martes, 4 de agosto de 2009

De Avilés a Cádiz (2): El barco de sal

Demorar el placer suele ser la manera más inteligente de acrecentarlo. La realidad rara vez puede competir con la ilusión.


Se demora el embarque. Todavía seguimos recorriendo el territorio de partida, teniendo como base el centro deportivo junto al embalse de Trasona. Se celebra esta mañana el 34 campeonato asturiano de piragüismo y allí me encuentro con Vicente Domínguez, el decano de la Facultad de Filosofía, el filósofo que más sabe de cine. Ignoraba que también es un experto piragüista. Se sorprende de verme por allí tan temprano. “Creía que no te interesaba el deporte”, me dice. La verdad es que mi entusiasmo por el deporte y la naturaleza resulta perfectamente descriptible. Oscar Wilde afirmaba que, para mantenerse joven, era capaz de cualquier cosa, salvo de madrugar y hacer deporte. Yo soy de la misma opinión, salvo en lo de madrugar. El sacrificio del que no soy capaz, ni siquiera para mantenerme joven, es el de trasnochar.
El bergantín-goleta “Cervantes Saavedra” se balancea en el puerto y nosotros demoramos el momento de hacernos a la mar. Este domingo toca todavía explorar el punto de partida, desconocido para muchos de los participantes, presuntamente familiar para mí.
Nunca había estado, sin embargo, en el Museo Marítimo de Luanco, tan didácticamente preciso como lleno de curiosidades mágicas. Me sorprende un cartel que anuncia la primera travesía del Titanic, con su seductora invitación al viaje, y un deslumbrante barco de sal.
Sorprendente resultó luego la mesa redonda con varios inmigrantes senegaleses coordinada por Concepción Urdampilleta. Ya conocía yo a uno de ellos, Amadou, que Ana Vega había llevado alguna vez por la tertulia de Oliver. Tendemos a mirar a los subsaharianos (ellos emplearon la palabra “negro” una y otra vez: al contrario que los afroamericanos no la consideran peyorativa) con un vago paternalismo que apenas los individualiza, como si el color de la piel fuera un uniforme. Pero qué distinta personalidad la de los cuatro inmigrantes que hablaron ayer. Unos llevan largo tiempo en España, y se les notaba. Otros tenían la timidez del que todavía no domina bien el idioma y carece de papeles. Todos dieron una sorprendente lección de inteligencia y sentido común. La estrella fue, sin duda, Amar, que de vender en la calle pasó a jugar al baloncesto en el Vetusta, a camarero en una sidrería de Mieres, a trabajar en una empresa destinada a la restauración de hórreos y paneras. Habla un asturiano lleno de gracia y sabe conquistar al auditorio desde la primera palabra.
Modou llegó hace dos años. Navegó en un cayuco hasta Tenerife. No tiene papeles. Llegó engañado por su ilusión, creyó que aquí todo iba a ser más fácil. Reunió el dinero en secreto y en secreto se subió al cayuco. Todos sus amigos se iban. ¿Por qué no iba a hacer él lo mismo?
Sergio –“mi nombre es difícil de pronunciar para un español, aquí todos me llaman Sergio”— es mecánico. Ahora tiene la suerte de trabajar en su profesión. “Al principio, antes de encontrar trabajo, traté de dedicarme a la venta, pero yo no valía para eso, me daba vergüenza”.
Nunca se me habría ocurrido pensarlo. Como todos, estoy lleno de estereotipos. Alguno de ellos ha desaparecido en esta provechosa mañana. Amar nos previene para que no caigamos en otro estereotipo más, el del negrito bueno: “En todo saco de cebolla, hay alguna cebolla podrida”. Repite luego que para abrir la mente, para poder aceptar a los demás tal como son, es necesario viajar.
Completamente de acuerdo, pero con una precisión: para viajar no hace falta viajar. No sé quién escribió que bastaba sentarse media hora en las escalinatas de la Biblioteca Pública de Nueva York, en la Quinta Avenida, para ver desfilar por delante de uno toda la entera variedad del mundo. No es necesario ir tan lejos. Basta darse una vuelta por el propio barrio con los ojos abiertos. Ya no hay compartimentos estancos. Cada persona con la que nos encontramos es una ventana abierta, a veces a otro continente, siempre a un mundo desconocido.
Al regresar de Luanco, me sorprende un paisaje vagamente familiar. No tardé en darme cuenta de que estábamos atravesando el alto de Valliniello. Miro hacia el fondo del hermoso valle: sí, allí está la antigua Ensidesa, ahora contenida por un cinturón verde; hace medio siglo, cuando mi familia fue a vivir allí, rodeada de insalubres escombreras entre los que se hacinaban los recién llegados.
Como Amar, Amadou, Madou y Sergio yo también llevo conmigo mi novela. Que no voy a contar ahora.


Al volver por la tarde del Cabo Peñas, volvimos a pasar por la misma carretera. Y yo pensé en lo extraño que es el mundo: hace años que no vengo por aquí, y hoy por dos veces contemplo el escenario de mi áspera infancia en el Fondo de Valliniello, que algo ha cambiado, quizá más de lo que yo he cambiado.
Por la noche, antes de acostarme, recordé el barco de sal del Museo de Luanco y volví a releer las páginas de Stendhal que hablan del amor como cristalización. Una rama cualquiera, caída en una de las minas de sal de Salzburgo, acaba convertida en una joya deslumbrante. Un tosco barco hecho de madera, dejado un tiempo en una mina de sal, acaba convertido en esa nave fabulosa, que parece a punto de zarpar hacia el mágico mundo de los sueños, del Museo Marítimo.
Y yo pensé que el barco que me espera es también un barco de sal. Está hecho de la misma materia que mis sueños.
¡Tantos barcos semejantes, tantos amores semejantes se han disuelto ya en el agua de la cotidianidad! No importa. Yo no me canso de arrojar una rama cualquiera, una mirada cualquiera (pero distinta a todas) a la mina de sal de Salzburgo.


El barco, deslumbrante, se balancea en Marín. Allí nos espera. Retrasar el placer es parte del placer.

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