domingo, 4 de octubre de 2009

Línea roja: Cosas que nunca diría

Domingo, 27 de septiembre
DOCTOR MENGELE

Nunca me ha molestado en exceso engañar a los demás, siempre que fuera con buen fin. Lo que no soporto es engañarme a mí mismo, y creo que me he pasado la vida haciéndolo.
Ahora que estoy a punto de cruzar la línea roja tras de la cual el único cambio que se admite es el acelerado deterioro, he decidido afrontar un programa serio de reformas. Pero para ello lo primero que hace falta es observarse con rigor y sin autocomplacencias. Algo especialmente difícil. Si me miro a mí mismo, siempre me veo mucho mejor de lo que soy. Para verme bien necesito mirar a los demás. Por eso desde hace unos meses he comenzado a hacer una ficha de cada persona mayor de cincuenta y cinco años que conozco. En ella voy anotando el resultado de todas mis observaciones con la mayor objetividad de que soy capaz, como si se tratara de cobayas un laboratorio. Muchos enemigos me ganaría si esas fichas se divulgaran, pero el rigor científico no admite la piedad.
A mí me resultan muy útiles. ¿Hay algo en común en todos esos sujetos que someto a mi observación? Todos nos creemos mejores de lo que somos. No solo yo. Y gracias a eso nos soportamos a nosotros mismos.
Ahora que voy a cumplir sesenta años quiero verme sin complacientes veladuras. Una hazaña de la que pocos son capaces. Y seguir aprendiendo con cada tropezón.
Nunca condescenderé con las abusivas generalizaciones, el pensamiento en blanco y negro, la empobrecedora rutina, la falta de curiosidad. Haré todo lo posible por seguir siendo un exigente alumno, un adolescente inseguro y curioso y nada complaciente hasta el final.


Lunes, 28 de septiembre
CIRCOLO DEI FORESTIERI

Llovía cada vez con más fuerza. Bajo los toldos, en la alta terraza del Circolo dei Forestieri, todas las mesas estaban ocupadas, pero solo dos de ellas con una sola persona. Éramos los únicos solitarios y eso hizo que nos miráramos más de una vez con simpatía. Los dos teníamos delante un café, un libro y un cuaderno. No sé lo que escribiría ella en su negro moleskine. Yo anoté, como hago siempre que me sobra el tiempo y no tengo ganas de pensar en nada, unos cuantos haikus. Entre la lluvia, sobre el fosco mar, se entreveía la silueta de Capri. Abro ahora el cuaderno y me entretengo en descifrar los garabatos de entonces:

Vuelvo a mirarte. / Ya no estás, eras sueño, / y aún me sonríes.
Qué lentamente / de la luz a la sombra / el mar, el cielo.
Ese alto pino / de Ulises supo y supo / de mí contigo.
Oigo tus pasos, / reloj que no descansas / hasta alcanzarme.
A nadie espero /y en esta mesa sola / sigo esperando.
Ese ladrón / cada día que pasa / me roba un día.
Tortuga inmóvil, / ¿acaso esperas / que llegue Aquiles?
Tanta luz fuera / y en los ojos que miro / toda la noche.
La noche entera / en la cama muy juntos / el tiempo y yo.
Se sienta con nosotros. / No sabe que está muerto. / ¿Quién se lo dice?
Sé que prefieres / la plena luz del día / para asustarme.
Sobre la mesa / el queso el vino el pan / y unos limones.

Eso es lo que yo escribí, sin pensar en lo que escribía, mientras fantaseaba una novela con aquella mujer todavía joven y solitaria que en Sorrento leía los Sonnets from the Portuguese, de Elizabeth Barrett Browning, y que quizá a su vez soñaba una novela en la que yo era el protagonista. Soñemos, alma, soñemos.



Martes, 29 de septiembre
SECRETOS INCONFESABLES

Hay verdades que resultan ofensivas y, por eso, una persona bien educada lo primero que debe aprender es a callar buena parte de lo que piensa.
Como todo el mundo, yo también tengo mis secretos inconfesables. Ni siquiera a mis amigos más íntimos me atrevería a decirle que me sobra el dinero (y no porque gane mucho sino porque necesito menos), que me gusta pagar impuestos (y siempre pago el máximo correspondiente sin recurrir a ninguna argucia legal para rebajarlos), que con nada disfruto más que con la vuelta al trabajo tras las vacaciones.
Si yo dijera algo así, perdería las pocas simpatías que tengo. Pero qué le vamos a hacer, cada uno es como es. De sobra sé que nada resulta más rentable que el victimismo y la ramplona demagogia.
Cuando entro en un museo, en una biblioteca pública, cuando cruzo un elevado viaducto o paso delante de un bullicioso centro escolar a la hora del recreo, siento la satisfacción de saber que todas esas maravillas las estoy costeando yo en la medida de mis posibilidades. Nada de lo que pudiera comprar con el tercio de mis ingresos que se lleva hacienda me haría más feliz.
Y cuando tras las interminables vacaciones entro otra vez en clase, saludo a los alumnos que me miran atentos, comienzo a hablar de historia y de literatura, siento siempre –como me ha ocurrido hoy- que el mundo vuelve a estar bien hecho.
Pero si yo dijera en público estas cosas, cuánta gente se ofendería. Por eso hago lo que todos: quejarme. Que nadie se entere de que con insultante frecuencia soy feliz.


Miércoles, 30 de septiembre
UNA FIESTA EN LA NOCHE

A veces, mientras tomo el café de la mañana o de la tarde, algún desconocido se acerca a saludarme. Es lo que ha ocurrido hoy en Los Porches. “Perdone que le moleste. Su escrito de ayer, esa especie de diario, me ha traído tantos recuerdos... Yo también estuve en Ischia, pero de eso hace medio siglo. Allí tuve un encuentro que decidió mi vida. Estudiaba ingeniería en Italia, de donde es parte de mi familia, y un día decidí dejarlo todo y hacerme sacerdote, con gran disgusto de buena parte de mis amigos. Un tío abuelo mío, que era párroco en Santa María de Portosalvo, estaba un poco enfermo, y allá me fui durante el verano para hacerle compañía. Una noche en que no podía dormir me dio por pasear por el estrecho camino que avanza hacia el centro de la isla por detrás de la iglesia y las termas militares, que usted conocerá. A un lado y otro, hay casas de campo y villas de recreo. En una de las más hermosas daban una fiesta. El jardín estaba lleno de jóvenes elegantes y de jovencitas en traje de noche. Bebían y reían, charlaban en grupos, sonaba una música no estridente, como en sordina. Yo me quedé parado ante la verja, mirando con cierta envidia aquella imagen de la felicidad (la vida en la isla, sin más mundo que mi tío y las beatas que frecuentaban la iglesia, comenzaba a aburrirme).


Al notar que la puerta estaba entreabierta, sin pensarlo dos veces, me colé dentro. Un sirviente pasó con una bandeja y yo cogí una copa. Deambulé entre los grupos. De pronto, un hombre algo mayor que los demás invitados, me hizo una seña: “Ven conmigo”. En una ventana del primer piso creí entrever el brillo de dos ojos que me observaban. Entramos en la casa, penumbrosa (toda la luz y la animación parecía concentrarse en el jardín), subimos unas escaleras, abrió la puerta de una habitación, me invitó a entrar y la cerró suavemente tras de mí. Él se quedó fuera. Una mujer se me acercó bruscamente, casi podría decir que se abalanzó sobre mí. Lo que ocurrió después no hace falta que lo cuente. Al salir, el hombre me entregó un sobre. Lo guardé en el bolsillo del pantalón en un gesto inconsciente. Cuando lo abrí más tarde, vi que contenía dinero. No demasiado. Naturalmente aquella historia, que me dejó tan confuso como satisfecho, todo hay que decirlo, fue el fin de mi vocación religiosa. Entendí lo ocurrido bastantes años después, hojeando, antes de entrar a ver los cuadros, el catálogo de una gran exposición que se celebraba en el Reina Sofía. Resulta que el pintor había pasado un verano en Italia, precisamente en Ischia. Las fechas coincidían. Ahora estoy jubilado, tengo tres hijos, cinco nietos, y sonrío al pensar que toda esa felicidad se la debo a que una mujer, Gala Dalí, se encaprichó una noche de fiesta del aturdido seminarista que se había colado en su jardín”.


Jueves, 1 de octubre
ENVEJEJER

Subrayo unas líneas de Eugenio Montes: “De eso iba a escribir cuando tomé la pluma y hablé de otras cosas. Uno se va haciendo viejo y envejecer es dejar que los recuerdos se enreden unos con otros, divagar sin llegar nunca a ninguna parte, o quizá sufrir que los demás le llamen divagación a lo que es sustancia última de una vida”. Y otras de Somerset Maugham: “Está bien que un caballero, pasados los sesenta años, tenga vida sexual, pero no resulta correcto que hable de ella”.



Viernes, 2 de octubre
MI FAI VOLARE

Hay un rincón en Nápoles que a mí me gusta especialmente. Está en el Vomero, pasado el parque de la Floridiana, al final de la calle Luca Jordano. En el Vomero, mucho antes de que existiera el funicular, vivió el filósofo Benedetto Croce y cuando bajaba a la ciudad lo hacía calmosamente en burro. Desde allí se ve el puerto de Mergellina, la deslumbrante bahía, las islas misteriosas. A este rincón acostumbran a venir los enamorados. En el suelo y en los peldaños de las escaleras escriben sus declaraciones de amor con grandes letras: “So tu mi fai volare, senza mai cadere giù, mi dai sempre de piu, del passado no m’importa, ció que conta é averti qui”. Solo tú me haces volar… Las parejas se abrazan contra la barandilla y a veces parece que van a salir verdaderamente volando sobre el azul del mar.
Antonio Beccadelli hizo lo mismo que estos enamorados en un gozoso libro y en el latín lustral de los humanistas. Entre procaces bromas que emulaban a Marcial y a los Carmina priapea escribió: “Ardo, el corazón se me consume de llamas secretas. / Y cuanto más callo, más crece mi dolor”.
Hizo lo que hacemos todos con un amor secreto: callarlo a gritos.


3 comentarios:

  1. Agradezco sus escritos porque muchas veces tengo la sensación de que son sólo para mí dado el clima intimista de los mismos.
    Un cordial saludo.

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  2. Gracias, señor García Martín, por colgar sus escritos en este blog, que ya forma parte de mi intimidad.

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  3. Muchas gracias, señor García Martín, por haber abierto el blog y compartir con los lectores sus bellísimos escritos. Vengo aquí cada día y nunca me voy con las manos vacías.

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