acompaño por el camino solitario que lleva hasta el castillo, un camino que pasa junto al cementerio y lo deja en una orilla, encaramado sobre los tejados de la aldea. O ceno con él una noche de invierno en que la nieve todavía cubre los caminos frente a la chimenea encendida. Mañanas frescas con los silbos de los estorninos, atardeceres a los que pone banda sonora el áspero timbre de las urracas. Y la felicidad de admirar los vaivenes de las golondrinas “yendo y viniendo en el aire como sutiles sastrecillos que bordan con sus picos una mágica tela; el encanto de encontrarlas a ras del suelo, en medio de la calle o de un camino, junto a la alberca cuyas aguas rozan con tanta elegancia y levedad, o gárrulas en sus nidos de barro”.


Sí, nada más hermoso que la vida del campo cuando no se vive en el campo. Con Antonio Moreno he vuelto a una aldea entre montañas donde no se escucha más que el canto de los pájaros y el sonido de mis propios pasos en el empinado sendero. Un lugar, para qué nos vamos a engañar, en el que yo no podría resistir ni un fin de semana. Odio el campo, me angustian los lugares pequeños, me asfixian, en seguida noto que en ellos me falta el aire.
No hace falta recurrir a Freud para averiguar la razón. Soy de pueblo, de un pueblo de los de antes, de los de la España unánime en la infinita posguerra. Ya he padecido bastante esa áspera tranquilidad, esa cerrazón mental, ese odio a la inteligencia, ese tener que ser como todo el mundo.
A mí me gusta estar solo en medio de la gente. A mí me gusta saludar solamente a los conocidos, no tener que hablar con todo el mundo. A mi me gusta llegar a un café y sentarme en una esquina y abrir un libro o mirar a quienes pasan por la calle y ser invisible. No me gusta entrar en el único bar del pueblo y tener que charlar del tiempo o de fútbol con el paisano que allí me encuentro o con el dueño. A mí no me gusta ser campechano. Ya sé que eso me inhabilita para rey. Pero qué se va a hacer. Cada uno es como es. Quizá por eso mismo disfruto tanto con las sabias páginas de Antonio Moreno. Gracias a ellas participo de todos los rústicos placeres que me han sido vedados.


Lunes, 11 de mayo
EL EGOÍSTA ENTROMETIDO

“Ya me gustaría a mí ser como tú. Tú nunca dudas. Tú siempre sabes lo que hay que hacer en cada momento”, me dice un amigo particularmente indeciso.
Qué equivocado está. Yo, como todo el mundo, sé lo que los demás deberían hacer en cada momento. Para cada problema ajeno tengo una solución.
Y es que los problemas de los demás casi nunca son verdaderos problemas. Los únicos problemas inquietantes, por pequeños que a los demás les parezcan, son los propios.
Como buen egoísta, que solo se preocupa de sí mismo, ando siempre entrometiéndome en la vida de los demás. Una manera de pasar el rato. Pero no dejo que nadie se entrometa en la mía.
Procuro cerrar bien puertas y ventana antes de ponerme a llorar a solas, antes de emborracharme de desesperación.



Martes, 12 de mayo
OTRO A QUIEN LE GUSTABA MANDAR

La historia la cuenta Jesús Pardo en Borrón y cuenta vieja, el último volumen de sus memorias. Camilo José Cela le invitó a participar en el jurado de un suculento premio literario organizado por no sé qué ministerio. El jurado se reunió en torno a una mesa en una gran sala suntuosamente decorada. Presidía Cela, que abrió la deliberación con estas palabras: “Bueno, amigos, supongo que ya sabéis para quién va a ser el premio”. Luego tocó un timbre y al ujier que apareció le ordenó con voz seca y campanuda: “A ver, copas y canapés”.
Algunos miembros del jurado ya sabían para quién era el galardón, pero la mayoría se enteró al día siguiente, al leer los periódicos, de que había premiado a Mariano Tudela, uno de los protegidos de Cela. Y es que el gran estilista era así de generoso. Cuando presidió el Cervantes, consiguió que se lo otorgaran a una benemérita nulidad poética que le había ayudado en los comienzos. Y no se lo dio, como Calígula, a su caballo, simplemente porque no tenía caballo.


Miércoles, 13 de mayo
CONTRA LA UNANIMIDAD

En la primavera de 1914 un joven escritor vienés se distrae en el cine de una ciudad francesa. Antes de la película, se proyecta un noticiero. De pronto, aparece un momento en la pantalla la imagen del emperador de Alemania, Guillermo II. Inmediatamente se produjo un alboroto. “Todos chillaban y silbaban, hombres, mujeres y niños, como si les hubieran insultado personalmente -cuenta Stefan Sweig-. La buena gente de Tours, que del mundo y la política no sabía más que lo que había leído en los titulares de los periódicos, se había vuelto loca durante un momento”. El escritor presintió entonces todo lo que se avecinaba: “Había durado solo un segundo, pero bastó para mostrarme con qué facilidad en todas partes era posible soliviantar a la gente en tiempo de crisis, a pesar de todos los intentos de entendimiento”.
Me aterra la unanimidad. Qué fácil resulta azuzar al rebaño de los buenos ciudadanos en una dirección o en otra. Y qué fácil entretenerlo. Cada semana se les sirve por televisión el partido del siglo y una cervecita y ahí los tienes, felices como unas pascuas.
----Deduzco que no vas a ver el partido de hoy. Pues a mí no es que me guste mucho el fútbol, pero este partido no me lo pienso perder por nada del mundo, aunque gane quien gane, esta vez la copa del rey la pierde España.
----Serás única persona que no ve el partido, añade Marcos.
----Nada le alegraría más. A Martín le gustaría aplicarse aquel anuncio que decía algo así como “el único que es único”. Pues lo siento mucho, querido, pero de gente única está lleno el mundo. Nada abunda más que los tíos raros, aunque cada cuál tenga su chifladura.
La mía es no gritar cuando todos gritan. Desconfiar de las evidencias. Sospechar de lo obvio. En el cine de Tours permanecería callado al aparecer el káiser, aún a riesgo de que me tomaran por un espía alemán.



Jueves, 14 de mayo
LA VERDADERA HISTORIA

Humo humano, el libro de Nicholson Baker sobre los orígenes de la Segunda Guerra Mundial, termina en diciembre de 1941, cuando todavía seguían vivas la mayoría de las personas que murieron en ese conflicto. La historia no fue exactamente como nos la han contado, no fue un cuento de niños, con los probos demócratas luchando contra el ogro alemán. Nicholson va yuxtaponiendo, sin apenas palabras propias, sin juicios de valor, artículos periodísticos, diarios, cartas, discursos. La conclusión es que no hubo más héroes en aquella guerra que los pacifistas que se opusieron a ella. Al viejo Churchill la vida de los demás le importaba tanto como a Hitler. En agosto de 1940 se le pidió que dejara pasar alimentos para los niños que en Francia se morían de hambre a consecuencia del bloqueo. “Lamento que debamos rechazar esas peticiones”, fue su respuesta.” Las grasas sirven para hacer bombas y las patatas para hacer carburante sintético. Los materiales plásticos que ahora se usan tanto en la construcción de aviones se hacen con leche. Quienes sufren bajo el yugo de Hitler, ya recibirán alimentos cuando se liberen de ese yugo”. La idea de que los alimentos que se querían enviar para los niños (leche, chocolate, grasas, carne) se utilizarían para fabricar municiones era un completo disparate. Pero todos los buenos patriotas aplaudieron entusiasmados.

jueves, 14 de mayo de 2009

Al margen de Samuel Butler

Para saber si una persona tiene talento literario lo mejor es pedirle que componga una inscripción. O que le ponga nombre a un gato.

Lo que tienen de más agradable los perros y los niños es que se puede hacer el tonto con ellos, y que no solo no nos lo reprochan, sino que hacen también el tonto con nosotros.


El creyente llama Dios a Dios; el ateo prefiere llamarle de otra manera.

El mejor viaje es el que soñamos hacer en el barco que parte sin nosotros.

No hay que perder nunca de vista la verdad: es una bestia peligrosa.

Hay hombres que, cuando se quedan solos, están en muy mala compañía.

Decir la verdad está al alcance de cualquiera; para mentir se necesita algún talento.

El que se queda llega a menudo más lejos que el que parte.

En cualquier grano de arena está todo el misterio del universo.

Nunca sabrás nada de tu pueblo si antes no te has dado una vuelta por el resto del mundo.

El hombre feliz no le pide al día de mañana nada que no le regale el día de hoy.

Cuando nacemos, nos regalan el universo.

En la eternidad no hay libro de reclamaciones.


Si no te odias a ti mismo, nunca podrás odiar a nadie.

Qué difícil admirar de verdad a alguien que todavía no haya muerto.

Los milagros son los arrepentimientos de Dios.

Dios es un asunto de este mundo; en el otro no preocupan esas cosas.

Ni siquiera las grandes religiones son empresas siempre rentables.

Sin la mala gente, cuánta buena gente no podría ganarse la vida.

Poco me importa la mentira, pero odio la inexactitud.

Una mujer verdaderamente decente jamás le cuenta a su marido ciertas cosas.

La cortesía amansa a las fieras.

¿Cómo pretendes ser un sabio si no has dicho nunca ninguna tontería?

Las doctrinas filosóficas tienen sus absurdos, como las religiones su lógica. Sigas a Darwin o a Jesús siempre tendrás que comulgar con alguna rueda de molino.

El éxito póstumo es el que menos molesta a los amigos.

La primera obligación de un gran hombre es estar muerto.


No agradecemos la ayuda recibida, sino la que esperamos recibir.

Los verdaderos amigos son aquellos que nos aguantan todo aunque no les aguantemos nada.

He malgastado mi vida como un colegial malgasta su dinero. No lo lamento: es la única manera de pasarlo medianamente bien.

Hay algo todavía más incómodo en sociedad que querer tener siempre razón: tenerla.

Qué le voy a hacer si las mujeres que más me gustan son siempre las que menos me convienen.

La virtud suele ser más dañina que el vicio, y a menudo igual de aburrida.

Qué poco divertido suele resultar divertirse.

Dios no nos quiere ni demasiado buenos ni demasiado malos. Para él un pequeño exceso de maldad es más disculpable que un exceso de virtud.

Para escribir bien hay que saber lo que se quiere decir y no decirlo del todo.

Siente una cosa, piensa otra y escribe todo lo contrario.


Era tan grande el amor de su mujer que le buscó un amante para que le ayudara a soportar la carga.

Si no despreciamos un poco aquello que deseamos, no lo conseguiremos nunca.

En amor una eternidad dura muy poco tiempo.

Dios lo sabe todo, pero no se entera de nada.

Sin imaginación se puede ser poeta, pero no hombre de ciencia.

No muere quien no sabe que muere.

La vida, como la música, es cuestión de oído, sentimiento e instinto.

No utiliza adecuadamente las reglas del arte quien no ha aprendido a olvidarse de ellas.

Cuesta acostumbrarse a los otros, pero no tanto como acostumbrarse a uno mismo.

Todo autorretrato es siempre el retrato de un desconocido.

sábado, 9 de mayo de 2009

Para entregar en mano: El arte de quedarse solo

Viernes, 1 de mayo
DIA DEL TRABAJO

Me llega el primer tomo de las obras completas de Dostoyevski y yo pienso en su más famosa frase: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Exista Dios o no, en el capitalismo salvaje todo está permitido. A los que pueden permitírselo, claro.



Sábado, 2 de mayo
GENTE RARA

En el Caffè di Roma, con Eugenio d’Ors y sus Tres lecciones en el Museo del Prado. Comienza recordando la inscripción de un reloj de sol: “Index sum. / Sine sole, nihil. / Sine indice, nulla”. Sin el sol, el reloj no podría marcar la hora; pero tampoco podría hacerlo sin el índice que proyecta sombra. Lo mismo puede decir la crítica: no existiría sin las obras de arte a las que se aplica, pero tampoco ellas serían tales sin la crítica que señala, subraya, delimita.
Absorto con sus sorprendentes intuiciones (habla de la “estructura de andrajo”, común a la pintura de Rembrandt, la prosa de Proust y la decimonónica erudición universitaria), no noto que ha cesado el acogedor murmullo. De pronto me sobresalta un grito unánime. Alzo la cabeza como quien emerge de una inmersión en aguas paradisíacas alertado de un repentino peligro, quizá la llegada de un tiburón. La cafetería se ha llenado de gente sin que yo lo advirtiera. Y se han sentado en círculo en torno mío. Todo el mundo me mira mientras siguen gritando ensordecedoramente.
Pero no, no es a mí a quien miran. Los ojos están fijos sobre mi cabeza. ¿Qué monstruo me acecha? ¿Se habrá desprendido un trozo del techo y estará a punto de aplastarme? La solución a aquel enigma es bastante más trivial. Sin darme cuenta, me había sentado contra la columna que sostiene el televisor. Era a ese aparato al que miraban, no a mí. Y se estaba transmitiendo no sé qué partido apasionante y se acababa de marcar un gol. Nunca dejará de sorprenderme la gente normal. ¡Es tan rara y a la vez tan previsible!
Recojo mis libros, mi café y mi vaso de agua y me voy a un lugar más discreto. Sonrío al recordar a todo el mundo mirando en una dirección y yo mirando en dirección contraria. Mentiría si dijera que eso me molesta.


Domingo, 3 de mayo
CERTEZAS

“Alguna vez me angustia una certeza”. Recuerdo el comienzo de “Muerte a lo lejos”, el soneto de Jorge Guillén que tantas veces he comentado en clase. Hoy esa certeza me embistió de pronto y me dejó tambaleante y maltrecho durante un tiempo.
Ha aprendido a saborear cada minuto, a no dejar perderse la magia de ningún instante. Sé todo el valor que tienen las cosas que nadie valora. Como a un niño, como a mi amigo Ernesto, cualquier nimiedad me fascina.


“¿Todavía no te aburre el cine?”, me pregunta un amigo. “Pero si no hay nada que valga la pena”. Es posible. La peripecia de The Internacional, con su denuncia de los sucios y paradójicos negocios bancarios (“si ellos ganan, ganan ellos; si ellos pierden, perdemos todos”), apenas me interesa. Pero qué fascinante la estación de Berlín, la arquitectura falsamente transparente del banco de Luxemburgo, las galerías de Milán, el Guggenheim de Nueva York donde tiene lugar el inevitable e interminable tiroteo y, sobre todo, los tejados de Estambul. Yo también quiero caminar sobre ellos, como los protagonistas de la película, con las cúpulas de la Mezquita Azul entre el laberinto de viejos tejados. Pero de momento, a la salida del cine, me conformo con un viaje en autobús, Oviedo deslizándose tras la lenta ventanilla mientras suena Haendel en el ipod.
Y de pronto, como una mala bestia encerrada que rompe las cadenas, el topetazo de la angustia, el miedo a la sádica enfermedad y a la muerte. Falsa alarma. Poco a poco recupero el ánimo. Pero alguna vez no será falsa. Lo sé y esa certeza hace que todo en mi vida, hasta lo que parecía más insignificante, doble su valor.


Lunes, 4 de mayo
FALSOS FANTASMAS VERDADEROS

Cuando estuve en Milán, el amigo que me llevó a ver Villa Necchi Campiglio, por entonces recién restaurada e inaugurada, me dijo que en ella había un fantasma, una mujer de cabello blanco que descendía la escalera, acariciaba alguna escultura, se sentaba en la mesa del salón absorta en sus pensamientos. Naturalmente, no le creí. En aquella villa racionalista de Via Mozart, construida en los años treinta para una de las grandes familias industriales, no tenían cabida fantasías románticas. Pero leyendo hoy una revista de arte me entero de que ese fantasma existe y que se llama Claudia. Estudiosa del arte, hija de un famoso galerista, a Claudia Gian Ferrari le preocupaba el destino de su colección, los cuadros y las esculturas que la habían acompañado durante toda su vida. Como no tenía herederos directos, decidió que cuando muriera, esas obras deberían formar parte de un museo. La Villa Necchi Campiglio, por entonces en restauración, parecía el lugar adecuado: ella coleccionaba arte italiano de los años veinte. Restaurado el edificio, la convencieron para que las cediera ya: era una lástima inaugurarlo vacío, aunque su escueta arquitectura minuciosa fuera ya una obra de arte.


Pero ¿cómo iba a vivir ella sin aquellas mágicas presencias? Sólo de pensarlo se llenaba de angustia. “Y entonces -cuenta Claudia- surgió lo que me pareció un compromiso maravilloso. Pusieron una habitación a mi disposición para que yo, cuando quisiera, pudiera ir a pasar un tiempo con mis cosas. Es una bonita habitación, donde en otro tiempo vivía el ama de llaves. Cuando me parece, aviso al encargado y me presento con mi bata de seda, un transistor y un libro. Me doy una vuelta por la casa, converso con La amante muerta y con mis otros amores y eso alivia mucho mi nostalgia. Recuerdo cómo me la encontré por primera vez. Formaba parte de las obras adquiridas por uno de los principales mecenas de Arturo Martini. Cuando murió, las heredó su hermana, que no se interesaba ni poco ni mucho por ellas, y durante décadas permanecieron olvidadas en un sótano que parecía una carbonera. Las descubrió un sobrino y me llamó para que fuera a verlas. No había siquiera luz eléctrica. Nos alumbrábamos con una linterna. Fue como entrar en la gruta del tesoro. Allí estaba La amante muerta. Caí de rodillas y pregunté si podía acariciarla. Durante muchos años, nada me alegraba más que regresar de un viaje y encontrarla esperándome, junto a La familia del pastor, de Mario Sironi, o El puro loco, de Adolfo Wildt. Ahora se han independizado, viven su vida, pero, como los hijos que se han ido de casa, de vez en cuando me dejan que vaya a pasar un rato con ellos”.


Martes, 5 de mayo
UN HEROE DE NUESTRO TIEMPO

Repeinado, retocado, con pinta de galán de otra época y simpática locuacidad de charlatán de feria, Silvio Berlusconi realiza uno de sus habituales ejercicios de seducción en el programa Porta a Porta de la RAI UNO. Yo le contemplo asqueado, como una pequeña parte de los italianos, y fascinado, como la mayoría de ellos. Su mujer no es más que una buena mujer manipulada por la oposición. Él es un santo varón dispuesto incluso a perdonarla si se disculpa de sus declaraciones. Saca papeles y explica el plan que tiene para, en un tiempo record, proporcionar casa a los damnificados del terremoto. “Nunca antes se había hecho algo así, todo está calculado, el 24 de septiembre, día de mi cumpleaños, entregaré personalmente miles de pisos perfectamente equipados, pisos de lujo”, y sonríe mientras el melifluo presentador casi cae de rodillas. A mí me viene a la memoria una novela de Thomas Mann, Mario y el mago, donde un hipnotizador fascina y humilla a una pequeña población italiana en los tiempos del fascismo. El final de aquella novela, escrita en los años veinte, en pleno esplendor mussoliniano, preludia Piazza Loreto. Pero este mago no tendrá un final así. Es lo que todos quisieran ser. Acabará de presidente de la República, de ancianito venerable, como Andreotti, ese taimado Berlusconi de sacristía. A la vez Leandro y Crispín, caballero y pícaro, roba y deja generosamente robar a los suyos, que son la mayoría. Y las hijas de las madres que amó tanto le besan ya como se besa a un santo. Y él las visita en su cumpleaños cargado de preciosas joyas.


Miércoles, 6 de mayo
SUERTE

¿Sigues solo?, me pregunta conmiserativamente un amigo adicto al matrimonio (va por el tercero).
Sigo solo. En las historias de amor nunca he tenido suerte, afortunadamente.


Jueves, 7 de mayo
BUENA COMPAÑÍA

“Me resulta fácil conversar conmigo mismo, y agradable. Los ojos cerrados hacia el mundo exterior, abiertos hacia todo lo que me gustaría ser, me otorgan una libertad infinita. Nunca he sido tan dichoso como cuando sueño con ser dichoso”.


Abro al azar una novela de Vintila Horia y me basta con la primera frase que encuentro para enredarme en fantasmagorías y dejar el libro. A cierta edad parece que los mundos ajenos comienzan a interesar menos que los propios.
Converso conmigo mismo. A ratos me doy la razón, con frecuencia me llevo la contraria. Como quien juega solo una complicada partida de ajedrez, me gusta defender una tesis y la opuesta. No siempre gano yo, no siempre pierdo yo. A menuda la partida se queda en tablas.
Perpetuo adolescente, nada me gusta más que llevar la contraria. Me basta oír afirmar con rotundidad una cosa, para empezar a dudar de ella.
Pero también conservo de la infancia la capacidad de ensoñación. Cuando no duermo, sueño.
Procuro ser buena compañía para mí mismo. Soy la única persona a la que tendré que aguantar toda la vida.

jueves, 7 de mayo de 2009

Al margen de Natalia Ginzburg

La doméstica felicidad genera todavía más angustia y espanto que la soledad porque puede desaparecer en un instante.

Si un día hubiese una revolución, preferiría ser asesinada a hacer daño a alguien. Esta es una de las poquísimas ideas políticas que mi mente es capaz de formular.

Me interesan los escritores que tratan de llevar a la luz del día los indicios robados al corazón de una noche impenetrable.


Yo no tenía solo la sospecha, sino la certeza constante de que el universo no era claro y simple sino oscuro y tortuoso, que los secretos anidaban en todas partes, que las calles y las gentes ocultaban el dolor y el mal, que la melancolía no desaparecería nunca, que no había fuerza capaz de vencerla.

El sentido de cada ser permanece incomprensible, perdido en el desorden del mundo.

Deseo una época en la que haya un amplio espacio para los que no tienen ganas de hacer nada.

Querría un partido que consiguiera gobernar sin perder nunca el bien supremo de la incertidumbre y la fragilidad.

Sobre la muerte no sabemos ni sabremos nunca nada, y eso es lo que hace que la vida tenga algún sentido.

A la serenidad y la sabiduría, prefiero la sed y la fiebre, las búsquedas inquietas y los errores.

El horror es la otra cara del esplendor.

Hay que encontrar palabras nuevas y verdaderas para las cosas que amamos.

Fiel a su ilimitada desesperación sin palabras, fiel para siempre a su ilimitada libertad de no pronunciar jamás una palabra.

He aprendido a esconder mi desolación en una sonrisa.

Inventar es como jugar con una camada de gatos recién nacidos; contar la verdad, como moverse en medio de una manada de tigres.

Tal vez Dios sea pequeño como una mota de polvo y solo podamos verlo en el microscopio.

Contra la estupidez no vale la ironía, no hay más arma que la soledad.

Las relaciones que mantenemos con nosotros mismos son siempre tortuosas y complicadas.


Hay escritores que pertenecen a la especie de los profesores o los curas; solo están a gusto en medio de sus escolares o de sus feligreses.

Su inteligencia era como un cuchillo sin mango: no podía utilizarla sin hacerse sangre.

Aire, silencio, espacio y descanso. Esos son los únicos lujos de los que sentiría prescindir.

De nada nos cuesta tanto prescindir como de ciertas cosas inútiles.

Vivir es decirle adiós al mundo mientras lo observamos desde una nave que se aleja.


No me interesa un partido político en el que no sea posible construir castillos en el aire.

Tras la muerte nos gustaría conservar algo de nosotros mismos, aunque fuera un poco de tedio, de miedo y de angustia.

La vida de cualquier persona, incluso la que mejor creemos conocer, se compone de culpas, remordimientos, sacrificios y acciones generosas que permanecerán siempre ignoradas por todos.

domingo, 3 de mayo de 2009

Para entregar en mano: Del amor y otras fantasías

Viernes, 24 de abril
UNA BOTELLA DE SIDRA

Recuerdos del paraíso: “A la caída de la tarde, en especial los fines de semana, desde la primavera hasta el otoño, bajo los frondosos árboles del campo de la Alcántara nos reuníamos en corro cinco o seis niños y nos poníamos a contar historias. Destacaba un joven conocido con el sobrenombre de Mito. Había leído a Julio Verne y nos hacía partícipes de las andanzas de sus personajes. Algunas veces aparecía por allí Manolo Guerra, un poco mayor que nosotros, y que disponía de algún dinero porque descargaba bocoyes de vino o aceite que venían en camiones. Cuanto eso ocurría, aportaba parte de su dinero y en Casa Morán, una tienda de ultramarinos que ya no existe, comprábamos sidra dulce. En los intervalos de la historia dábamos por turno un trago a la botella. Un día Manolo dijo a Mito: Bebe hasta que yo te diga basta. Y el bueno de Mito cogió la botella, empezó a beber y, como Manolo se distrajo, se la bebió entera. ¡Menuda la que se armó! ¡Deixáchenos sin sidra!, protestábamos todos. Mito, muy tranquilo, contestó: ¡Eu limiteime a obedecer!


Ricardo Pedreira, catedrático jubilado, cuenta los recuerdos de su infancia en Mondoñedo allá por los años cuarenta. Tiempos oscuros, dorados sin embargo por el sol de la memoria. Cierro los ojos y vuelvo yo también a la sombra de los grandes árboles, mientras cae la tarde, cuando el mundo era una gran caja de sorpresas apenas entreabierta y escucho de nuevo la voz de Mito, la voz del Mito: “El día en que nuestro barco desplegó sus velas a la brisa y zarpó hacia las regiones del Sur era un día hermoso, cálido y luciente. ¡Cómo brincaba de alegría mi corazón con el alegre coro de los marineros mientras tiraban de las cuerdas y levaban el ancla!”.
Sí, yo también, en los lentos atardeceres del verano, sin moverme del sitio, los ojos muy abiertos, he dado la vuelta al mundo. Pero mientras yo fantaseaba distraído siempre eran otros los que se bebían la botella de sidra de la realidad.


Sábado, 25 de abril
AQUEL ABRIL

Por muchos años que pasen, por muchas desilusiones que vengan después, hay fechas que siempre me llenan de luminosa felicidad.
Descender la Avenida da Liberdade, cruzar el Rossio y las rúas geométricas de la Baixa, atravesar el arco suntuoso de la Rua Augusta, llegar a la más hermosa plaza del mundo y allí, frente al azul pacífico del río que se sueña océano, respirar hondo y recordar que la triste historia del mundo puede a veces no estar hecha de sangre y fango,
sino de luz y claridad y fraternidad.
¿Cómo podríamos olvidar quienes vivimos aquel abril que el sueño de un mundo mejor un día se llamó Portugal?



Domingo, 26 de abril
ELOGIO DEL ENGAÑO

Leo en Proust: “Una mujer a la que amamos rara vez basta para todas nuestras necesidades y la engañamos con una mujer a la que no amamos”.
Sí, a menudo engañamos a quien queremos con quien no queremos.
¿Importa eso? No, siempre que sepamos ser discretos y no nos dejemos tentar por el más letal de los pecados: la sinceridad.


Lunes, 27 de abril
HÉROES

Habla Alejandro Bekes -de paso estos días por España- de su abuelo Sándor Bekes, que nació en tierras húngaras, hoy rumanas, del antiguo impero austro-húngaro, y yo recuerdo el poema que le dedica: “¿Qué ha de hacer con su vida un artesano, / un carpintero que viene a América a probar fortuna? / No me senté a llorar ni a acordarme de Sión. / Tenía el taller al lado de la casa. / Ganarse la vida no era fácil. / Los chicos enderezaban los clavos viejos”.
Con nosotros, en la cafetería del Rosal, está Inés Illán: “Mi abuelo era criptojudío, descendiente de aquellos que se vieron obligados a convertirse pero que siguieron manteniendo en secreto su religión durante siglos. Quiso tener muchos hijos y para todos ellos eligió nombres judíos, pero solo pudo tener uno, mi padre, al que quiso llamar Israel. Como no lo aceptaron, le llamó Abraham. A mi padre le detuvieron y le condenaron a muerte a los pocos días de acabada la guerra civil. La víspera de su ejecución pidió, como última voluntad, que le dejaran conocer a su primer hijo que estaba a punto de nacer. Le llevaron esposado y, sin quitarse las esposas, besó a su mujer y a su hija que acababa de nacer. No pudo cogerla en brazos. Esa hija era yo. Esa misma mañana, al leer la lista de los condenados, el guardia que la leía le preguntó si era hijo de su amigo Illán Toledano. Al contestar que sí, le borró de la lista y le apartó del camión que le llevaba al paredón. Se ocultó en el pueblo de Toledo en el que había nacido. Allí se dedicaba a enseñar a leer a la gente, a pesar del riesgo que suponía. Cuando volvió con su mujer y su hija, alguien le delató y le metieron preso. Mi madre le llevaba a la cárcel comida envuelta en papel de periódico. Los guardias se quedaban con parte de la comida, pero nunca le dieron importancia a aquellos papeles que la envolvían. No sabían que para mi padre eran lo más importante. Mi padre podía pasarse días sin comer, pero ni un día sin leer. Aprendió a leer en El Imparcial, el periódico de la familia de Ortega y Gasset, y a mí me enseñó a leer en el Abc. Era yo una niña de cuatro años y ya leía en voz alta el periódico para asombro de todos”.
Con asombro escuchamos Alejandro Bekes y yo a Inés Illán. Como escribió Galdós, y a mi amigo Andrés Trapiello le gusta citar, cada cual lleva consigo su novela. ¡Y qué hermosa novela la de mi antigua profesora de latín! Más admirable que don Illán de Toledo, aquel mago que supo dar una lección a un deán ambicioso, me parece a mí Abraham Illán, para quien no había magia que pudiera competir con la lectura.
La libertad no hace a los hombres felices, los hace simplemente hombres, decía Manuel Azaña. “Mi padre pensaba lo mismo de la lectura”, añade Inés Illán.


Martes, 28 de abril
PAOLO Y LAS SIRENAS

Me gusta hacer de guía. “No te puedes ir de Oviedo sin conocer Gijón”, le digo a mi amigo argentino. Él me habla de su provincia, Entre Ríos, que durante mucho tiempo fue una isla abrazada por dos grandes ríos, como su nombre indica, el Uruguay y el Paraná. Yo le llevo a saludar al océano desde el cerro de Santa Catalina y allí, esta mañana ventosa, escuchamos cantar a las sirenas. A la lista de mis lugares sagrados, he añadido, desde la primera vez que estuve aquí, este templo a un dios desconocido que acaricia la lejanía con sus brazos poderosos.
En silencio escuchamos cantar a las sirenas y luego, en el Dindurra (tan parecido a los viejos cafés porteños), cada uno trata de ponerle letra propia a esos cantos de seductora perdición.


Alejandro Bekes rompe de pronto el silencio y me dice: “¿Tú no crees que los poetas tienen algo de profetas, que no hablan de lo que han vivido sino de lo que van a vivir? Cuando yo volví a contar en un soneto la historia de Paolo y Francesca ni por asomo me imaginaba que iba a ser protagonista de una historia semejante, que toda mi vida se iba a derrumbar de pronto, que tendría que volver a levantarla sobre cimientos nuevos”.
A la memoria me vinieron fragmentos del poema: “este deseo, / Francesca, que nos une y nos abisma / uno en otro, tus ojos en mi vida, / un aliento en dos bocas, una herida / doble que duele amándose a sí misma / con furioso placer, con desgarrada / ternura, nos será castigo eterno, / o eso dirán los ángeles adustos. / Pero por nuestra dicha condenada / los dos tendremos cielo en el infierno: / sin ti es infierno el cielo de los justos”.


Alejandro Bekes ya les ha hecho caso a las sirenas, ya ha tomado su personal camino de perdición hacia el jardín de las Hespérides; yo, más cauto, siempre he preferido quedarme en la orilla, escuchar las confidencias de los viajeros audaces y escribir lo que otros han vivido. Quien no se atreve a ser Ulises ha conformarse con ser Homero.


Miércoles, 29 de abril
LA EXPERIENCIA

Sigo con Proust: “Si algo me ha enseñado la experiencia es que amar es una fatalidad, como las que se suelen dar en los cuentos de brujas, contra la cual nada se puede hacer hasta que no haya cesado el encantamiento”.


Jueves, 30 de abril
CONSEJERO MATRIMONIAL

De vez en cuando, los amigos me hacen confidencias: “Ha ocurrido algo terrible: me he enamorado de otra, pero sigo queriendo a mi mujer”.
Si me piden consejo, les doy siempre el único consejo sensato que se me ocurre: cierra los ojos, déjate llevar, no digas nada, disfruta mientras puedas.
Siempre engañamos a quien queremos y siempre nos engaña quien queremos. De lo contrario, ¿cómo podríamos querernos?


[Publicado en La Nueva España - 03.05.2009]