domingo, 27 de diciembre de 2009

Línea roja: Historias reales

Domingo, 20 de diciembre
ESTAMOS EN PAZ

Qué espléndido regalo el de este último domingo de otoño. Hace frío, pero el cielo está de un azul tan prodigioso que no parece de este mundo. Y qué transparencia la del aire: todo relumbra como recién creado. Mientras cruzo la plaza de Santullano, recuerdo los versos de Amado Nervo que oí recitar el martes pasado, en la Casa de Cultura de Avilés, a José María Martínez: “Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida, / porque nunca me diste ni esperanza fallida, / ni trabajos injustos, ni pena inmerecida”.
Sí, yo también, como el poeta mexicano, “he sido el arquitecto de mi propio destino”. Y cuando llegue la hora del último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, podré repetir sus palabras: “Vida, nada me debes. Vida, estamos en paz”.



Lunes, 21 de diciembre
VUELTA A CASA

Al regresar a casa, después del cotidiano y vespertino café en el Rosal, me detengo un momento ante una agencia de viajes. En el escaparate se exhibe un globo terráqueo. Lo contemplo como en la infancia, fascinado por tantos ríos y mares, montañas e islas desparramadas en el azul. A su lado hay un velero. Me basta cerrar los ojos para estar a bordo y sentir la aspereza del viento en la cara. Pero parece que he llegado en mal momento. La vela de mesana, en jirones, pende del pico de cangreja aleteando sobre la toldilla. Las demás velas bajas –la de gavia, el sobrejuanete y las restantes del mayor- se hallan rizadas. Pero en el mástil de proa, a excepción del cangrejo, el velacho bajo y el trinquete, las otras golpean furiosamente amenazando quebrar el mastelero. El bauprés está tronchado por su mitad, y el botalón, desprendido, salta locamente sobre las aguas amadrinado aún a las bandas por sus vientos, que también están a punto de romperse tensados por la fuerza monstruosa de las olas. En el resto solo quedan el contrafoque y la trinquetilla, amenazando rasgarse sacudidos por la violencia del vendaval. Las demás velas de cuchillo, menos las de cangreja, el estay mayor, la de mesana, de gavia y de sobremesana, han sido arrebatadas por el viento. De pronto una ola enorme levanta de través al buque zarandeándolo fuertemente, haciendo crujir todo su armazón y elevándolo a una altura prodigiosa.
Abro los ojos y sigo de vuelta a casa, tambaleante, como el que acaba de pisar tierra después de una larga y angustiosa travesía.



Martes, 22 de diciembre
ORESTE PINTO

Xuan Bello pasa un momento por la tertulia y yo le cuento que Gloria Bahamonde está preparando un trabajo sobre su Historia universal de Paniceiros para el homenaje que la Academia de la Llingua le va a dedicar a García Arias. “Pues no le va a hacer mucha gracia al homenajeado”, comenta. “Ya hubo quien le desaconsejó que escribiera sobre ti; otro profesor le dijo que ese libro no era más que unos artículos de Les Noticies”, “¿Qué profesor? ¿Insuela?”, “Me preguntó si había existido el capitán Bobes, aquel emigrante asturiano del que nos habló Víctor Fuentes en California; quería saber lo que hay de verdad en tu libro”, “Todo. Soy como tú, un cronista sin imaginación. Tú mismo no te creías que un tío mío había sido compañero de Cernuda. Hasta que no encontré la foto en la que aparecían los dos juntos no te lo creíste. Ahora estoy investigando la historia de otro amigo de mi tío, un holandés que trabajó en el servicio de contraespionaje y al que conoció también, como a Cernuda, en la Inglaterra de los años cuarenta. Tenía un nombre que parece inventado, Oreste Pinto, y su odio a los alemanes comenzó mucho antes de que Hitler llegara al poder. A mi tío le contó muchas veces una anécdota de su juventud. Cuando tenía dieciocho años, poco antes de la Guerra del 14, iba con un amigo a pasar unos días en la Selva Negra. Viajaban en tren. A poco de adentrarse en tierra alemana llegó el revisor. Como tardaron unos minutos en encontrar los billetes, el funcionario comenzó a gritar y a insultarles, como si fueran dos facinerosos. Oreste Pinto, expresándose en alemán, le rogó calma y corrección. Entonces el revisor replicó con altanería: “Ich trage des Kaisers Rock!” (¡Llevo la guerrera del emperador!). Oreste Pinto le miró de arriba abajo, sin perder la calma, y dijo: “Der ist aber schmutzig” (Pero bastante sucia, por cierto). Y entonces el revisor, rojo de ira, gritó: “Ich untersage Ihnen das Recht sich der Deutschen Majestät gebenüber wegwerfend zu aüssern!” (¡Le prohíbo terminantemente que insulte a Su Majestad germana!). Lo curioso es que algunos años y algunos millones de muertos después, Oreste Pinto conoció a aquella Majestad a la que presuntamente había insultado por burlarse de la chaqueta sucia de un iracundo revisor. Un día, de visita a unos familiares que vivían en Doorn, se detuvo admirativamente ante el cuidado jardín de una casa vecina. Un anciano, que salía entonces de la casa, se dio cuenta de su curiosidad y le invitó a pasar. Le fue mostrando orgulloso las flores que cultivaba y le comentó que hacía un momento acababa de recibir un cablegrama en el que le comunicaban que sus tulipanes habían recibido un nuevo premio. Quedó encantado con su amabilidad y cuando preguntó en casa cómo se llamaba el vecino le dijeron: “Ese es el hombre que tú alguna vez planeaste matar, el ex Káiser Guillermo”.


Miércoles, 23 de diciembre
LA PIEDAD PELIGROSA

Me gusta jugar a hacer el Quijote y andar por ahí metiéndome donde no me llaman a deshacer entuertos. Las más de las veces, además de apaleado, acabo causando un estropicio. Con la mejor intención, claro.
“Qué buen negocio haría si te compro por lo que vales y te vendo por lo que crees valer”, me dice una amiga que me quiere bien. Y otra: “Recuerda que sabes más el loco en su casa que el cuerdo en la ajena”. Procuraré tenerlo en cuenta.


Jueves, 24 de diciembre
COME COLIFLOR

“Si recordar fuera vivir otra vez, yo nunca habría escrito estas memorias”. Así comienza las suyas la hija menor de Isabel II, la infanta Eulalia de Borbón. Y continúa: “Afortunadamente, hay un límite en la vida en el que los recuerdos se van despojando por igual de emoción y de melancolía y se ven las cosas pasadas, atenuadas por el tiempo y la distancia, casi con la serenidad del que contempla vidas ajenas”.
Me gusta inventar tradiciones y ya es una tradición para mí dormir la noche de Navidad, después de la reunión en familia, en este caserón avilesino en el que alguna vez durmió la reina Isabel II. Ningún lugar mejor para leer las memorias de su hija, llenas de esos pequeños detalles exactos que a mí me fascinan tanto.


Cuando Alfonso XIII, en abril de 1931, salió de España para nunca más volver, su tía Eulalia recordó una anécdota ocurrida hacía muchos años, al comienzo de su reinado. Una anécdota intrascendente, pero que permitía entender muchas cosas. A poco de la proclamación del rey, ya retirados los príncipes extranjeros invitados, se sirvió coliflor en la mesa de su Majestad. Eulalia no quiso servirse porque siempre la había detestado. “Come coliflor”, le dijo el Rey. “No me gusta, no la he comido nunca”. “Pues cómela ahora; yo te ordeno que la comas”. Otra de las infantas, Isabel, la mayor, saltó enseguida: “Cómela, lo quiere el Rey, y puesto que él lo manda hay que hacerlo”. Siguió un silencio incómodo. El Rey, un jovenzuelo de dieciséis años, sonreía e insistía, disfrutando con la humillación de Eulalia. Tuvo que intervenir María Cristina, la reina regente hasta pocos días antes, quien le recordó al hijo que su autoridad real no llegaba hasta esos extremos. Alfonso XIII desistió del capricho para no disgustar a su madre, pero no parece que quedara convencido de que su autoridad no podía llegar hasta ese extremo o hasta cualquier otro. “Hay que hacer cuando el Rey mande”, era la fórmula que había oído repetir desde que tenía uso de razón. “Los primeros ocho días de su reinado efectivo –cuenta Eulalia- fueron de desconcierto y de agitación en la Corte. El Rey jugaba con su autoridad como muchacho que era. Se ensañaba con nosotras, sus tías, gastándonos a veces bromas crueles. Le rodeaba un grupo de cortesanos dispuestos siempre a seguirle la corriente y a tomar en serio los caprichos del jovenzuelo, todavía en la edad del bachillerato”.


Viernes, 25 de diciembre
MANÍAS PERSONALES

Me gusta hacer listas, anotarlo todo. Por ejemplo, los favores que debo: 47. Las personas que me quieren: 18. Las personas que quiero: 123. Pero de esas cifras la única de la que tengo constancia exacta es de la última. Puede que me hayan hecho favores que atribuya al azar (hay gente muy elegantemente discreta) y también puede que alguien me quiera bien sin que yo me dé cuenta. De lo que no tengo duda es del número exacto de las personas que hacen para mí el mundo más habitable.
Son bastantes. Pero hay que tener en cuenta que no todos están vivos.



Sábado, 26 de diciembre
DOS TELEGRAMAS

Parece que Eulalia de Borbón no escribió sus memorias, en las que calla tantas cosas de su vida novelera, sino que se las dictó al escritor cubano que las prologa, Alberto Lamar. Lo que sí escribió fue un libro en francés, Au fil de la vie, que causó cierto escándalo. Antes de que llegara a las librerías, recibió un telegrama de su sobrino: “Sorprendido de conocer por los periódicos que publicas un libro, te doy la orden de que suspendas publicación hasta que yo lo conozca y recibas mi autorización”.
Si no había conseguido aquel petimetre, en su primer ejercicio de autoridad, que comiera coliflor, no iba a conseguir ahora que se censurara. Le contestó con otro telegrama: “Muy extrañada se haga un juicio a un libro antes de conocerlo. Esto solo puede ocurrir en España. No habiendo nunca amado la vida de la corte, aprovecho esta ocasión para enviarte mi adiós, ya que después de tal procedimiento, digno de la Inquisición, me considero libre para actuar como bien me parezca”.


En aquel libro, publicado en 1911, decía cosas como la siguiente: “El feminismo encuentra todavía enemigos encarnizados. Désele a la mujer una educación análoga a la del hombre, física e intelectual, y al cabo de dos generaciones tendréis mujeres tan preparadas y tan resistentes como los hombres”.
El rey de España no podía permitir que alguien de su familia hiciera afirmaciones tan subversivas.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Línea roja: Libre te quiero

Sábado, 12 de diciembre
UN PISTOLETAZO

Decía Stendhal que la política en una obra literaria es un pistoletazo en un concierto. Por eso yo procuro no hablar de política, sino contar historias. La de aquel rey español, aunque no de España (entonces aún no se había inventado España) que puso precio a la cabeza de un rival político, por ejemplo. El rey se llamaba Felipe II y era, por la gracia de Dios, “rey de Castilla, de León, de Aragón, de Navarra, de Nápoles, de Sicilia, de Mallorca, de Cerdeña, de las Indias y Tierra Firme del mar Océano, archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Lorena, de Bramante, de Luxemburgo y de Milán; conde de Flandes, de Artois, de Borgoña; conde palatino de Hainaut, de Holanda, de Zelanda, de Namur y de Zutphen; príncipe de Suabia; marqués del Sacro Imperio; señor de Frisia, de Salinas, de Malinas, de Utrecht, y gobernador de Asia y África”.
Su rival, el príncipe Guillermo de Orange, Guillermo el Taciturno, había sido gobernador general de los condados de Holanda y Zelanda y ahora encabezaba la revuelta de los Países Bajos contra aquel soberano dispuesto a mantener el catolicismo a sangre y fuego en todos sus territorios.
En marzo de 1580, le declara “traidor y hombre pérfido” y por ello prohíbe a todos sus súbditos “fueren del estamento que fueren, frecuentarlo, hablar o establecer contacto con él, abiertamente o en secreto, así como darle cobijo o atender a cualesquiera otra de sus necesidades”. Tras considerarlo “enemigo de la humanidad”, ofrece a quien le quite la vida “ya sea con buenas tierras o con dinero, según su voluntad, la suma de veinticinco mil coronas de oro, el perdón de cualquier delito que pudiera haber cometido y armarle caballero, si no fuera noble”.
Poco antes de las dos de la tarde del 10 de julio de 1584, Guillermo de Orange se levantó de la mesa donde había comido con sus familiares para dirigirse a las habitaciones superiores de su residencia en Delft. Se detuvo un momento para saludar a los militares que le protegían. Cuando se volvió para empezar a subir la escalera, un agente recién reclutado, Baltasar Gérard, dio un paso adelante, apuntó y le disparó las tres balas que su pistola llevaba en la recámara. El príncipe cayó herido. Trasladado a la estancia contigua, su mujer y su hermana trataron en vano de restañarle las heridas. Murió a los pocos minutos.
Gérard fue torturado y ejecutado. El rey Felipe cumplió su palabra y la familia del asesino, que vivía en el Franco Condado, recibió la recompensa prometida en buenas tierras y en dinero constante y sonante. En el siglo XVI todavía no se había inventado España, pero ya se había inventado el terrorismo suicida.
El pistoletazo de Gérard fue el primero que cambió el curso de la historia. La pistola que empuñaba era una de las principales innovaciones tecnológicas del siglo. Su mecanismo de llave de rueda –semejante al del reloj de bolsillo— hacía que no fuera necesario pararse a preparar el arma antes de utilizarla. Podía llevarse lista y escondida; sacarla, apuntar y disparar con una sola mano. Era el arma ideal para la defensa propia y para el asesinato político.
Pero de política yo no quiero hablar. ¿A qué molestar a nadie diciendo que ni ese asesinato ni las minuciosas barbaridades del duque de Alba –el 2 de diciembre de 1572 mandó matar a todos los hombres, mujeres y niños de la ciudad de Naarden— pudieron nada contra la voluntad independentista de las Provincias del Norte?


Domingo, 13 de diciembre
UN BANQUETE

Como cualquier cosa, siempre que sea fácil de preparar, pero colecciono libros de cocina. Uno de mis preferidos es El practicón, de Ángel Muro, publicado en 1894. Tomo muy en cuenta las indicaciones protocolarias de don Ángel Muro: “En la colocación de los invitados es donde se ve el tacto y la inteligencia del anfitrión. Por lo tanto, debe este saber perfectamente el flaco y el fuerte de cada uno de sus huéspedes. Hay que emparejarlos con maña y picardía. Al lado de un viejo amable y simpático se puede sentar a una jovencita alegre y decidora. Un general, por ejemplo, de la clase de militarotes no se encontrará mal teniendo por el flanco derecho a una dama instruida y por el flanco izquierdo a un escritor de chispa. A los magistrados severos y a los pedantes profesores de Universidad les conviene la sociedad de una coqueta o de un sietemesino de la clase de inútiles, y así por el estilo. Conviene evitar las discusiones políticas y religiosas. El que convida debe saber que está obligado a hacer la felicidad de sus comensales, por lo menos durante todo el tiempo que estén bajo su techo”.


Lunes, 14 de diciembre
PEROS AL OLMO

Inés Illán recuerda la canción de García Calvo: “Libre te quiero, / pero no mía”. Y yo le pongo reparos gramaticales: “Si te quiero libre, sobra ese ‘pero’, ya está claro que no te quiero mía”. Inés me replica: “Tú es que eres capaz hasta de ponerle peros al olmo”.
Yo, en cuestiones de amor, sea amor erótico o maternal, prefiero otra frase: “Si no me quieres libre, no me quieres”. Y en cuestiones de política, aunque yo nunca me meto en esas cuestiones, también.



Martes, 15 de diciembre
AÚN NO

Antes de la lectura de poemas, organizada por una incombustible Mariam Suárez, tomo un café en el bar de la Casa de Cultura. Cuántos fantasmas. Hace cincuenta que vine a vivir a Avilés, hace treinta y ocho que publiqué mi primer libro y comencé a dar clases, hace treinta que comenzó la tertulia de los viernes y los miércoles y ahora de casi todos los días… Soy un hombre rutinario, ciertamente. Así me hago la ilusión de que el tiempo no pasa. Pero pasa, y se va llevando amigos y enemigos, y a quien no se lo lleva lo convierte en caricatura de sí mismo.
Tomo un café solitario y amargo y, por un instante, siento el vértigo del tiempo. Todo sigue igual, pero quienes pasan a mi lado me miran y no me ven; quizá ya solo soy un fantasma que vuelve.
Pero no, todavía no. Todavía –no sé si afortunadamente— solo soy un aprendiz de fantasma.



Miércoles, 16 de diciembre
OTRO BANQUETE

El príncipe Félix Yussupov no hizo precisamente la felicidad de su invitado aquel día de diciembre. Sabiendo que era goloso le preparó media docena de pasteles, tres de crema y tres de chocolate. Tras retirar la parte superior, espolvoreó en ellos una dosis de cianuro capaz de matar un caballo. También vertió cianuro en las copas. Luego fue a buscarle. Grigori Yefimovich, al que muchos tenían por santo, sentía una especial debilidad por el príncipe. Le consideraba su mejor amigo. Aunque frecuentaba a los emperadores, que nada decidían sin su consejo, se alegraba especialmente de que por primera vez lo invitara a su palacio. En el comedor había un armario con múltiples cajones que llamó la atención de Grigori. Se puso, como un niño, a jugar con él. Al principio rechazó los pasteles. “No quiero, son demasiado dulces”, dijo. Pero luego cogió uno, y después otro. Pidió de beber, y el príncipe le alargó la copa que contenía el cianuro. Saboreó la bebida. Cada vez estaba más contento. A un lado de la habitación vio una guitarra. “Toca algo alegre”, dijo. “No me siento con ánimos”, respondió el príncipe, que esperaba verlo caer muerto y estaba aterrado al comprobar su resistencia. Pero cogió la guitarra y comenzó a cantar. El monje cerró los ojos. El príncipe creyó que el veneno comenzaba a hacer su efecto. Pero al terminar la canción, dijo: “Canta un poco más. ¡Pones tanto sentimiento!”. Se oyó un ruido en la parte alta de la casa. “¿Quiénes son?”, preguntó súbitamente alarmado. “Voy a subir a ver qué ocurre”. Arriba le esperaban el gran duque Dimitriv y otros cómplices, extrañados por la tardanza. “¿Ya está?”, preguntaron. “El veneno no le ha hecho nada”, “No es posible. ¡Si la dosis era enorme! ¿Lo ha tomado todo?”, “¡Todo!”. Alguno propuso que bajaran a estrangularlo entre todos. Pero el príncipe prefirió coger el revólver del gran duque y bajar solo. Grigori estaba adormilado, pero abrió los ojos y se alegró al verle. Luego se acercó al pequeño armario que le había gustado tanto y se puso otra vez, como un niño, a jugar con los cajones. “Gregori Yefimovich, sería preferible que rezase una oración”. Sacó el revólver que llevaba escondido a la espalda. El monje tenía una mirada dulce, extraña en él, que no reflejaba miedo ni sorpresa. Apretó el gatillo. Se oyó un rugido salvaje y cayó sobre la alfombra. Los cómplices acudieron corriendo. La bala había atravesado el corazón; no había duda, estaba muerto. Subieron a celebrarlo. “No me puedo creer que nos hayamos librado de él”, dijo el príncipe. Y bajó para regodearse con la contemplación del cadáver. Pero cuando lo estaba mirando, abrió los ojos, unos ojos verdes de víbora, y los clavó en él. Luego comenzó a echar espumarajos por la boca y un rugido salvaje hizo retemblar la habitación. “Se abalanzó sobre mí –contaba el príncipe—; sus dedos intentaban agarrarme el cuello, los ojos se le salían de las órbitas y de sus labios brotaba sangre. En tono de voz bajo y ronco me llamaba una y otra vez por mi nombre”. Con un empujón logró quitárselo de encima y escapar escaleras arriba. El monje arrastrándose, le seguía. De pronto descubrió una puerta secreta, cerrada con llave, que daba acceso al patio. Para gran sorpresa del príncipe, la empujó y se abrió. Echó a correr. Los conjurados le siguieron disparando una y otra vez sus armas. Por fin se tambaleó y cayó junto a un montón de nieve. Comprobaron que estaba muerto. Pero cuando fueron a recogerlo para arrojarlo al río, notaron con espanto que Rasputín aún había encontrado fuerzas para arrastrarse unos cuantos metros.



Jueves, 17 de diciembre
CUÁNTAS VECES

Cuántas veces, queriendo hacer el bien, hacemos el mal. No hay bondad sin inteligencia. Quizá la verdadera bondad sea solo la forma suprema de la inteligencia.


Viernes, 18 de diciembre
LO QUE DIJO EL PRÍNCIPE

Un amigo mío conoció en París al príncipe Yussupov, allá por los años sesenta, y le preguntó si, sabiendo todo lo que vendría después, la guerra civil, las hambrunas, las purgas de Stalin, habría cometido su crimen. Y el príncipe, ya con síntomas claros de senilidad, le dio una respuesta enigmática: “Tenía que hacerlo; era el demonio, y el demonio se había enamorado de mí”.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Línea roja: Con cien candados

Domingo, 6 de diciembre
UN CRIMEN

El crimen fue en Granada, ¡en su Granada!, escribió Antonio Machado en el poema que dedicó a la muerte de García Lorca. El crimen fue en Perugia, en mi Perugia, podría decir yo a propósito del asesinato de Meredith Kercher, estudiante británica de 21 años.
El día de difuntos de 2007 apareció degollada en el piso que tenía alquilado en Via della Pergola con otras estudiantes. Puedo imaginarme perfectamente los lugares que frecuentaba: las aulas palaciegas de la Università per Stranieri, el elegante y provinciano corso Vannucci, recorrido una y otra vez cada tarde, las escaleras del Duomo, la Via dei Priori que lleva hasta el césped sobre el que se alza la fachada policromada de San Bernardino, los oscuros pasadizos, los recovecos, las infinitas escaleras, las subterráneas calles medievales, toda la verde Umbria desplegada ante la terraza de los jardines de Carducci…
Sus asesinos fueron Amanda Knox, estudiante norteamericano de veinte años, rubia, angelical y gélida como una heroína de Hitchcock, su novio Raffaele Sollecito, un galante italiano de poca más edad, y Rudy Guede, de Costa de Marfil, también con veinte años.
Acaba de hacerse pública la sentencia. Tras la larga noche de fiesta los tres condenados llegaron juntos al piso en el que ya estaba la joven inglesa: “Knox, Sollecito y Guede, bajo el efecto de estupefacientes y quizá del alcohol, decidieron llevar a cabo el proyecto de implicar a Meredith en un juego sexual que entró pronto en un crescendo incontrolado de violencia que acabó con la muerte de la muchacha británica”. Mientras Raffaelle Sollecito la sujetaba, Rudy Guede la violó y Amanda Knox le asestó la cuchillada mortal. Al parecer el motivo fue que quería vengarse de aquella “joven afectada, demasiado seria y morigerada para su gusto”.
Amanda, que permaneció impasible durante todo el juicio, lloró al escuchar la sentencia.
Cuando vuelvo fugazmente a Perugia, me gusta acariciar los lugares que recorría diariamente hace ya casi treinta años, tomar un café en el sitio de siempre, sentarme con un lento helado en las escaleras de la Catedral. Veo los grupos de estudiantes que hacen la vida que yo hacía entonces y me parece que son los mismos, que solo yo he envejecido. Los imagino felices, ajenos a la usura de los años, en otro mundo.
Pero no hay otro mundo en el que no se agazape el Mal.


Lunes, 7 de diciembre
DÍA DE FIESTA

Hoy es San Ambrosio, el gran día de la ópera. Se inaugura la temporada en Milán y yo estoy invitado a la fiesta de la manera más cómoda posible. Si no puedo desplazarme hasta el teatro, el teatro por arte de magia se acerca a mí. Me entretengo, antes de que comience la función, con el espectáculo de la sala, a veces no menos deslumbrante que el otro. Ahí está, en el palco principal, Giorgio Napolitano, y fugazmente entreveo a Umberto Eco, que intercambia algunas ironías con Dan Brown. La cámara pasa de un grupo a otro, a veces acaricia un rostro especialmente hermoso que parece mirarnos soñador desde la distancia, o encuadra en el palco un retrato de grupo que no desentonaría en una galería renacentista. Yo pienso, como siempre en estos casos, en la novela de Mújica Láinez, Gran Teatro, protagonizada por el público que se reúne en el teatro Colón, de Buenos Aires, y también en un relato de Dino Buzzati, Pánico Alla Scala, donde los asistentes a una representación no pueden salir al final porque fuera se ha iniciado, o eso creen, una revolución.


Fuera, este día de San Ambrosio, hay protestas, abucheos (algunos de estos elegantes trajes han estado a punto de recibir un huevo podrido), pero aquí dentro todo parece perfecto, el mejor de los mundos posibles. Entra Daniel Barenboim. Comienza la función. Qué prodigiosa Carmen, con un don José –Jonas Kaufmann- perfecto en la voz y en el gesto doliente, con un Escamillo –Erwin Schrott— lleno de gracia y pícara simpatía, con una Carmen que vuelve a hacer realidad el cuento de Cenicienta. Anita Rachvelishvili, una recia georgiana veinteañera, había sido seleccionada para un papel secundario. Barenboim, nada más escucharla, le ofreció el de la protagonista, y aquí está, cantando como nadie, o eso me parece a mí, que “l’amour est un oiseau rebelle / que nul ne peut apprivoiser, / et c’est bien en vain qu’on l’apelle, / s’il lui conviene de refuser”. Sí, con el amor no valen amenazas ni plegarias…
En los entreactos, no me aguardan los dorados salones ni las gráciles damas que fascinaron a Stendhal; yo estoy en un Centro Comercial, con el suelo lleno de palomitas y grandes colas antes las taquillas. “Toda la tarde llevamos así –me dice el encargado—, cinco taquilleras y no dan abasto, las colas llegan hasta el McDonalds”. Y yo, feliz en mi mundo de toreadores, gitanas y contrabandistas, me siento agradecido a los padres con niños y a los adolescentes devoradores de palomitas; gracias a ellos, todavía hay salas de cine y es posible el milagro de estar a la vez en Milán y en Oviedo. Los cinéfilos exquisitos prefieren bajarse las películas de Internet.



Martes, 8 de diciembre
EXTRAÑO PAÍS

“El pasado, ese extraño país donde todo sucede de manera distinta”, afirma Hartley al comienzo de su novela El mensajero. Vuelve el periódico a traerme noticias de Perugia. Por allí anduvo, un curso antes que el mío, un estudiante turco de inquietante mirada, Alí Agca. El 13 de mayo de 1981 disparó contra Juan Pablo II en la plaza de San Pedro. Cuando anduvo por Perugia, y se alojó en la misma casa de Via Garibaldi que yo ocupé después, ya había matado a un hombre, Abdi Ipecki, director del periódico Milliyet. Ahora es noticia porque dentro de unos días, a comienzos de enero, saldrá de la cárcel.
Aquella Perugia que en mi memoria ha ido convirtiéndose en la imagen de un paraíso fuera del mapa y del calendario ya entonces escondía demonios.
El pasado, ese extraño país que no ha existido nunca.



Miércoles, 9 de diciembre
ALGUNAS PRECISIONES

La cosas no ocurrieron exactamente como tú las cuentas –mi dice Enrique, que fue estudiante en Perugia por los mismos días en que lo fui yo—. He seguido con detalle el caso de Meredith Kercher porque un amigo mío casi fue testigo de los acontecimientos, incluso tuvo que declarar. La noche del crimen tenía aparcado su coche muy cerca de la casa de Via della Pergola en que ocurrió todo. El coche se estropeó cuando volvía de cenar y allí estuvo esperando a la grúa mientras presuntamente ocurrieron los hechos. No vio ni oyó nada. La casa, independiente, con un pequeño jardín, más o menos como la que alquilé yo con unas amigas, o como la tuya, aunque me parece que vosotros no teníais jardín, estaba ocupada por cuatro estudiantes de Erasmus. No iban a la Università per Stranieri, sino a la Università degli Studi, la que está construida sobre un mosaico romano. La mañana del dos de noviembre, encontraron a Amanda, una de las inquilinas, sentada a la puerta de la casa, junto con su novio. Estaban preocupados. Temían que le hubiera ocurrido algo a una de sus compañeras. Llamaban y no respondía. Forzaron la puerta y la encontraron acuchillada sobre su cama. Poco días después la policía detiene a Amanda, estudiante de Seattle, a su novio, del sur de Italia, y a Patrick Lumumba, músico congoleño que tenía un pub, “Le chic”, en el que a veces había trabajado Amanda como camarera. En comisaría, Amanda acusa a Patrick, casado y con un hijo, de ser el autor material del crimen. Le salvó un profesor suizo que aquella noche fue el último en retirarse del pub y que pudo asegurar que el músico no se movió de allí.


En casa del novio de Amanda, se encontró un cuchillo en el que había sangre de ésta, en el mango, y de Meredith, en la hoja. A ellos dos, en la larga fiesta de aquel día de difuntos, los había acompañado otro estudiante, Rudy Guede. Lo detienen en un tren de Alemania, por donde viajaba solo, sin equipaje, como huyendo de no se sabe qué.
Hubo acontecimientos extraños en los dos años que transcurrieron antes de que se celebrara el juicio. Unos desconocidos entraron en la casa, rompiendo la ventana de la cocina, y encendieron velas y dejaron varios cuchillos, como en un ritual satánico.
Los tres detenidos negaron siempre su participación en el crimen. “Meredith era mi amiga y no la odiaba –afirmó Amanda en el juicio—. La idea de que yo haya querido vengarme de una persona que siempre había sido amable conmigo es absurda. Las cosas que se han dicho en esta sala son todas pura fantasía”. El tres de diciembre, al final del juicio, habló por última vez ante el tribunal: “Tengo miedo que se me obligue a llevar para siempre una máscara de asesina sobre la piel. Después de dos años de cárcel estoy desilusionada, triste y frustrada”. A pesar de eso, dice que sigue confiando en la justicia. En la cárcel de Capanne, mientras se resuelve la apelación (en Estados Unidos se ha pedido el boicot a los productos italianos, Hillary Clinton se ha interesado por ella), hace lo mismo que hacía antes: leer, escribir. Incluso ganó un concurso literario con un relato que ella califica “de pura imaginación”, pero que causó cierto escándalo porque hablaba de una fiesta con droga, alcohol y una joven herida. Rafaelle, que ya no es su novio, se licenció en informática mientras estaba en la cárcel. Durante el juicio, se limitó a repetir una y otra vez que él es incapaz de matar una mosca.


La casa del crimen ha vuelto a ser alquilada. Es una agradable casita de pueblo, de esas que en el laberinto de Perugia alternan con los grandes y oscuros caserones. La dueña, que vive en Roma, una vez que la policía lo permitió, la ha vuelto a pintar y ha cambiado todos los muebles. Consta de dos apartamentos. Aquel en que murió Meredith lo ha alquilado por 1300 euros; el otro, por mil. No es que el morbo del crimen tenga un precio; es que es un poco más grande.


Jueves, 10 de diciembre
CANSA SER

¿Cuántas veces habré hablado de Pessoa? Vuelvo a hacerlo esta tarde, en Gijón, vuelvo a recordar la historia del hombre que era, como cualquiera de nosotros, una multitud. Todos llevamos dentro, encerrado con cien candados, un monstruo. El de la dulce y ejemplar Amanda Knox los rompió todos una noche de fiesta.
Cuando me quedo solo, releo a Pessoa y siento miedo: “Cansa ser, sentir duele, pensar destruye”.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Línea roja: De ayer y de hoy

Sábado, 28 de noviembre
AGUARDAR

Cuánto daño puede causar la buena voluntad ajena. Quien nos quiere mal, por poco que nos percatemos de ellos, daña a menudo menos que quien nos quiere bien. “Mi experiencia –escribe Nietzsche- me da derecho a desconfiar de todo el que está siempre dispuesto a la ayuda, del profesional del amor al prójimo. Sus buenas intenciones le hacen fácilmente perder toda delicadeza, entrometerse con sus manos auxiliadoras en un destino que no entiende, en un aislamiento plagado de heridas”.
Alguien a quien quiero tropieza y cae y cuando alargo la mano, una vez más, para ayudarle a levantarse me reprocha haberle empujado.
Dolido por la injusticia, recuerdo las palabras de Nietzsche y pienso que quizá tenga razón. Aunque me cueste, debo tratar de hacerme a un lado y confiar en el que el caído sea capaz de levantarse solo.
Y es lo que hago: aguardar, con ese peso sobre el corazón.


Domingo, 29 de noviembre
AMABLES ENEMIGOS

“¿No piensas responder? ¡Todo el mundo se mete contigo!”, me dice una amiga en la cafetería del Rosal. “¿Todo el mundo? Y yo sin enterarme”. “Mira lo que dice José Luis Rey, último premio Loewe: El derrocado García Martín me vacunó pronto contra todas las críticas”. Conocí a José Luis Rey en Córdoba, un buen chico muy admirador de Gimferrer y de fray Gerundio de Campazas.
“También te ataca Juan M. Molina Damiani, pero este con mayor artillería teórica. Mira, mira”. Y me alarga un ejemplar de Cuadernos Hispanoamericanos en el que leo: “El humanismo de Diego Jesús Jiménez al no producir conformidad ni cosificar las conciencias lo alejaría primero de la sinécdoque del segundo Castellet y, diez años más tarde, del nacionalrealismo figurativo con que Las voces y los ecos, de García Martín programarían aquella década desde postulados más neoliberales y menos iconoclastas: una vuelta al orden tardorrealista del Medio Siglo, agotado ya el tardovanguardismo layetano”.
¡Qué maravilla! Con mi antología me dediqué nada menos que a programar toda una década, la de los ochenta, desde postulados neoliberales. Le hice la competencia a los ministros de Felipe González. Y el bueno de José Luis Rey se vanagloria de haber ocupado el palacio el Palacio de Invierno con sus huestes barrocas tras desalojar a los poetas de la experiencia y derrocar a García Martín.
Nada me alegraría más, amiga Catarina, que el que todo el mundo se metiera conmigo. A mí los detractores siempre me caen bien, incluso los más tontos. Solo ellos piensan que soy tan importante como a mi vanidoso narcisismo le gusta creer.


Lunes, 30 de noviembre
ESPLÉNDIDA Y MARINA

¿Puede uno enamorarse de una mujer sin conocerla, solo por referencias, como en las brumosas historias de otro tiempo? De una mujer, no sé. De una ciudad, sí. Me ocurre a menudo. Me acaba de ocurrir nada más hojear un libro de Ernesto Giménez Caballero que encuentro en la librería de Valdés. Se titula Roma madre y es una exaltada apología del fascismo. Pero antes de llegar a Roma y a Mussolini se acerca amorosamente a Italia. Su puerta de entrada es Génova, a la que ha sorprendido –nos dice- por tierra, mar y aire, “en lo que tiene de fortaleza aún y de república libre, y en lo que tiene de mujer espléndida y marina”. Y el faro de la Lanterna, con su haz en la noche azul, es la espada de matar tinieblas endragonadas y lágrimas de emigrante.


A Génova sorprendida desde el aire se le ve la nuca de sus colinas llenas de ricillos, de pinos y de palmeras. Llegar a Génova por tierra es saltar del plácido lujo de la costa Azul a un laberinto de hierro y grúas, de docks inmensos, de roncar de buques, de tráfago, humo, negocio, cabotaje y tin tin de monedas.
Pero ni por tierra ni por aire se debe llegar a Génova. Hay que entrar por mar para entrar de veras. Arribada por mar, es ciudadela, es siglo XVI, es Andrea Doria en un palacio con tapices y techos inmensos coloreados al fresco, y centinelas por las atalayas. Es toda la libertad de un puerto que se hace República y vuelve la espalda al continente y conquista costas azules.
Es ver América, sentir América como desde ningún otro lugar del mundo, aunque al descubrirse América las antiguas sirenas genovesas tuvieron que esconderse llorando entre los acantilados.
Vieja Génova: puerta de Italia al infinito: rotura del viejo mundo.


Martes, 1 de diciembre
LAS CARGA EL DIABLO

Hojeo las Caricaturas republicanas, de Luis Bagaría, editadas por José Esteban, y su trazo incisivo y lírico me devuelve a un tiempo, el primer tercio del siglo, convulsamente esperanzado. De pronto, me sorprenden los cuatro trazos que nos presentan a Unamuno con grilletes sentado delante de un tribunal. El título de la viñeta dice: “Unamuno, condenado”. Y el pie reproduce unas palabras suyas: “¡En este país, y gobernando Dato, vale más ser terrorista que escritor!”.


Poco después de publicado ese dibujo en el diario El Sol, la tarde del 8 de marzo de 1921, tras asistir a la sesión del Senado, se dirigía en automóvil Eduardo Dato, presidente del Consejo de Ministros, a su domicilio particular. Al llegar a la Plaza de la Independencia, desde una motocicleta con sidecar -ocupada por dos individuos y el motorista- que le seguía muy de cerca, le dispararon más de veinte tiros. El chofer, que apenas se había dado cuenta de la agresión, aceleró instintivamente, al tiempo que oía decir al ayudante: “Aprieta, que nos han herido”. Poco después se detenía ante el domicilio del jefe de gobierno, en Lagasca, 4, y al abrir la puerta del coche vieron a Dato bañado en sangre. Partieron entonces hacia Salustiano Olózaga, donde estaba la Casa de Socorro. Los médicos no pudieron hacer más que solicitar la Extremaunción. En el despacho particular del presidente, se encontraban entonces a su espera dos de sus secretarios. La portera, muy alarmada, subió a decirles que el automóvil de la Presidencia del Consejo había llegado a la puerta y se había marchado a toda velocidad sin dejar ningún recado. Salieron entonces para tratar de averiguar lo que había ocurrido, procurando no alarmar a la familia, que había recibido recado telefónico de que el presidente había abandonado el Senado y lo esperaban para la cena. Pero la terrible noticia ya había ido extendiéndose por todo Madrid y llegó incluso a oído de uno de los criados de Dato, el cual, no dando crédito a lo que acaba de oír, dijo en voz alta al entrar en la casa: “¡Pues no dicen por ahí que han matado al señor!”. Se lanzaron entonces a la calle su mujer, doña Carmen, y sus tres hijas, Isabel, Carmen y Conchita, a pesar de que ésta última se encontraba en la cama con fiebre. El cadáver estaba en la Casa de Socorro sobre la inútil mesa de operaciones. Las heridas que presentaba eran: una en el cráneo, otra en la base del cráneo, otra en la vena yugular, otra en el labio inferior y otra en el costado izquierdo que le atravesó la cartera del bolsillo de la levita con salida por el lado derecho; todas mortales de necesidad. La cartera de ante, flexible, adornaba uno de sus lados con un diminuto monograma de oro. Contenía la cédula personal, varias tarjetas de visita, 1725 pesetas en billetes del Banco de España, una imagen de Santa Rita y otra del Corazón de Jesús.
Se sabía que los asesinos habían escapado por la calle Serrano y, poco después del crimen, un suboficial de la Guardia Civil se enteró de que ese día un carbonero de Pueblo Nuevo, al cruzar la carretera alrededor de las nueve, estuvo a punto de ser atropellado por una motocicleta con sidecar en la que viajaban tres hombres. Con este indicio se descubrió la casa de la Ciudad Lineal, próxima a la carretera de Hortaleza, donde dejaron los criminales la motocicleta con varias pistolas automáticas y más de doscientos cartuchos. De los interrogatorios a que fue sometido el dueño de la casa se averiguaron las señas de los asesinos y que uno de ellos, acompañado de una mujer embarazada, se había hospedado en el piso primero del número 144 de la calle de Alcalá, en cuyo piso bajo hay una taberna llamada “El descanso”. Tres días después de obtenida esta pista fue detenido por la policía en el número 164 de la misma calle de Alcalá, Pedro Mateu, de 25 años, tornero en hierro de la casa Elizalde de Barcelona, quien se confesó como uno de los autores del crimen y, en absoluto arrepentido, dijo que él no había matado a un hombre, sino al Presidente del Consejo de ministros y con gran cinismo añadió que en este país, y gobernando Dato, lo único útil que se podía ser, como había declarado el gran Unamuno, era terrorista.


Miércoles, 2 de diciembre
UN CONSEJO DE NIETSZCHE

Hay cosas de las que no se debe hablar si no se habla con grandeza.



Jueves, 3 de diciembre
VÍCTIMAS DE PRIMERA Y DE SEGUNDA

“Voy a ser políticamente incorrecto”, suele decir todo el que va a decir alguna tontería. En esta ocasión lo políticamente incorrecto es que “hay que distinguir entre las víctimas de Eta y las del 11-M. Las víctimas de Eta, por ejemplo, un policía, pueden en cierta medida evitar su muerte marchándose del País Vasco. Pero siguen ahí desempeñando su función, asumiendo un riesgo, y pierden su vida. Sin embargo, las víctimas del 11-M se parecen a las de un tsunami, iban en unos trenes y sin más murieron por efecto de unas explosiones”. O sea, que hay víctimas heroicas y pobres desgraciados con mala suerte. No sé qué conclusión querrá sacar Gustavo Bueno de esa diferencia, aunque conociéndole me temo lo peor. Lo que sí sé es que su palabra no son políticamente incorrectas, sino conceptualmente incorrectas, lo que es más grave en alguien que se ha dedicado profesionalmente a la filosofía.
Si hay dos clases de víctimas, ambas se dan entre las víctimas de Eta, que no solo mata policías en el País Vasco, sino ciudadanos anónimos en un centro comercial o en un aparcamiento, gente que tuvo la mala suerte, como los viajeros del 11-M, de estar allí en ese momento y “sin más murieron por efecto de unas explosiones”.