jueves, 13 de agosto de 2009

De Avilés a Cádiz (11): Plaza de armas

Nada me gusta más que los viajes en el espacio que son también viajes en el tiempo y las raras coincidencias del azar. Leía yo los diarios de Francisco de Miranda, el patriota venezolano que a finales del XVIII visitó Nueva York y Venecia, cuando me entero de que esta mañana nos toca visitar el astillero de La Carraca, donde estuvo prisionero y murió un día de julio de 1816.
El libro, que compré ayer en una librería de viejo gaditana, lo editó en 1977 la Editora Nacional, todavía situada en la Avenida del Generalísimo. Qué remoto ese año en que yo recorrí por primera vez Portugal desde Valença do Minho hasta Vila Real de Santo António y en el que ya tenía más edad que la mayor parte de quienes me acompañan en esta rara singladura.
En Nueva York, Francisco de Miranda decide hacer una pequeña incursión en Long Island. A las doce del mediodía se embarca en compañía de Jack Evers, un joven de dieciocho años que se brinda a ayudarle y que en menos de quince minutos, en medio de gran cantidad de hielo, le deja en un pequeño lugar de la ribera opuesta llamado Brooklyn. Allí comieron en la posada principal, bastante buena.
Venecia, todavía independiente y republicana, le gustó menos que la joven Nueva York: “No se puede negar que al aproximarse el espectáculo impone. Tantos hermosos edificios que parece que salen del agua, la vista del Canal Grande y el de la Giudecca con las islas adyacentes… Pero cuando se desembarca y se comienza a ver la porquería que cubre las calles esa impresión disminuye infinitamente”.
Con el diario de viajes de Francisco de Miranda en el bolsillo, llego al arsenal de La Carraca, semioculto en el destartalado laberinto desarrollista de la isla de San Fernando. Otra isla resulta este lugar. Parado en medio de la Plaza de Armas, rodeado de edificios dieciochescos, miro hacia la hermosa Puerta del Mar y leo la inscripción latina que ya me encontré en la Escuela Naval de Marín: “Tu regere ymperio fluctus hispane memento”. Tú, español, recuerda que riges un imperio sobre las olas.


Sabía que lo mejor de España tiene su origen en el siglo de Feijoo y Jovellanos. No sabía que donde el espíritu dieciochesco se mantiene más ejemplarmente es en la Armada. Cruzo la Puerta del Mar. Están desarmando el Hernán Cortés, un transporte de guerra fabricado en Norteamérica en los años setenta, y un poco más allá ponen a punto al Juan Sebastián Elcano, cuya juvenil gallardía sigue intacta a pesar de que ya ha cumplido ochenta años. Como mascarón de proa lleva a la dorada Minerva, diosa de la sabiduría y de la guerra. Ningún símbolo mejor.
Visitamos después el Real Instituto y Observatorio de la Armada, fundado por Jorge Juan, un centro de investigación entre los primeros del mundo y además un fabuloso museo de la ciencia –con la particularidad de que todos los instrumentos que se expones han sido allí mismo utilizados-- y una biblioteca no menos fabulosa. El elegante edificio neoclásico, con su cúpula para estudiar las estrellas, está semiescondido por horrendas torres residenciales. “España es así, señora”, parafraseo.


Fernando Belizón, capitán de navío, director del Observatorio, nos sirve de guía con alacridad y precisión, no en vano es matemático: la Sección de Efemérides, donde desde 1791 se elabora el Almanaque Náutico, publicado anualmente desde entonces; la Sección de Astronomía que participa, junto al Instituto de Astronomía de Cambridge y el Observatorio de la Universidad de Copenhague en los trabajos del Círculo Meridiano Automático Carlsberg, instalado en la isla de la Palma (admiramos el Astrolabio Danjon y el Astrógrafo Gautier, que en 1887 levantó una de las primeras cartas fotográficas del cielo); la Sección de Hora, con su batería de relojes atómicos de haz de cesio y sus patrones de rubidio que permiten establecer una escala de Tiempo Universal Coordinado propia (“Aquí vendemos la hora”, nos dice el director, “y es un buen negocio”); la Sección de Geofísica, con sus variómetros de tensión fotoeléctrica, sus magnetómetros de protones y sus redes sísmicas de corto período y de banda ancha… Yo escucho con la misma fascinación con que, a los diez años, leía las extensas digresiones científicas de las novelas de Julio Verne, pero los alumnos no están por la labor: nos siguen perezosamente de una estancia a otra, de un edificio a otro, aprovechan cualquier sombra para quedarse aletargados. Don Fernando Belizón ha de contenerse para no cuadrarse y ponerlos a todos firmes; se conforma con continuas ironías: “Parecen ustedes un poco cansados; se nota que han navegado mucho”. Y yo sonrío: “Sí, toda la noche por la noche de Cádiz”.


Esta visita al Observatorio de San Fernando me recuerda una anécdota que cuenta Juan de la Cierva en sus memorias. Allá por 1909, cuando era Ministro de Instrucción Pública, visitó el Observatorio madrileño (en sus alrededores comienza la novela de Galdós El doctor Centeno) donde le sorprendieron unas cajas sin abrir. Preguntó que contenían y nadie supo darle razón. Ya estaban allí cuando nombraron al director. Mandó que las abrieran y contenían lentes para el telescopio, las más modernos y avanzadas que podían encontrarse allá por 1808, cuando el encargo de Godoy… Llegaron tras la caída del Ministro y nadie había tenido desde entonces curiosidad para abrir aquellas cajas. En este Observatorio de la Armada nunca pudieron permitirse el lujo de no tratar de estar entre los mejores.
Un guía muy gaditano, con guasa y algo de sal gorda, nos muestra el Panteón de Marinos Ilustres. La oración inscrita en uno de los muros termina de la más conmovedora manera: “Acuérdate también, Señor, de los enemigos que lucharon contra nosotros en combate con nobleza y con honor. Dales gloria eterna”.


Como buen español de un tiempo de miseria, como buen republicano, mis simpatías hacia el ejército no han sido nunca excesivas. En el arsenal de La Carraca (que lleva el mismo nombre que aquella fortaleza que Carlos V hizo construir en la laguna de Túnez), me veo obligado a prescindir de algunos prejuicios.
Si lo mejor de España tiene su origen en el siglo XVIII, la audacia racionalista de ese siglo quizá en ninguna institución se mantiene mejor que en la Armada. Me alegra comprobar que todavía aprendo.

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