domingo, 26 de diciembre de 2010

Al otro lado: Leo, vivo, sueño

Miércoles, 15 de diciembre
CRUZAR UN PUENTE

Siempre anoto los días en que cruzo por primera vez un puente, cualquier puente. El que inauguro hoy, recién nacido, tiene para mí un valor especial. Alza su extraña caligrafía sobre el escenario de mi adolescencia: se detiene en medio de la ría, como un tembloroso trampolín para suicidas; me permite contemplar entera la calle donde estaba (“Jovellanos, 3” era su dirección y así titulé un poema) la que durante tantos años fue mi verdadera casa y mi única patria, la Biblioteca Pública de Avilés, y la blancura impoluta del Centro Niemeyer sobre un fondo de grúas, chimeneas y desperdigados restos de la antigua Ensidesa… Tras tantas idas y venidas entre el ayer y el hoy, este nuevo puente me deja ante otro puente.
Es de verdad y acero y es solo un símbolo de ese otro puente que cruzo cada día: “su frágil armazón de inseguros instantes / permite ver el agua, honda, quieta, aguardando”.



Jueves, 16 de diciembre
POBRES DIABLOS

Hay noches en que uno acepta cualquier compañía, aunque sea la del mismísimo diablo. Me apoyaba como podía en la barra del bar cuando se me acercó para invitarme a otra copa. Iban a cerrar, éramos los últimos clientes. El camarero nos la sirvió de malísima gana. A poco salimos los dos a dar tumbos por la calle en busca de otro garito. Farfullábamos a la vez, sin escucharnos, contentos con la compañía. De vez en cuando nos deteníamos a darnos un tambaleante abrazo. Aunque mi acompañante, pelirrojo, más bajo que yo, bizqueante y mal vestido, parecía un pobre diablo era realmente el mismísimo diablo. De pronto se serenó, como si hasta entonces hubiera estado fingiendo, sacó de entre las ropas una pistola y me dijo: “Sé que te quieres matar, pero no te atreves. Yo estoy aquí para ayudarte”. Apoyó el cañón contra mi pecho. A mí también se me pasó de golpe la borrachera. Estábamos en la calle de la Luna, frente al colegio. Serían las cuatro o las cinco de la madrugada. No había un alma en la calle, salvo la mía y la de aquel desalmado. “Eh –le dije—, que yo no quiero morir todavía. Apunta a otra parte”. Con una mano me apuntaba y con la otra tanteó mis bolsillos. Me quitó la cartera, el teléfono, las llaves. “En el infierno no vas a necesitar nada de esto”. Una figura solitaria apareció entonces en lo alto de la calle. Alto, desgarbado, vestido de negro, tenía un vago parecido con Jean Cocteau. Me pareció reconocerlo. “No te hagas ilusiones”, me dijo el atracador, “es otro diablo”. Luis Cruz –me pareció que era él— pasó a nuestro lado con andar vacilante, sin vernos, o fingiendo no vernos. Mi acompañante guardó la pistola, me entregó mis cosas, y se fue tras él. “Era una broma”, gritó entre carcajadas. “Pero cuándo quieras vender tu alma al diablo, acuérdate de mí”. Pensé también en seguir a mi filarmónico amigo (si es que era él). Cualquier lugar, incluso el infierno, me parecía preferible a mi casa. Pero volví a mi casa y a mi vida. “Mañana no recordaré nada”, pensé mientras trataba de meter la llave en la cerradura. Caí sobre la cama como si me hubieran dado un golpe. Me desperté con la ropa puesta y mal sabor de boca y recordándolo todo.



Sábado, 18 de diciembre
POR ESO ESTOY TAN SOLO

Puedo calcular lo que he perdido confiando en los demás; lo que he ganado de la misma manera es incalculable.

Todas las personas importantes de mi vida aparecieron en mis sueños antes que en mi vida.

Puedo mirar al suelo desde la torre más alta, sin temor ni temblor, pero siento vértigo si alzo los ojos al cielo en la noche estrellada.

Cuando me preguntan por alguno de mis libros siempre digo lo mismo: “No sé qué contestar. Lo he escrito, pero no lo he leído”.

Nada me gusta más que asomarme al mundo desde unos ojos distintos de los míos.

Aquellos poetas eran todos tan originales que no había manera de distinguirlos a unos de otros.

Me fastidia que no me den los premios que me gustaría rechazar.

Los enemigos del hombre son tres: presente, pasado y futuro.

Inteligente y poco leído, era como un perro de raza mal alimentado.

A veces la excesiva felicidad incomoda como un traje demasiado grande.

“Tu lógica es siempre aplastante –me dice un amigo— y por eso estás solo: a nadie le gusta ser aplastado”.



Martes, 21 de diciembre
COSTUMBRES RECUPERADAS

También en lo malo hay algo bueno. Por razones de fuerza mayor, en estos últimos meses todas mis costumbres han sido alteradas. Qué sensación de felicidad cuando el azar me permite recuperar alguna. Pasar por la librería del Campillín, por ejemplo, y luego sentarme en el Rosal a hojear los hallazgos.
Mi librero favorito me dice que no le gustó demasiado lo que conté de mi estancia en Roma, pero me regala un libro con la continuación de aquella historia: La revolución de Roma y la expedición española a Italia en 1849. Lo escribió el teniente general Fernando Fernández de Córdova, marqués de Mendigorría, que estaba al mando de las tropas españolas. Llegaron en nueve buques, uno de los cuales era una fragata de hermoso nombre: Mozart. Al desembarcar en Gaeta, fue inmediatamente presentado al cardenal Antonelli. Qué personaje: “Vestía, con suprema elegancia, traje talar color púrpura, con guarniciones y riquísimos encajes de Flandes. Llevaba en el pectoral y en el anillo grandes y puros diamantes, y en la cabeza el vistoso birrete cardenalicio, cuyo vivo color hacía resaltar el negro cabello, y unos ojos de honda pupila que reflejaban la profundidad del pensamiento. Joven todavía, delgado, de figura esbelta y agradable, hablaba el francés con pureza, dándole mayor expresión la acción de los brazos y el mismo movimiento de las manos, que cruzaba abrazando sus rodillas con una elegancia propia de los salones más aristocráticos”. Eran los tiempos del Papa-Rey, tan admirablemente reflejados por Valle-Inclán en su Sonata de primavera. Como seductor de novicias, Antonelli podría haber sido un buen rival del marqués de Bradomín. Pero él prefería seducir generales, banqueros y políticos de varia condición.


Cuántos detalles exactos en esta crónica de una aventura que se le ocurrió a Narváez “una tarde, paseando por las solitarias alamedas del Buen Retiro” y en la que los españoles –a los que los franceses no dejaron intervenir en el aplastamiento de la república romana— no hicieron otra cosa que seguir a Garibaldi en su deambular de un lugar a otro hasta que se embarcó para América.


Miércoles, 22 de diciembre
UNA MODESTA PROPOSICIÓN

Doy mi aprobado a la barroca pasarela panorámica que une el centro histórico de Avilés con las voluptuosas curvas del Niemeyer, pero no a lo que han hecho con el viejo edificio de la Plaza del Pescado, sobre cuyo techo, como caído de los cielos, se ha posado el puente.
Lo han pintado todo de blanco, disimulando las antiguas puertas, molduras y ventanas. Quienes han ideado el puente dicen que así anticipa la blancura del Niemeyer, al que servirá como lugar de recepción. Menos mal que el arquitecto, a sus 103 años, está curado de espantos porque si no se llevaría las manos a la cabeza al ver que pretenden comparar sus nítidas, acariciadoras curvas con un caserón enjalbegado, y solo porque ambos son de color blanco.
“No han atendido a razones” –me dice Ramón Rodríguez, que es a quien más debe la renovada imagen de Avilés—, “incluso han eliminado las hélices de Saint-Nazaire para que no estropeen la imagen despojada que le han dado a la plaza”.


“Supongo que ese aspecto de cobertizo enjalbegado será provisional” –le digo a Román, el concejal de Cultura—. “Solo faltaría que el arquitecto se meta dentro de la casa y le diga a los propietarios cómo debe pintar las habitaciones. Aquí los propietarios son los avilesinos y ellos deben decidir si el edificio queda como lo han dejado tras tratarlo y maltratarlo; recupera su aspecto original (en armonía con el resto de los edificios de la plaza), o se le somete a una colorista y audaz intervención para que rime con el puente de San Sebastián, espléndido arco iris del nuevo Avilés. Para ello basta con preparar infográficamente las otras dos posibilidades, mostrarlas al público, y que los ciudadanos voten. Pueden hacerlo a lo largo de enero, y en marzo, cuando se inaugure el Niemeyer, ya el plinto del más raro puente del mundo estaría como debe estar”.



Viernes, 24 de diciembre
UN REGALO DE NAVIDAD

Nunca he sabido distinguir entre la literatura y la vida, entre la realidad y los sueños. Creo que ya he contado la historia, pero no lo que hay tras ella. Un amigo editor me entregó el primer libro de un joven poeta. Lo hojeé y no me interesó gran cosa. Luego el autor apareció por la tertulia y de lo poco que hablé con él lo único que recuerdo es que le repetí mi broma habitual: que no escriba, que telefonee. Pasaron unas semanas. No pensé más en el asunto. Y una noche tuve un sueño. Unas mujeres lavaban la ropa en el río (como hacían las mujeres de mi pueblo cuando yo era niño) y de pronto llega flotando sobre las aguas una cesta en la que llora un bebé. La mujer más joven lo tomó en brazos, luego me lo ofreció a mí. Yo lo dejé en el suelo y salió corriendo hacia el bosque cercano: el bebé se había convertido en un adolescente. Al despertarme anoté el sueño (siempre lo hago desde que, a los catorce o quince años, leí a Freud) y aquella misma mañana se me ocurrió pedirle a José Ángel Gayol la dirección del joven poeta para comentarle su libro.
Desde entonces he hablado mucho con Cristian, he ido averiguando poco a poco su historia y la de la comunidad cristiana donde ha crecido, el Pueblo de Dios. También él, como Moisés, fue abandonado cuando niño; también, como Moisés, se siente llamado a grandes cosas. Me cuenta anécdotas de su infancia, y en todas ellas hay un sabor milenario y bíblico.
El lunes presenta su primer libro, ese que yo desdeñé y que ahora veo como algo más que un libro: como parte de una historia que se escribe derecha con renglones torcidos. Y que yo nunca sé si leo, vivo o sueño.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Al otro lado: Anónimo, discreto, provinciano

Jueves, 9 de diciembre
COSTUMBRE

No llego a una ciudad, llego a una costumbre. Desciendo las escaleras del Monte Áureo; cruzo la plaza de San Cosimato, con su árbol inmenso que protege de cualquier desventura y los puestos del mercado, fantasmales y solos a esta hora de la noche. Hasta Santa María in Trastevere me guía el rumor de la fuente; en la terraza del caffè di Marzio un solitario bebe y fuma, indiferente al frío. Dejo que los pies me lleven, a ojos cerrados podría seguir este itinerario. Una calle con iluminación navideña (y una mágica tienda en que solo venden relojes de arena: “Il polvere del tempo”) me deja en la Piazza Trilussa, frente al Ponte Sisto. Lo cruzo, me detengo un instante a contemplar la Via Julia, atravieso Piazza Farnese (en una esquina, el café donde tantas veces esperé a quien no llegaba, aunque llegara). Luego Campo dei Fiori, con su oscuro y sufriente Giordano Bruno.


Sí, con los ojos cerrados puedo seguir este camino. A mi izquierda, San Luis de los Franceses y el prodigio de sus Caravaggios; luego la plaza del Pantheon, con la fachada semioculta. En la dieciochesca plaza de San Ignacio hasta el silencio suena a Mozart. Apenas hay gente en la Fontana de Trevi, pocas veces había podido admirarla con tanta soledad. Subo hasta la colina del Quirinale. Ahí siguen los dióscuros, sujetando con la brida a los encabritados caballos. Una calle larga, el San Andrés de Bernini y el San Carlos de Borromini compitiendo en ambos extremos. Tengo días en que me inclino por el barroco fastuoso, todo pompa y oropel, y otros por la geometría torturada: en los momentos malos siempre busco el claustro de San Carlino, que cabe en la palma de una mano.


Via delle Quatro Fontane, a un lado la historiada verja del palazzo Barberini, al otro un pequeño hotel en el que me alojé alguna vez (muy cerca ocurrió el atentado que ocasionó la matanza de las fosas Ardeatinas). Las escaleras de la plaza de España solas a esta hora de la noche. Solitaria también la Via Margutta que me lleva a Piazza del Popolo y a una noche de hace veinte años… Una ciudad no es una ciudad, es una costumbre. Roma para mí es un paseo, siempre el mismo, en una noche de invierno que no termina nunca. Un viaje en el tiempo hacia un tiempo en que ya no sé si fui infinitamente infeliz o infinitamente desdichado. Sé que entonces, por primera vez, estuve vivo. Y desde entonces tengo la impresión de que solo sobrevivo.



Viernes, 10 de diciembre
CRIMEN

A las siete me despiertan las campanas de la iglesia. Comienza a amanecer. Recuerdo los versos de Alberti: “Las campanas del Transtevere / van y vienen por mis sueños”. Sobre el jardín de la Academia, poco a poco el cielo se va volviendo del más intenso azul entre el arcádico piar de los pájaros más madrugadores. Fuera, sopla un viento frío. Doy un primer paseo por los alrededores, solo con mis fantasmas. Una placa recuerda que esta iglesia de San Pietro in Montorio fue uno de los últimos focos de resistencia de la efímera república de 1849; en ella tuvo su cuartel Garibaldi.


En noviembre de 1848, cuando las revoluciones liberales agitaban Europa (Las tormentas del 48 tituló Galdós uno de sus Episodios), el conde Rossi era el hombre fuerte del gobierno pontificio: ministro del Interior, ministro de la policía, ministro interino de Hacienda y comandante general de los carabineros. Pio IX, que había comenzado su pontificado con reformas liberales, le pide que reconduzca la situación, cada vez más fuera de control. El día 15 de ese mes, se dirige al palacio de la Cancillería para exponer su programa de gobierno. La mayoría de los diputados piensan votar en contra; él espera convencerles. Los clubs revolucionarios agitan la situación, piden el asesinato del tirano. Rossi había hecho venir a Roma todos los destacamentos de carabineros que había en los estados pontificios. La tarde del día anterior pasó revista. Quedó satisfecho y seguro de poder reprimir cualquier levantamiento. Los carabineros desfilaron por la via del Corso, en medio de las sorprendidas miradas de los agitadores, que no contaban con aquel inesperado obstáculo. Al día siguiente, en todas las esquinas y en las puertas de iglesias y de cafés un impreso invitaba a todos los buenos ciudadanos a concentrarse en la plaza de la Cancillería.
El conde Rossi volvía de ver al pontífice, solo en su coche, acompañado del subsecretario de Hacienda. Al llegar a la plaza fue recibido por los gritos y los silbidos del gentío que la llenaba. Hizo azuzar los caballos y el carruaje entró al galope en el pórtico del palacio. A un lado y otro de la escalinata había también gente. Rossi, sereno, se apea del coche. De pronto, alguien le golpea con un bastón. Cuando se vuelve, le tiran al cuello una estocada que le corta la carótida izquierda. La sangre inunda el suelo, salpica las paredes y el rostro y las ropas de los que estaban cerca. El ministro cae muerto instantáneamente. Afuera continuaban los silbidos y los gritos. Un hombre de elevada estatura y larga barba sale a la puerta y grita: “¡Tutto è fatto!”. A sus palabras les sucede el repentino silencio. Los soldados que allí había abandonan sus puestos. Los asesinos se alejan despacio entre la multitud. Algunos gritan: “¡Hanno fatto bene!”. En el interior de la Cámara se conoce al momento la noticia, pero todo siguió como si nada hubiera sucedido: se leyó el acta de la sesión anterior, se pasó lista y como no había suficientes diputados se suspendió la sesión. El embajador español, Francisco Martínez de la Rosa, corrió inmediatamente al Quirinal para consolar al Papa y ofrecerle la ayuda de su gobierno. Al anochecer, los integrantes del Círculo Popular, que era el que había organizado el asesinato, salen precedidos de una bandera tricolor, con hachas encendidas, dando gritos. Se dirigen al cuartel de los carabineros a agradecerles que no hubieran hecho fuego contra los asesinos. Iban gritando: “¡Viva la libertad! ¡Bendita sea la mano que mató a Rossi! ¡Viva el puñal del nuevo Bruto!”.
——Yo vi a ese grupo, que apenas llegaría a cien personas, recorrer tranquilo las calles de la capital del mundo, dirigirse a los cuarteles, donde fue acogido con grandes aclamaciones por las tropas, y volver seguido de numerosos soldados— cuenta el conde de Fabraquer, testigo ocular de todos estos acontecimientos.
Los cañones franceses acabaron con aquella revolución iniciada con el cobarde puñal. El Gianicolo está lleno de recuerdos de aquellos días ilusionados y sangrientos.
Roma es para mí una costumbre y una inagotable biblioteca ilustrada.



Sábado, 11 de diciembre
FUGA

En uno de los puestos de libros de la Piazza de la Exedra compré, hace no sé cuantos años, un libro curioso, que luego perdí y que por una de esas raras casualidades que a veces se dan reapareció cuando buscaba algo para leer durante el viaje. Se titula La revolución de Roma y lo escribió el conde de Fabraquer, don José Muñoz Maldonado, diputado a Cortes. El subtítulo dice: “Historia del poder temporal de Pio IX, desde su elevación al trono hasta su fuga de Roma, y convocación de la Asamblea Nacional el 30 de diciembre de 1848”. Se publicó al año siguiente, cuando lo que sería historia era solo periodismo.
Mientras recorro las salas del palacio de Quirinal, pienso en la fuga de aquel papa que perdió por dos veces su poder temporal.


Tras el asesinato del conde Rossi, el papa se encerró en el Quirinal, sin atender las peticiones de los sublevados. Huyó la noche del 24. Fabraquer no estaba allí, pero tiene información de primera mano: “El embajador de Francia llegó al anochecer, con su coche de gala, y pidió ver al papa. Fue introducido en el gabinete pontifical, cuya puerta se cerró enseguida. Creían todos en conferencia al pontífice con el embajador francés, mientras que el papa, cambiando de vestido, se disfraza de campesino, cubre su cabeza con un sombrero redondo de ancha ala, y sale por un corredor estrecho con una palmatoria en la mano. Algunos instantes después, el embajador de Francia, que esperaba ansioso el éxito del plan, oye ruido de pasos en el corredor y piensa que el intento de fuga ha sido descubierto y que traen al papa prisionero. Pero Pio IX había vuelto a su cámara, no porque hubiera encontrado ningún obstáculo, sino porque había olvidado el tabaco. Tranquiliza al embajador, y este se queda todavía algún tiempo en el gabinete, simulando una larga audiencia. Baja luego por una escalera secreta que daba al cuarto de su mayordomo. En la puerta de la calle, hacía tres noches que un coche enviado por el embajador francés se estacionaba por espacio de una o dos horas y después se alejaba llevando a una persona cualquiera, a fin de acostumbrar a los espías a la parada de un coche en aquel sitio y, si sospechaban al verlo, que nada descubriesen. El papa marchó sin llamar la atención. Media hora después de haber dejado al embajador, había abandonado Roma. En una de las paradas de la silla de posta en que viajaba, se encontró con un pelotón de carabineros. El sargento que los mandaba le saludó, sin reconocerle, y le dijo: “Tarde viajáis, señor abate, pero hace buen tiempo; el camino está seguro, y no tenéis nada que temer hasta Terracina. ¡Buen viaje!”. Pío IX le saludó con la mayor sangre fría. Martínez de la Rosa, a quien la prensa romana acusaba de inspirar la fuga, esperaba en Civita-Vecchia la llegada del vapor Lepanto, que debía trasladar al pontífice a España, pero el mal tiempo hizo que el barco se retrasara y el papa buscó refugio en el reino de Nápoles.


Domingo, 12 de diciembre
VIDA

No hay rincón de esta ciudad que no me cuente una historia. Paseo por el Gianicolo, con la ciudad tendida y ofrecida a mis pies, sintiéndome señor del universo, y de pronto me llega un viento frío, un súbito puñetazo, gritos y patadas. Sí, esas cúpulas y galerías son las de Regina Coeli, la prisión donde en 1943 encerraron a los judíos, donde murió León Ginzburg. “Aquella noche –cuenta Natalia— estaba en la enfermería. Le habían golpeado una vez más y tenía destrozado el maxilar. Pidió al enfermero que llamara al doctor, pero se limitó a darle un poco de café. Cuando murió, no había nadie con él. Le encontró muerto el barrendero al amanecer”.


Muchas veces pienso en la insignificancia de mi vida, gris, rutinaria, sin grandes ni pequeñas pasiones (salvo las enteramente imaginarias), sin nada que contar. Nací en un pequeño pueblo y luego he vivido en Avilés y en Oviedo. En cuarenta años solo una vez he cambiado de casa, y ninguna de trabajo. Nuca he tenido pareja estable. A un escritor con esa biografía, con esa experiencia vital, yo jamás me tomaría la molestia de leerle.
Pero cuántas vidas caben en una vida, en cualquier vida.
Soy todo lo que sé, todo lo que he soñado, todo lo que me ha estremecido. Con el conde Rossi he caído bajo el puñal alevoso, en el silencio cómplice de la ciudad; volví a buscar el tabaco que había olvidado, a pesar de que ponía en riesgo mi libertad y a quienes me ayudaban en la fuga, y me rompieron el corazón y la mandíbula las botas nazis en la prisión de Regina Coeli.
Parece que en mi vida no ha pasado nada, pero por mí ha pasado y pasa la entera historia del mundo.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Al otro lado: Parece que estoy solo

Viernes, 3 de diciembre
UNOS OJOS NEGROS VI

Soy muy realista, pero creo que la realidad tiene grietas por las que uno puede colarse hasta otra realidad. Anoche, cansado de no poder dormir, cerca ya de la madrugada, salí a dar una vuelta. Caminaba a pasos rápidos, para espantar el frío, por el parque de San Julián de los Prados, que está al lado de mi casa, cuando me sorprendió una luz entre la hierba, cerca de uno de los bancos, como si alguien hubiera dejado una linterna en el suelo. Era una especie de trampilla abierta por la que descendía una escalera hacia un interior muy iluminado. No lo pensé dos veces y comencé a descender. La escalera de caracol daba vueltas y más vueltas alrededor de sí misma. Parecía interminable, como si se fuera alargando a medida que yo descendía. Cuando ya estaba decidido a desistir y a iniciar el fatigoso ascenso, ante mí apareció un jardín. No un jardín subterráneo: sobre los laureles y los naranjos se abría el cielo más azul que yo haya visto nunca. En un banco muy similar al que había arriba, donde comenzaba la escalera, encontré un libro abierto y vuelto boca abajo, como si algún lector hubiera tenido que dejarlo allí apresuradamente. Era un volumen de la colección Austral que yo conocía muy bien: los Poemas arabigoandaluces traducidos por Emilio García Gómez. Me senté y me puse a releer aquellos versos que, en muchos casos, casi me sabía de memoria: “Cuando el día se alejaba moribundo llegó la noche llena de juventud”. Luego, no sé por qué, recordé el final de un soneto de Borges: “Pienso también en esa compañera / que me esperaba y que quizá me espera”.


Se estaba bien allí. “¿Por qué para ser feliz / es preciso no saberlo?”, se preguntaba Pessoa. Yo he aprendido a tomar conciencia de la felicidad en el presente. Era feliz en aquel jardín tan cerca de mi casa, en otro mundo. Cerré un momento los ojos y, al abrirlos, tenía a mi lado una anciana que se me había acercado sin que yo me diera cuenta. Llevaba cofia blanca y sayas negras, como las ancianas de los cuentos, y su rostro me era vagamente familiar. “¿Sería tan amable de devolverme el libro?”, me dijo. “Es de mi nieto, que siempre está leyendo. Acabará loco, como don Quijote”. “No he acabado loco, abuela”, le respondo. Se alejó con el libro en las manos, sonriente, y yo la seguí en medio de un raro silencio: no se oía ni el trinar de un pájaro, ni el susurro de las hojas en la brisa o del agua en la fuente de mármol que había en el centro de una glorieta. No sé cómo los perdí de vista. A ella y al jardín. Estaba en un sótano mal iluminado; en una esquina, una húmeda escalera de caracol ascendía hasta perderse en la oscuridad. Subí por ella, cansinamente, parecía que no iba acabarse nunca. A la memoria me vino una anotación de Marilyn Monroe en sus cuadernos secretos: “Cuando lo único que deseo es morir”. Levanté la trampilla. Había comenzado a amanecer. El perfil de la ciudad, con la torre de la catedral en lo alto, se perfilaba en un cielo lechoso. Un perro madrugador comenzó a ladrarme. Al final de la cadena que lo sujetaba había una sonrisa apaciguadora y unos ojos muy negros. Recordé a Manuel Machado: “Unos ojos negros vi / desde entonces en el mundo / todo el negro para mí”. “Muy temprano para pasear sin perro”, dijo. Y yo pensé: “Muy tarde para que te vea por primera vez”. Dejamos el perro en su casa y fuimos a la mía. Le conté de dónde venía. Me miraba sonriente, sin mostrar ninguna extrañeza. “Tampoco sé si tú eres de verdad o no”, dije. Desde entonces en el mundo nada es negro para mí.


Sábado, 4 de diciembre
PERO NUNCA LO DIRÉ

Entre las frases que siempre repito, están unos versos de Rafael Montesinos “Me muero porque me quieran, / pero nunca lo diré”. A mí, en cambio, que me quieran me importa poco; me conformo con que, quien yo quiero, se deje querer.


Domingo, 5 de diciembre
EL BUEN DISCÍPULO

Coincido en el café dominical del Fontán con Cristian y con López-Vega. Martín, a la vez que me entrega los últimos libros de la editorial que dirige, Vaso Roto, y me habla de sus múltiples y políglotas proyectos, aprovecha para discrepar de todo lo que digo. Cristian, en cambio, me escucha como si yo fuera la literatura en persona.
“Ha leído tu diario de hoy –me dice—. Ya veo que sigues con la misma fórmula: primero cuentas lo que te cuenta alguien que te encuentras en el tren o en la biblioteca de Avilés, luego citas unos párrafos del libro que estás leyendo y más adelante aprovechas para meterte con un amigo o con el Gamoneda de turno. ¡Así cualquiera escribe diez libros al año! ¿En la antología de Renacimiento incluyes nuevos poemas? Aunque me temo que no se diferenciarían mucho de los anteriores. ¿No te cansa ya la formulilla del monólogo dramático?”.
“Hace diez años, Martín López-Vega era como tú; esperemos que dentro de diez años seas tú como él”, le digo luego a Cristian cuando paseamos por el Campillín. “A mí me parece que López-Vega habla en broma cuando se mete contigo”, me dice. “Un poco en broma y algo en serio. Cuando vuelve por la tertulia siempre da la impresión de que quiere ser califa en lugar del califa y, como no lo consigue, nos mira un poco por encima del hombro. Pero a mí no me parece mal que deje de hacerme caso y se dedique a desbarrar por cuenta propia. Todo lo contrario. Mal maestro el que no se esfuerza en conseguir que sus alumnos le superen. Claro que yo práctico el doble juego: hago todo lo posible para que lleguen hasta donde yo estoy, pero cuando llegan allí yo procuro estar un poco más allá. Tampoco hay que ponérselo demasiado fácil”.


Lunes, 6 de diciembre
DEVOCIONES

Entre los libros de su editorial que ayer me pasó López-Vega hay uno de Clara Janés que anuncia, como gran reclamo, la inclusión de unas cartas de Antonio Gamoneda. Ella le había indicado que esos poemas son “lo más irracional que he escrito”. Y el ilustre vate saca de inmediato su veta de lúcido teórico: “Sin punto y aparte, urgentemente, te pido que no vuelvas a utilizar la palabra ‘irracional’, torpemente acuñada, en su día, por Bousoño, creo. La antinomia ‘racional-irracional’ es estrictamente zoológica. Otra cosa es la ‘locura’ que puede ser humana y hasta divina”.
Qué suerte tiene el bueno de Gamoneda, que solo ha detectado comportamientos irracionales en el reino animal, nunca entre políticos, ni entre enamorados, ni siquiera entre conductores en medio de un atasco o de una discusión de tráfico.
Los poemas de Variables ocultas –afirma Clara Janés— son el tipo de texto “que hago para tranquilizarme cuando no puedo escribir y me digo: es solo para mí, así que salga lo que salga. Luego, como ahora, aparece alguien que te pide un libro”. Afortunadamente ese alguien no fue Martín López-Vega, sino Jeannette L. Clariond (la dueña de la editorial que él no dirige del todo, desafortunadamente), que un día le dijo: “Quiero hacer contigo un libro especial, como el que hizo Gamoneda con Juan Carlos Mestre”. Y aquí está ese libro especial: “Entre el amigo y el amado se heló la noche y su blancura no fue la de aparición” (fin de la cita y del poema).
A mí la Clara Janés que más me gusta es la menos algodonosa. La de Sendas de Rumanía, por ejemplo, que cuenta un viaje mezclando verso prosa, a la manera de Basho y sus Sendas de Oku. Lo malo es que ese viaje estuvo financiado por Ceaucescu y para no perderse en el puro lirismo nos cuenta en la nota preliminar que utilizó los informes “objetivos y científicos” que las instituciones rumanas le proporcionaban. Nos narra incluso un encuentro con el gran líder, admirable en su sencillez, y manifiesta su asombro ante el comunismo humanista rumano “y la naturalidad con que se vive en el país y lo bien adaptado que está a la idiosincrasia peculiar del pueblo”.
Pero nada hay que reprocharle a la poetisa: ni es la única que admiró a Ceaucescu ni es la única que se pasma ante Gamoneda. Desde que leí sus Sendas de Rumanía me han quedado en la memoria los versos de Zaharía Stancu: “En mí una estrella herida se enciende con tristeza / y el alazán relincha desde la noche oscura”.



Martes, 7 de diciembre
CITAS

Qué razón tiene mi amigo López-Vega. Siempre cuento lo mismo, siempre repito las mismas citas. Cuando las cosas van mal, unos versos de Vicente Gaos: “La vida es dura / y no hay consuelo. / Saca el pañuelo / literatura”. Y, cuando me arrepiento de estar solo, Ibsen: “El hombre más fuerte es el que está más solo”. O Gastón Baquer: “Parece que estoy solo, pero llevo conmigo un mundo de fantasmas”.



Miércoles, 8 de diciembre
EN LA ESTACIÓN

Antes de verte por primera vez ya había soñado muchas veces contigo. Me pasa siempre. Nunca ocurre nada en mi vida, nada digno de ser vivido, que no lo haya vivido primero en sueños.
Al bajar del tren, en aquella estación en la que nunca había estado, me sentí lleno de una rara paz, a pesar de que nunca me han gustado los lugares desconocidos y de que nunca hago nada por primera vez, si puedo evitarlo.
Nadie había venido a esperarme, a pesar de lo que me habían anunciado. Los pocos viajeros que descendieron allí, a los que tampoco había venido nadie a esperar, desaparecieron rápidamente (uno de ellos se volvió a mirarme). Fui hasta el bar, a pedir el teléfono para llamar un taxi. Pero estaba cerrado. Como no había nadie a quien preguntar, me puse a caminar por una calle de casas bajas, que parecía el decorado de alguna vieja película. Las puertas y ventanas estaban cerradas, nadie pisaba las aceras. Sin necesidad de preguntar, encontré el hotel en el que tenía reservada habitación. Debía ser el único hotel, o el único de una cierta categoría. Estaba cerca de la estación y en su fachada había desconchadas cariátides y otras muestras de la fantasiosa arquitectura de principios del XX. Dije mi nombre en recepción. Efectivamente, tenía habitación reservada y en el hall de columnas dóricas y recargadas lámparas había unos caballeros esperándome. Me acerqué a saludar, extrañado de encontrarlos allí y no en la estación. Pero había habido algún equívoco. Pensaban que llegaría en coche. Hacía años que los trenes no paraban en aquella pequeña ciudad, que había conocido mejores tiempos. La estación estaba cerrada. “Pues yo no fui el único que bajé”. Sonrieron. “Cosas de poeta”, debieron pensar.
Leí por la tarde mis poemas, me aplaudió cortésmente el escaso público y, tras una aburrida cena, me fui a dormir. “No debí haber aceptado la invitación”, me dije. Tardé en dormirme. Cuando desperté, comprobé que no estaba solo. Y no sé cómo adiviné que nunca volvería a estar solo, por muy solo que estuviera.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Al otro lado: La casa junto a la carretera

Sábado, 27 de noviembre
UNA ADMIRADORA

Soy la persona más vanidosa del mundo. Bueno, tampoco hay que presumir. Digamos que simplemente que soy vanidoso, como todo el mundo. Ganarse mis simpatías es muy fácil: basta con elogiar lo que escribo. “Una admiradora” –firmaba así— leía mis colaboraciones de los domingos y los jueves y a primera hora, sin fallar un día, me enviaba su comentario, que siempre me parecía atinado e inteligente. Pero las cartas comenzaron a cambiar de tono: “Ayer te vi, tú no me viste, parecías muy triste”, “La hora que pasaste en el Colonial estuve yo a tu lado: leías un libro de Alice Munro, luego una señora te pasó el periódico; antes de irte sacaste un cuaderno negro y escribiste unas notas”, “Me siento feliz cuando estoy a tu lado, invisible, como un fantasma”.


Le dije que, si aquello era una broma, no tenía ninguna gracia. Durante unas semanas se dedicó de nuevo a elogiar lo que yo escribía. Me tranquilicé: a una admiradora se le perdona todo. Volví a contestar, a darle las gracias por sus palabras. Ahora sé que debería haber interrumpido aquel contacto. Pero me pierde la vanidad, ya lo dije. Esta mañana, al sentarme en la cafetería del Atrio como todos los sábados desde hace no sé cuánto tiempo, la camarera me trajo un libro que habían dejado para mí. Era una novela de Edith Wharton. Traía dos párrafos subrayados. El primero decía así: “Los amaneceres se habían acabado para ella. Estaban ligados a demasiados placeres perdidos: el regreso a casa de fiestas en las que había bailado hasta caer rendida; aquellas subidas por la pendiente a través de la penumbra gris cada vez más clara del jardín, cuando los asaltaba la fragancia de los arbustos y se enredaban en las insidiosas espinas, hasta llegar a lo alto, a la villa encaramada en la roca, y después en la puerta, a la sombra del árbol con olor a miel, aquel beso inesperado (de verdad que sí, inesperado, porque hacía tiempo que lo acordado era ser solo amigos) y el intento de zafarse del brazo insistente, y la nueva presión sobre sus labios de otros lo bastante jóvenes para conservar la frescura tras una noche de beber y de jugar y de seguir viviendo”.
En el papel que señalaba la página había escrito: “Para tu colección de amaneceres”. El segundo párrafo decía: “Recordaba su semana –aquella semana de hace solo seis años— cuando fueron juntos a un lugar perdido de Normandía donde no existía ferrocarril en quince kilómetros a la redonda, y había que llegar en el carro del granjero hasta la granja oculta por los manzanos en flor; y él y ella salieron todas las mañanas a pasar el día entero fuera, tiempo que él dedicaba a dibujar en las riberas, bajo los sauces y al costado de las iglesias rurales recubiertas de musgo; y cada día durante siete días ella contempló el despertar de la vida en la granja al pie de sus ventanas, mientras se echaba agua fría a la cara y se peinaba y retocaba el rostro antes que él despertase, porque a partir de los treinta la luz del amanecer es inmisericorde. Se acordaba de todo, y de lo segura que se había sentido en aquel momento de que estaba destinada a vivir en una granja y criar gallinas; la misma seguridad que tenía él de que estaba destinado a ser un gran pintor. Sí, aún podía imaginarse ese tipo de vida: conservaba su resplandor en cada fibra del cuerpo”. En la anotación manuscrita se leía: “Nosotros aún no hemos vivido nuestra semana de gloria. Pero ya está cerca”.


Tengo la mala costumbre de darle una última mirada al correo electrónico antes de irme a dormir. Había un correo de la anónima admiradora: “Ya tengo reservado el hotel. No está en Normandía, sino aquí en Asturias, en un lugar perdido entre bosques y montañas. No te digo las fechas. Quiero que sea una sorpresa. Una noche cerrarás los ojos y los abrirás allí, en el paraíso. La maleta ya te la he preparado. Te llevaré con los ojos vendados, como aquella joven que viste cruzar el gran hall de Grand Central, sin temor ninguno, sin miedo a tropezar con nadie, guiada solo por una mano amiga. Hasta pronto, amor mío”.
¿La maleta ya te la he preparado? De un salto fui hasta el armario donde guardo las maletas y una de ellas estaba, efectivamente, dispuesta para el viaje, con la ropa cuidadosamente doblada, mucho mejor que cuando lo hago yo. ¡Aquella loca había estado en mi casa!


Domingo, 28 de noviembre
UN CONSEJO

Mientras paseamos entre los puestos de libros viejos del Fontán le cuento la historia de ayer a mi amiga Catarina. “Si lo que me cuentas no es un cuento, porque Martín es que nunca sé si creerte, yo te aconsejaría que fueras a la policía”.
Aunque la admiradora psicópata de Misery, la novela de Stephen King es una de mis peores pesadillas, no creo que vaya a la policía. Me limitaré a cambiar de cerradura.


Lunes, 29 de noviembre
UNA EDICIÓN

Hojea un amigo la edición crítica que de Si te dicen que caí, la novela de Juan Marsé, acaba de publicar Cátedra. En el primer tomo aparece la novela completa; el segundo –trescientas páginas— se dedica íntegramente al “aparato crítico”, esto es, a la minuciosa anotación de las diferencias entre la edición de 1976, la de 1989 y esta del 2010, que ha sido revisada y corregida por el propio autor; a informarnos, por ejemplo, que si en 1976 escribió “le”, luego puso “lo” y más adelante volvió a poner “le”.
“Pensarás que soy un ignorante –me dice mi amigo—, pero a mí eso me parece como si al final de cada libro se publicara una lista de las erratas que han ido encontrándose en cada revisión y de las posibles correcciones introducidas por el autor”.
“No se lo digas a nadie, pero yo pienso lo mismo. Una edición crítica no tiene en cuenta todas las variantes para ofrecérselas a los lectores, sino para escoger entre ellas la que responde a la última voluntad del autor. Cuando esta se ignora, como en las obras medievales que se conservan en manuscritos contradictorios, es necesario cotejar esas variantes y razonar por qué se escoge una de ellas para la edición del texto. Cuando el autor vive, el texto definitivo es el de la última edición que él ha dado por buena. Hacer lo que aquí se hace –aparte de despilfarrar tiempo y papel y, muy probablemente, dineros públicos— es tomarnos el pelo y confundir el rigor de la ciencia con una aburrida manera de perder el tiempo”.


Martes, 30 de noviembre
UN SUEÑO

“La historia de los sueños nunca ha sido escrita”. Así comienza El mundo bajo los párpados, de Jacobo Siruela, a la vez una bien documentada obra de investigación y una fascinante antología de relatos, de sueños que se convierten en vida y de vida que se deshace en sueños.
El 11 de abril de 1865, el presidente Lincoln y su esposa habían invitado a un grupo de amigos a tomar té con pasteles a las diez de la noche en el salón rojo de la Casa Blanca. Lincoln comenzó el relato de un sueño reciente dando rodeos: “Es extraño cuantas menciones hay en la Biblia sobre los sueños…”. Recordó los dieciséis capítulos que en el Antiguo Testamento mencionan el tema. “¿Acaso crees en los sueños?”, le preguntó su mujer. “La otra noche tuve uno que me tiene obsesionado. Después de soñarlo, la primera vez que abrí la Biblia lo hice por el capítulo 28 del Génesis que relata el sueño maravilloso de Jacob. Volvía a abrirla por otros pasajes y siempre encontraba un sueño o una visión”. “Me asustas”, dijo su mujer. “Me temo que he hecho mal en mencionar este tema”, dijo el presidente, pero ya no tuvo más remedio que contar su sueño.
Una noche en que estuvo escuchando el Fausto de Gounod y esperaba importantes noticias, Lincoln se acostó tarde. De pronto, el silencio fue interrumpido por unos sollozos. Se levantó, se puso la bata y bajó las escaleras. Mientras andaba por el entarimado escuchaba el chasquido de sus pasos contra los viejos tablones de madera y al fondo los lamentos, que parecían cada vez más cercanos. Todas las habitaciones estaban iluminadas. Tras recorrer varias estancias vacías llegó a la Sala Este y vio un ataúd colocado en el suelo. Dos soldados lo custodiaban. El cadáver tenía el rostro cubierto con un pañuelo blanco. Preguntó quién había muerto. Uno de los soldados dijo: “El presidente, lo han asesinado”.
Menos de un mes después de aquel sueño, a los tres días de aludir a él en el salón rojo de la Casa Blanca, el 14 de abril de 1865 el presidente asiste al estreno de Our American Cousin en el teatro Ford’s de Washington. Poco antes de caer el telón, uno de los espectadores, un actor llamado John Wilkes Booth, se levanta de su asiento y disimuladamente se dirige al palco presidencial. Cuando llegó, nadie custodiaba la entrada. Al parecer el guardia se había ausentado un momento. Se escondió en la estrecha antesala oscura de acceso al palco. Llevaba un cuchillo de monte y una pequeña pistola de bolsillo. Conocía la obra, así que aguardó unos minutos hasta una escena que despertaría grandes risas. Al presidente le acompañaba su esposa Mary y un joven oficial con su novia. Ninguno se percató de la figura que apareció tras ellos, acercó la pistola hasta unos treinta centímetros de la cabeza del presidente y, en el momento en que comenzaron las risotadas, disparó. El ruido de la detonación apenas pudo escucharse. Una pequeña nube de humo azulado salió del palco y la cabeza del presidente se desplomó hacia adelante. El oficial se abalanzó sobre el asesino. Booth le hirió con el cuchillo, luego agarró la cortina, se puso en pie sobre la barandilla y saltó sobre el escenario. Una de sus espuelas se enganchó con la bandera, lo que le hizo tropezar, caerse al suelo y fracturarse la pierna izquierda. Sin embargo se incorporó con rapidez y le gritó al público, que lo miraba todo fascinado, sin entender lo que había ocurrido, como si fuera una representación dentro de la representación: Sic semper tyrannis! ¡Así le ocurre siempre a los tiranos! Las palabras pronunciadas ante el cadáver de Julio César. Antes de que nadie fuera capaz de reaccionar, salió por la puerta trasera, donde le esperaba un caballo, y se perdió en la oscuridad de la noche.



Jueves, 2 de diciembre
UNA CASA

Acompaño a unos amigos, que no lo conocen, en su visita al Museo de Bellas Artes. Como siempre, me detengo fascinado ante un cuadro de Miguel Galano: una solitaria casa abandonada, donde fui demoradamente feliz en alguna otra vida y a la que sigo regresando en sueños.
Nieva cuando vuelvo oscuro a mi casa sola. A la cabeza me viene un verso de Cernuda: “La verdad de sus sueños era para el la verdad de la vida”. Y luego una pregunta de Álvaro de Campos: “¿Cuándo despertaré de estar despierto?”.
Si despierto, espero hacerlo en aquella casa de la infancia cuando aún no tenía los postigos cerrados y no estaba habitada solo por fantasmas.

domingo, 28 de noviembre de 2010

La realidad y los sueños

Viernes, 19 de noviembre
LA ARMADURA DE SAL

Decía Somerset Maugham, y a mí me gusta repetir, que está bien que un caballero tenga vida sexual después de los sesenta años, pero no está bien que hable de ello.
A mí, la verdad, del sexo lo que más me gusta es lo que hay antes del sexo. Me habré enamorado, no sé (no tengo ahora a mano los cuadernos en que llevo las cuentas de todo), quizá 340 o 350 veces, pero todavía cada nueva vez me produce el mismo asombro que la primera. Y nada me hace más feliz que los primeros días, cuando no ha ocurrido nada y ya ha ocurrido todo.
En el mal tiempo, cuando uno tiene que superar una de esas pruebas de las que nadie está libre, qué bien vienen estas inesperadas dosis de endorfinas, el agua lustral que baña el mundo y me lo devuelve recién creado.
De sobra sé lo que ocurrirá después, cuando se evapore la magia. ¡He repetido tantas veces la misma historia! ¿La misma? No, no: siempre que me enamoro me enamoro por primera vez.
No sé si voy a ser capaz de resistir el gran golpe. Y el Azar, que me quiere bien, me coloca de pronto una reluciente armadura. Ya sé que no durará siempre: se disolverá pronto como una armadura de sal.
Pero ¿a qué lamentarse? Un amor eterno, si se cuida bien, puede durar una eternidad. Incluso puede que hasta un año.


Sábado, 20 de noviembre
NO SABE, NO CONTESTA

“¿Y qué pasó con esa mujer que un día se te metió en casa? ¿Lograste librarte de ella? ¿Sigue allí todavía? ¿O todo fue un sueño tuyo? Me refiero a esa mujer que leía las memorias de Harpo Marx”, me pregunta mi amigo Enrique Bueres.
“Yo también he leído esas memorias del hermano mudo de los hermanos Marx, que en la realidad no era mudo, pero sí tocaba el arpa, como en las películas. Y hay que ver lo que detestaba yo, cuando niño, ese momento en que se detenía la acción y comenzaba la melódica tabarra interminable. Fernando Rodríguez Lafuente nos contó, en una reunión del jurado de los Príncipe, que tenía grabadas todas las películas de los hermanos Marx, pero que de ellas había eliminado todos los pasajes musicales. Ganan mucho, dijo. Yo pienso lo mismo”.
“No me has respondido”, contesta Bueres.
“¿Y que quieres que te diga”, le respondo. Y luego le leo el único pasaje que la desconocida subrayó en las memorias de Harpo: “El recuerdo de mis primeros años en los escenarios es un caos espantoso de tiempos y lugares. De las ciudades y pueblos recuerdo muy poco. Lo que recuerdo son las salas de espera de las estaciones, los comedores de las pensiones, las habitaciones de hotel de un dólar, los camerinos, las salas de billar y los lavabos de caballero: todos sitios bastante parecidos en cualquier ciudad o pueblo de cualquier parte del país”.



Domingo, 21 de noviembre
EN EL MILÁN

A veces me entretengo más tiempo de lo previsto en el despacho del Milán y, cuando me doy cuenta, es muy tarde en la noche. Solo unas pocas luces de emergencia iluminan los largos pasillos, las escaleras iguales y distintas. Si bien se mira, es el perfecto escenario para una película de terror. Hay un guardia de seguridad, cierto, pero siempre anda perdido por los otros edificios: cuando llegara, el asesino habría tenido tiempo de sobra para hacer su labor.
En ocasiones me encuentro con otros profesores que también aparecen por aquí en festivos y en horas intempestivas. Eduardo San José me dijo hace dos o tres domingos: “Si nos pagaran las horas extras, seríamos ricos”. Yo no le dije que, en mi caso, pagaría con gusto por poder entretenerme con lo que me gusta cualquier día y a cualquier hora del día.


Al bajar en ascensor, para evitar tropezar en la escalera, pensé que podría estropearse y que, en ese caso, me quedaría encerrado toda la noche. No se estropeó, pero, sin querer, debí marcar un botón equivocado y al salir me encontré con ventanas enrejadas en lugar de la puerta de salida. Busqué una escalera, que me dejó, no en el bajo, donde está la puerta que se acciona con la tarjeta, sino en un pasillo estrecho, con despachos de los profesores a un lado y a otro. Traté de leer los nombres, ver a qué departamento correspondían. Pero estaba demasiado oscuro. Hacia el fondo había una rendija de luz, alguien trabajaba, quizá fuera José Ramón, de Filología Románica, a quien suelo encontrarme incluso el día de Año Nuevo.
Llamé, no oí ninguna respuesta, empujé la puerta. El despacho estaba vacío. Sobre una de las paredes (las otras estaban ocupadas por estanterías) había un cuadro que me llamó la atención. Yo lo había visto en alguna parte, no sabía dónde, pero creo que incluso lo había fotografiado. Debió servir como rótulo de una tienda: “La Malle aux Trésors”, la tienda de un anticuario, quizás. Recordé de pronto donde estaba ese cuadro: en Ginebra, en una de las callejuelas secretas y empinadas que ascienden hacia la catedral de San Pedro. No pude evitar luego entretenerme curioseando en los libros. No eran los que uno esperaría encontrarse en un despacho universitario. Eran libros infantiles, algunos de gran tamaño, otros aparatosamente desplegables, muy coloristas todos, muy llamativos. “A mi amigo Ernesto le gustaría darse una vuelta por aquí”, pensé. Sentí entonces una especie de escalofrío y me volví hacia la puerta. Una mujer me miraba, con los ojos muy abiertos, fijamente. “Disculpe, entré sin avisar. Soy García Martín, profesor de Literatura. Veo que también le gusta trabajar los domingos”.


La mujer pareció de pronto despertar de algún sueño, le cambió la expresión, me sonrió. “Pero ¿no me conoces? ¡Vaya despiste el tuyo!”. Y entonces sí la reconocí, pero seguí sin saber su nombre. Era la mujer que había llamado una noche a mi casa, que había dormido en el sofá, que al día siguiente me había preparado el desayuno y luego la comida, pero que por la noche, cuando volví de mi habitual recorrido por las librerías y de tomar un café en el Rosal hojeando las piezas cobradas, había desaparecido.
“Ah, trabajas también en el Milán. Disculpa que no te reconociera. Soy muy despistado. Un amigo de Víctor Botas, catedrático de latín, me saludó una vez en un homenaje que le hicimos a Botas y luego se quejó a Inés Illán de que pasaba a su lado por el Milán sin saludarle”.
No hace falta que te disculpes –dijo—. De sobra sé que eres tan despistado como miope. Esa tienda —y señaló al cuadro—, era de mis abuelos. Cuando ellos murieron, hubo que cerrarla porque nadie en la familia quería ocuparse de ella. Yo me traje ese panel, y también lo principal, la maleta del tesoro. Porque en la tienda había una maleta, que le daba nombre. Una inmensa maleta, un baúl mundo, cerrado con muchos candados. Cuando éramos niños, yo y mis hermanos jugábamos a subirnos a él, fingíamos que era una montaña que había que escalar. Rogamos muchas veces a mi abuela que nos permitiera abrirlo. Ella siempre decía lo mismo: “Algún día, algún día…” Pero ese día no llegaba y nosotros estábamos cada vez más impacientes. Teníamos un amigo cuyo padre era cerrajero. Nos prestó las herramientas necesarias para hacer saltar las cerraduras, para romper los cerrojos. Pasamos una noche entera en la tienda, como si fuéramos ladrones. Cuando íbamos a levantar la tapa, ya hacía tiempo que había amanecido, y apareció mi abuela. “Qué impacientes”, dijo sin enfadarse. Nosotros estábamos avergonzados. “Abrid, abrid, si queréis”. Yo dije: “No, abuela, el baúl es tuyo. Si tú quieres abrirlo y enseñarnos lo que hay dentro, muy bien. Y si no, así quedará, cerrado, hasta que tú quieras”. Cuando murió mi abuela, mis hermanos ya se habían olvidado del baúl. Yo me quedé con él y con la enseña de la tienda. No quise más herencia. Un transportista me lo llevó a mi casa de Castropol. Hubo problemas en la frontera. La policía pidió al conductor que abriera aquel inmenso armatoste, en el que cabían varios cadáveres y no sé cuántas armas secretas. Él no sabía cómo hacerlo. El baúl fue confiscado. Unas semanas después apareció en mi casa, sin abrir, y allí sigue, cargado de tesoros.
“¿De qué das clases?”, le pregunté. “No soy profesora”. Y sin darme tiempo a que le expresara mi sorpresa por encontrármela en el Milán, añadió: “Vamos a casa, que es muy tarde”. Me cogió de la mano como a un niño pequeño. Y solo entonces me di cuenta de que me recordaba a alguien muy familiar.
“¿Me dejarás alguna vez abrir el baúl del tesoro, abuela?”, dije. “Por supuesto, cariño. Cuando seas mayor”. Luego me dio un beso en la frente y yo me quedé dormido, soñando con ese tiempo mágico en el que todo estaría permitido: “Cuando yo sea mayor…”.



Miércoles, 24 de noviembre
DENTRO DE UN AÑO

“¿Sabes lo que me gustaría?”, me dice Cristian mientras esperamos en la cafetería la hora de clase. “Fundar una biblioteca allá en mi pueblo, en Paraguay. Ya estoy preparando libros para enviar allí. Los iré guardando en casa de un amigo. Luego, cuando ahorre, compraré un terreno y levantaremos el edificio. No hace falta que sea muy grande. No, no es un disparate. El dinero de aquí en mi país vale bastante más”.
¿Cómo no va a ser un disparate? Cristian, emigrante sin papeles, trabaja ocasionalmente de pintor. Pero habla tan decidido, tiene tanto amor a los libros, que en seguida me pongo yo a colaborar en el disparate. “Podría hacerse, podría hacerse. No es tan mala idea. Libros ya tenemos: todos los meses he de sacar de mi casa, unos cuantos cientos a los que me cuesta encontrar dónde colocar. Al cabo de un año son más de tres mil: el comienzo de una buena biblioteca. Habla con tus amigos de Repatriación y seguro que te encuentran un local. Un aula libre en una escuela, por ejemplo. Construir un edificio no se descarta. Pero queda para más adelante. Cuando cedan el espacio, mandamos el dinero para las estanterías. Habría que darle un nombre a la biblioteca”.
Cristian me dice en broma que podría llevar su nombre. “Mejor”, añade luego, “algo así como La Casa de las Palabras”.
Perfecto. Empezamos. La gestión es cosa mía. Todas las cosas hermosas, antes de ser realidad, comenzaron siendo un sueño. Y yo no soy demasiado malo en gestionar los tiempos. Por eso pongo fecha: “Dentro de un año, en noviembre o diciembre, cuando aquí se acerca el invierno y allí el verano, inauguramos La Casa de las Palabras con una lectura de poemas”.
Como Cristian, tuve una infancia sin libros. Quizá por eso nada me hace más feliz que ayudar a crear una biblioteca.
Sonrío y recuerdo una frase que le oí a Danni Moretti: “Haber tenido una infancia pobre es una riqueza que no se agota nunca”.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Al otro lado: Vida y milagros

Viernes, 12 de noviembre
LO QUE CONTÓ NATALIA GINZBURG

Durante dos años trabajamos juntos en la editorial, teníamos las mesas frente a frente. Muy amigo de mi marido, se apoyaba en él como un hijo en su padre, más que como un amigo en otro amigo. Era un tipo extraño. Afectuoso con todos, solo le importaban dos cosas: la mujer de la que estaba enamorado y el libro que estaba escribiendo. Parecía escoger cuidadosamente a las mujeres de las que se enamoraba: siempre eran autoritarias, duras, crueles. Nunca se le ocurrió elegir a una que fuera buena, dulce, tranquila. Después de cada desengaño, pensaba siempre en matarse. Cuando yo le conocí, era apenas un niño y ya hablaba de matarse. Le gustaba discurrir sobre cuál sería el mejor método: la pistola, el gas, el veneno. Lo hacía a menudo, aparentemente en broma. A los cuarenta años le pareció que ya no le quedaba ningún libro por escribir. Estaba en un Turín sofocante y desierto, todos sus amigos nos habíamos ido de vacaciones, y la última mujer con la que había soñado casarse decidió volver a América. Él le rogó que se quedara. Ella le dijo: “Eres un triste; me aburre estar contigo”. Y alquiló entonces aquella habitación en el hotel Roma sabiendo que jamás volvería a dormir solo en un cuarto de hotel. Ni en ninguna otra parte.



Sábado, 13 de noviembre
MILAGRO EN LOS PRADOS

Casi tres horas de burbujeante felicidad. Dos pícaros, Norina y Malatesta, se aprovechan de un viejo avaro, Don Pasquale, y de Ernesto, su ingenuo sobrino. Ante una seductora y desopilante Anna Netrebko, una mujer le murmura a su marido: “Es como una mezcla de Victoria de los Ángeles y Lina Morgan”.
En el cine de mi barrio escucho a Donizetti y todos los problemas se quedan a la puerta. Todavía no se ha alzado el telón. La cámara se entretiene con los elegantes espectadores que van llenando las butacas del Met. Alguno, preocupado por no se sabe qué cosas, cierra un momento los ojos, se lleva la mano a la frente: ignora que medio mundo le está mirando, que su tristeza por un momento se vuelve inmensa y llena la pantalla.


Me gusta pensar que también ese desconocido se contagiará de la alacridad con que los cantantes hacen su trabajo. Y lo imagino luego, en el entreacto, deambulando solitario entre los grupos que ríen y parlotean. Los que no estamos en Nueva York tenemos más suerte: cuando cae el telón, cruzamos al otro lado y podemos admirar el funcionamiento de la inmensa y fascinante maquinaria escénica. Y ver a los cantantes cuando dejan de actuar y creen que no los vemos: Anna sigue con ganas de gastar bromas, incluso le hace un guiño a un guapo electricista.
Al regresar a casa, atravesando el parque oscuro y solitario (al fondo, la obstinada piedra de San Julián de los Prados), cuánta gratitud. Colecciono tesoros, y este no es el menor de ellos: casi tres horas fuera de mi mundo, en otro mundo disparatado y feliz.


Lunes, 15 de noviembre
EL DESAFÍO

“Un bonito cuento esa historia tuya del tesoro. Porque es un cuento. Hace tanto que te leo que ya me he dado cuenta de que tú no cuentas tu vida, cuentas cuentos”, me dice Valdés cuando paso esta tarde por la librería del Campillín. “¡Y vaya manera rotunda que tiene de definirte tu amigo!”, añade.
Cualquier vida, incluso la más gris, está llena de cuentos inverosímiles. Recuerdo aquella pelea en la cárcel que habré contado cien veces y cada vez me resulta menos creíble. Subíamos a las celdas desde el patio, y un tipo mal encarado tropezó conmigo y me insultó. Yo no habría dado mucha importancia ni a una cosa ni a otra. El insulto fue algo así como “los comunistas sois unos hijos de puta” y yo de comunista tenía bien poco. Pero no podía bajar la cabeza y seguir adelante. Tuve que replicar. Hubo un amago de llegar a las manos. Nos separaron de inmediato. “Aquí no, si no queréis pasaros un mes en celdas de castigo. Mañana, en el tigre”. El tigre eran los servicios, donde no solían asomarse los funcionarios. Pasé la noche sin dormir, aterrado. Pero no podía echarme atrás. Si no aparecía, me convertiría en un mierda, en basura que cualquiera podría pisotear. Mi contrincante era un mal bicho, que estaba allí acusado de haber dado muerte en un atraco a un guardia civil. Al día siguiente, tras desayunar, cuando nos soltaron en el frío patio me sentía como aquel Johanes Dahlmann del cuento de Borges que acepta un desafío del que adivina que no saldrá con vida. “Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura”, termina el cuento de Borges. Yo pensaba en esa frase, cuando pálido, con ganas de escapar corriendo, pero sabiendo que no podía hacer otra cosa, rodeado de curiosos, me dirigí hasta el tigre. Allí estaba ya el Guti (creo recordar que ese era su nombre). Había expectación. Yo, esmirriado y con gafas, siempre con un libro en las manos, era un personaje extraño en aquel lugar: la séptima galería de Carabanchel en el otoño de 1974, cuando todavía no se había muerto Franco ni se habían producido los últimos fusilamientos. Se formó un corro expectante en torno a nosotros dos. “Deja que te guarde las gafas”, me dijo uno de los amigos que yo me había hecho en aquellos días, un atracador de poca monta que había pasado del orfanato al reformatorio y del reformatorio a la cárcel con breves intervalos de libertad. Y yo, que disimulaba mi miedo con una total impasibilidad, me dispuse a quitármelas. Mi contrincante entonces, inesperadamente, me dio un puñetazo y las gafas salieron disparadas por los aires. Yo, ciego, me lancé contra él, pero solo logré dar un golpe a los que se habían interpuesto entre nosotros. Porque, al parecer, en aquellas peleas había unas reglas no escritas y mi contrincante las había vulnerado. Debía haber esperado a que yo me quitara las gafas y a que dieran la orden de empezar. Una voz avisó entonces de que se acercaba uno de los funcionarios, quizá extrañado de que hubiera tan poca gente en el patio. El grupo se dispersó. A mí me sangraba ligeramente la nariz, pero las gafas no se habían roto (las habían recogido en el aire) y yo quedé como vencedor. Había demostrado que tenía cojones, algo que en la cárcel, como en la vida, es fundamental. “Cuidado con ese cabrón. Es mala gente. No dejes que se te acerque. Es capaz de clavarte un pincho por la espalda”, me avisaron. Pero no volvió acercarse. Y algunos de los tipos más duros de la galería –pronto organizarían un motín en toda reglar— tuvieron a gala ser amigos míos, incluso me pidieron que les diera clase de marxismo. Yo iba de nones, lo negaba todo, pero si era verdad lo que se decía, tenía más negro futuro que ninguno de ellos. Pero esa es otra historia, también verdadera y también, por supuesto, completamente inverosímil.


Martes, 16 de noviembre
UN CAFÉ EN PARÍS

Soy un mal lector de novelas, lo he dicho muchas veces. Y de la mayoría de las novelas que leo me sobra lo que tienen de novela. Qué gran libro sería El sueño del celta, de Vargas Llosa, solo con que nos hubiera contado de la mejor manera posible la prodigiosa historia de Rogert Casement. Pero, en fin, todavía hay quien piensa que una mediocre novela siempre será preferible a una buena biografía (especialmente a la hora de las ventas).
Todo lo que tiene de novela me sobra de Dentro de un mes, dentro de un año, que encontré el domingo en el Fontán, y cuya portada me fascinó: un mágico rincón de París, la terraza del café Les Deux Magots, con la torre de St-Germain-des-Prés al fondo. Estamos en los años cincuenta y es la atmósfera de ese tiempo lo que yo trato de encontrar en la mediocre prosa de Françoise Sagan.


Tras recordar que yo también, como todo el mundo, me senté en esa esquina ante la que parecía desfilar el universo entero, abro la novela:
Bernard entró en el café, vaciló un instante bajo las miradas de algunos clientes desfigurados por la luz de neón y fue hacia la cajera. Le entregó su ficha de teléfono sin sonreír, con aire cansado. Eran cerca de las cuatro de la madrugada. Sabía que era estúpido telefonear a alguien a esa hora. Se apoyó en la pared y sacó su paquete de cigarrillos. Respondió una voz soñolienta, de hombre. Al fondo se oyó la voz de ella: “¿Quién llama?”. Bernard se quedó un instante inmóvil, aterrado. Luego colgó el auricular. Mientras paseaba por la orilla del Sena, trató de calmarse: “Después de todo, es libre y tú ni siquiera eres su amante”. Le había dicho que era soltero, habían hablado de la vida y de los libros, había pasado una noche juntos. Ahora iba a volver a casa, donde se encontraría con los borradores de esa novela que era incapaz de escribir sobre su mesa de trabajo y en la cama a su mujer dormida, con el rostro infantil y rubio vuelvo hacia la puerta como si temiera que él no volviera nunca, esperándole en su sueño como lo esperaba durante todo el día, ansiosamente”.



Jueves, 18 de noviembre
HISTORIA ANTIGUA

Mientras comento en clase, en las nuevas clases de la antigua escuela de Magisterio que tanto me divierte dar, el poema de Ángel González “Discurso a los jóvenes” y hablo del franquismo y de la ironía como recurso para burlar la censura, se me ocurre pensar en que lo que para los alumnos que me escuchan es historia antigua para mí es autobiografía. Me entran ganas de contarles que cuando yo tenía su edad y me sentaba donde ellos se sientan, allá por 1968, los alumnos y las alumnas estaban rigurosamente separados: entraban por distintas puertas, tenían las aulas en pisos distintos e incomunicados. Un día, por primera vez desde la guerra civil, nos pusimos en huelga. Al día siguiente había una gran asamblea en Derecho, que entonces estaba en el edificio central de la Universidad. Allí fuimos a curiosear unos cuantos ingenuos alumnos de primero que todos los días nos desplazábamos en tren desde Avilés. Desde la plaza de la Escandalera vimos que había varias furgonetas de grises ante la puerta de la Universidad. No nos atrevimos a acercarnos. Allí nos quedamos, mirando y comentando, asombrados y asustados. No llegábamos a la media docena. La policía entra en la Universidad, suenan sirenas, sale gente corriendo… Lo miramos todo desde lejos. De pronto un coche se detiene a nuestro lado, bajan varios policías y comienzan a aporrearnos. Miramos atónitos, sin acabar de creérnoslo. Una señora que pasaba por allí se queda mirando y exclama: “Eso, eso. Que estudien, que estudien”.
Cuando lo recuerdo ahora, sonrío. Resulta que yo también tuve mi mayo del 68, pero no en París, sino en la plaza de la Escandalera. Y sin comerlo ni beberlo, sin pretender cambiar el mundo, siendo un adolescente ingenuo que todo lo había aprendido en los libros y no sabía muy bien lo que pasaba ni de qué lado estaba.
En estas cosas pienso mientras comento el poema de Ángel González. Resisto la tentación de hablar de ello. Afortunadamente todavía no soy tan viejo como para andar por ahí aburriendo a los demás con mis batallitas.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Al otro lado: Retornos

Viernes, 5 de noviembre
UN TESORO


Tras la tertulia en el Oriental, vuelvo a casa por Gascona. Alguien me saluda desde una de las terrazas en que, a pesar de la noche desapacible, se cena al aire libre. “¿No me conoces? Cómo vas a conocerme si hace un siglo que no nos vemos... Soy Salvador, tu mejor amigo de Aldeanueva”. ¡Salvador! Fuimos los mejores amigos del mundo entre los nueve y los doce o trece años. Yo le hacía los deberes de la escuela y él me defendía de los matones del pueblo. Yo de niño era tan inútil como ahora, pero además un poco Quijote. Tres o cuatro chicos ya mayores estaban molestando a una niña en la Pista, frente a la escuela. Otros niños miraban sin hacer nada. Yo, con gafas, el más escuálido y desmadrado de todos, me lancé a defenderla. Dejaron a la niña en paz, que se fue llorando para casa, pero empezaron a jugar conmigo como si fuera una pelota, lanzándome de uno a otro. Fue entonces cuando llegó Salvador. En seguida consiguió que me dejaran en paz, y no solo por sus puñetazos, sino porque era hijo de uno de los guardias civiles del pueblo, un tipo malencarado que no gozaba de muchas simpatías. Desde entonces fuimos amigos. “No tienes media hostia, pero tienes cojones”, me dijo más de una vez. Yo le hacía los deberes y él me ayudaba en otras cosas, como alimentar a los gusanos de seda que guardaba en una caja de zapatos. Comían hojas de morera, que no siempre estaban al alcance de la mano. Había que conseguirlas a pedradas, rompiendo algunas ramas, o subiéndose a los árboles que crecían en el camino de la estación. Yo era un inútil para ambas cosas. Salvador no tardaba ni un minuto en proporcionarme alimento para los insaciables bichitos. También era de los que se lanzaban al río desde lo alto del puente romano mientras que yo apenas si había aprendido a nadar. Pero él me apreciaba porque gracias a mi ayuda comenzó a sacar buenas notas y su padre, que era un bruto, dejó de darle palizas. También porque yo sabía contar historias. Recuerdo las tardes interminables de verano, cuando todo el pueblo dormía la siesta aletargado, y él se llegaba hasta mi casa, un poco más abajo que la suya, también en la carretera, y me llamaba con una piedrecilla que lanzaba el balcón. “¿Vamos a dar una vuelta?”. Y los dos caminábamos aburridos hasta la Pista, donde nos quedábamos a la sombra de uno de los grandes olmos, apoyados en su tronco inmenso y retorcido. “Cuéntame algo”, decía él. Y yo le hablaba de una ciudad sitiada y de un gran caballo de madera lleno de soldados, de un rey al que perseguían sus enemigos y que se salvó porque una araña tejió su tela a la entrada de la gruta en que se había refugiado, de bandidos escondidos en los montes cercanos… Eran las historias que leía en los libros de la escuela, que oía o que soñaba. Escuchaba con los ojos muy abiertos, sin ninguna duda de que todo era verdad. Pero cuando le dije que había encontrado un tesoro cerca del Puente de la Doncella no me creyó. “¡Un tesoro! ¡Qué tontería! Pensarás que soy un crío o, peor aún, que soy tonto”. Le llevé a verlo. Lo había encontrado junto a la carretera, como si lo hubieran arrojado desde algún coche. Como no me atreví a llevarlo a casa, lo oculté tras unas rocas, bajo unas ramas, un poco más allá. Y allí estaba cuando llegué con Salvador. Se trataba de un paquete no muy grande, envuelto en papel de estraza y atado con una cuerda. “¡Vaya tesoro!”, dijo Salvador. Pero el papel tenía una desgarradura y por ella se veía un billete de mil pesetas. Hacía falta poca imaginación para adivinar los fajos de billetes. “¡Una fortuna! ¡Aquí hay millones! ¿De dónde habrán salido?”. “Seguro que de algún atracador de bancos”. “Entonces habrá que entregárselos a la guardia civil”. “¿A mi padre? ¡Antes los quemo!”. Decidimos esconderlos mejor hasta decidir lo que haríamos. Yo quería dar la vuelta al mundo y a Salvador nada le gustaría más que largarse lo más lejos posible, donde su padre no pudiera encontrarle. Pero ¿dónde se compran los billetes para un viaje así? ¿Qué equipaje hay que llevar? En esas dudas andábamos cuando cayó en mis manos un periódico atrasado, uno de los periódicos que desechaba el barbero y que yo leía con avidez. Hablaba de unos timadores que habían estafado a un anciano en Cáceres. Y que lo habían vuelto a intentar en Plasencia. Pero allí alguien los había reconocido y tuvieron que huir. Explicaban en qué consistía el timo. “Me temo que nuestro tesoro se ha hecho humo”, le dije a Salvador. “¿Cómo que se ha hecho humo? ¡Aquí sigue!”. “Ábrelo”. Lo abrió y el sobre estaba lleno, como yo había adivinado, de recortes de periódicos. Salvador me miraba atónito, pero yo entonces tuve una idea y rebusqué entre aquellos papeles hasta que encontré el billete verdadero que habíamos visto por la desgarradura. “No tenemos un tesoro, pero somos ricos”. Por aquel entonces la paga que le daban a un niño los domingos, cuando se la daban, era de una peseta, así que mil constituían una fortuna. ¡La de vueltas que dimos al mundo con esas mil pesetas, la de cosas que compramos, lo que disfrutamos con ese billete que una semana guardaba uno y la siguiente otro!


“Te tocaba a ti guardarlas cuando yo me vine a Asturias. ¿Qué hiciste con ellas?”. “¿Qué querías que hiciera? Seguir guardándolas hasta que volviera a verte. Eran más tuyas que mías. Aquí las tienes”. Abrió la cartera y sacó un arrugado billete de mil pesetas. “No creo que te sirva para comprar muchas cosas”, me dijo sonriendo. Y yo le abracé contento de haber recuperado aquel tesoro olvidado de la infancia.



Lunes, 8 de noviembre
NO PUEDO SER POETA

Paul Brito me envía un libro de variaciones sobre Aquiles y la tortuga, varias de ellas anticipadas en la revista Clarín. Con la famosa paradoja de Zenón me ocurre algo curioso: cuando la escuché por primera vez, era yo un niño, me pareció una tontería, y me lo sigue pareciendo tantos años después. El sentido común afirma que el que corre más alcanza al que corre menos y las reflexiones de Zenón (para recorrer una distancia hay que recorrer primero la mitad y antes la mitad de la mitad y así hasta el infinito) no lo contradicen porque hablan de otra cosa, no de Aquiles y la tortuga.
En El escarabajo de Wittgenstein, Martin Cohen, explica así la aporía de Zenón: “Antes de que Aquiles pueda alcanzar a la tortuga, es evidente que primero necesita llegar hasta el lugar donde esta estaba antes. Y por muy lento que la tortuga avance, seguro que durante ese tiempo se ha movido un poco más en su camino. Y da igual que ahora la ventaja sea solo de algunos metros, Aquiles también tendrá que recorrerlos. Y para cuando lo haga, la tortuga se habrá movido otra vez, aunque solo sea unos pocos centímetros. Y así una y otra vez, en una infinidad de pasos cada vez más pequeños. A primera vista, Aquiles nunca recorrerá la distancia”.
¿A primera vista de quién? Si la tortuga está unos pocos centímetros por delante de Aquiles, a este le basta dar un paso para adelantarla. Eso se lo dije yo, cuando tenía diez años, al maestro que me explicaba la presunta paradoja. “Esta carrera angustió a los filósofos durante muchos siglos”, añade el bueno de Martin Cohen. Pero no hace falta ser Einstein para darse cuenta de que “cuando las proposiciones de las matemáticas se refieren a la realidad, no son ciertas; y cuando son ciertas no se refieren a la realidad”. La línea que tiene infinitos puntos (y una sola dimensión) es una abstracción de la geometría; la pista en la que se celebra la carrera de Aquiles y la tortuga tiene un número limitado de metros y una determinada anchura.
“Alguien con una mente tan apegada a la lógica y tan a ras de tierra no puede ser poeta”, me reprocha un amigo.



Martes, 9 de noviembre
UNA VISITA

Pasadas las doce, cuando estaba a punto de irme a la cama, sonó el timbre. “¿Quién será a estas horas?”, me dije. “Abre, soy yo”. Era una voz de mujer, que no reconocí. “Abre de una vez, que hace frío”. “¿Pero por quién pregunta?”. “Pues por ti. ¿Por quién voy a preguntar? ¿No es este el cuarto derecha?”. Y sin pensarlo dos veces abrí la puerta, pero pensando mirar bien por la mirilla antes de dejar entrar en casa a aquella impaciente desconocida. Abrí, sin embargo, en cuanto oí el sonido del ascensor. Me dio un abrazo y unos besos cariñosos. “No has cambiado nada”. Era morena, no muy alta, no muy guapa, pero de sonrisa agradable, de unos cuarenta años (o quizá más, pero aparentaba menos) y llevaba consigo una pequeña bolsa de viaje. Estaba seguro de no haberla visto en mi vida, pero entró en el piso como si no fuera la primera vez. “Cada vez tienes más libros, pronto no se podrá ir de una habitación a otra”. Se sentó donde yo me siento habitualmente: esa costumbre parecía no conocerla o no le importaba. “Dormiré aquí mismo, no quiero molestar”, dijo. “Es tarde para ti, seguro que ya estabas a punto de irte a la cama. Pues sigue, sigue tus costumbres. Yo leeré un poco antes de dormirme. Dime dónde tienes las mantas para que luego no te moleste”. De la bolsa sacó un libro, las memorias de Harpo Marx, luego se tumbó sobre el sofá, se arropó con la manta que le traje y se puso a leer plácidamente. Yo me había quedado de pie, en la puerta del salón, mirándola sin saber qué hacer ni qué decir. Ella alzó los ojos del libro y me sonrió: “¿No lo has leído? Te gustará. Fíjate cómo comienza: No sé si mi vida ha sido un éxito o un fracaso ni tengo ninguna prisa en averiguarlo. Me tomo simplemente las cosas tal como vienen y por eso me sobra mucho tiempo para disfrutar de la vida”.



Miércoles, 10 de noviembre
REFUGIO CONTRA LA TORMENTA

Esta mañana tenía clase a primera hora. Cuando me asomé al salón, la desconocida seguía allí, durmiendo plácidamente. La manta había caído al suelo, así que me acerqué a arroparla y a recoger el libro que también había dejado caer descuidadamente.
Luego me olvidé de ella, me olvidé de todo inmerso en la grata rutina de todos los días, que hoy, sin embargo, tenía una novedad: comienzo a explicar literatura en Magisterio. Acostumbrado a los pocos alumnos de Filología, me alegra encontrarme de nuevo con un aula llena e inquieta.
Antes de comenzar, mientras tomaba un café en la cafetería, pensé: “La última clase aquí la di en 1993, la primera en 1977 y la primera vez que entré en este edificio, como alumno, fue en 1968”. Sentí un poco de vértigo. Pero en el aula, mientras ponía en juego viejos trucos para atraer la atención de los alumnos, sentí la embriaguez del que comienza una aventura. Yo soy el guía, yo tengo el plano del tesoro, espero ser capaz de descubrirles las maravillas de la literatura. El aula es uno de los lugares donde menos me cuesta ser feliz: los problemas, por graves que sean, siempre se quedan fuera.
Al llegar a casa, poco antes de las dos, con el tiempo justo para meter en el microondas el plato precocinado y ponerme a comer a las dos en punto, como siempre hago, me sorprendió un sabroso olor. La mesa estaba puesta y la desconocida (no me dijo su nombre, no me atrevía preguntárselo porque sin duda yo debía saberlo) había cocinado para mí. “Ya ves que no me he olvidado de la hora en que comes ni de lo que te gusta escuchar mientras comes: he puesto las noticias de Radio Nacional. Aunque si fueras un caballero, deberías apagar la radio y hablar conmigo”.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Al otro lado: Principio sin final

Jueves, 28 de octubre
PARA TRIUNFAR EN LITERATURA

Me llaman de no sé qué emisora de radio: “Estamos preparando un programa sobre los escritores bocazas y queríamos contar con su participación”. “¿Cómo dice?”, respondo menos irritado que divertido. “Estamos preparando un programa sobre las declaraciones de Pérez-Reverte y de Sánchez-Dragó y querríamos que nos diera su opinión y nos hablara de otros escritores así de deslenguados”.
Me tranquiliza saber que no han pensado en mí como escritor bocazas. De Pérez-Reverte reseñé una vez una novelita prologada y anotada por Andrés Amorós. No le debió gustar mucho lo que dije al ilustre académico porque, entrevistado poco después por Nuria Azancot, afirmó que respetaba mucho a los críticos serios, pero que en cuanto oía nombrar a García Posada o a García Martín “sacaba la navaja”. Me imagino que sería una navaja metafórica, aunque no estoy seguro.
Una vez me preguntaron, en un encuentro con jóvenes aspirantes a escritor, cuáles eran las dos cualidades más necesarias para triunfar en literatura. Y yo respondí que las mismas que en cualquier otro campo: saber compaginar adulación y amenaza, el palo y la zanahoria. Es el método Cela-Capone, de éxito asegurado. En la revista Cuadernos hispanoamericanos apareció una nota sobre una de sus obras más prescindibles, Izas, rabizas y colipoterras; se decía que abundaban en ella las “consideraciones tan superficiales como jocosas”. Inmediatamente le escribió al director, Luis Rosales, que “en Papeles de Son Armadans jamás se publicó una vileza sobre ti como la que, sobre mí, acoges en tu número de octubre. En todo caso, nada mal me viene saber a qué atenerme en el futuro”. Y en respuesta a sus disculpas, que no acepta, le advierte que pronto ese presunto ataque tendrá adecuada réplica en su revista, “que sabe estar a la recíproca”.
En el pringoso arte de la adulación al poderoso y la arremetida contra quien se permite el más mínimo reparo tuvo Cela un buen discípulo: Francisco Umbral. Pero no fue el único, aunque sí quizás, en sus mejores momentos, el más líricamente repulsivo. Afortunadamente para él, Pérez-Reverte nada tiene de lírico, lo suyo es el bronco y viril matonismo.


Sábado, 30 de octubre
IMÁGENES

Las luces de los barcos amontonándose como joyas en la oscuridad del puerto.

Tras el gran ventanal, pinos desdibujados que lloriquean descuidadamente, la tierra marrón de las pistas de tenis, colinas desoladas sobre el fondo sucio del cielo.

Una casa derrumbada, lejos de la carretera, con el color de la madera vieja comido por el sol y la lluvia.

Un coche circulando entre el viento del crepúsculo mientras el sol se pone detrás de la ciudad, dejando un cielo de oro y sangre y un mar oscuro manchado a trechos de vino rosa.

Los mástiles oscilantes de los barcos de vela buscando una estrella que no acaban de encontrar.



Domingo, 31 de octubre
SOBRA TIEMPO

Soy de esas personas que lo hacen todo deprisa y por eso siempre me sobra tiempo. El regalo de una hora más no me parece un buen regalo. El día, negro, lluvioso, desapacible como el alma mía, se me vuelve infinito. No sé qué hacer para que pase el tiempo y acabo escribiendo un poema. El demonio cuando no tiene que hacer mata moscas con el rabo: yo escribo poemas.
No me pone de buen humor esta reincidencia. Mis poemas siempre hablan de cosas de las que no me gusta hablar. Espero no reincidir. Al menos hasta que no llegue otro día con horas de sobra.



Martes, 2 de noviembre
MEMORIAS DE UN SACRISTÁN

En la presentación de Ambos mundos, de Xuan Bello, leo el primero de sus poemas que se tradujo al castellano (en 1983, cuando el autor tenía dieciocho años): “Sentimiento, nostalgia de lo que no será, / tirano de nuestros deseos, / tímidos brazos del atardecer / en torno al rubor de unas líneas no escritas, / mientras tú, Eros abrasador, dios del infierno, / de exasperada sed inundas mis palabras / -esas que, huyendo de ti, corren en tu busca”.
He sido testigo de cómo Xuan iba dando forma a sus particulares laberintos, de cómo el precoz poeta se convertía en un prosista excepcional, tanto en asturiano como en castellano. Conozco como nadie su grandeza y sus puntos débiles: continua improvisación, retórica victimista, erudición fantasiosa. Por eso siempre me teme un poco cuando hablo en público de él. Soy como ese sacristán que limpia de polvo la imagen de los santos y que por eso mismo le cuesta creer en sus milagros. Pero yo creo en el milagro de un escritor sin sosiego, que se pasa la vida repitiéndose, que no tiene nunca tiempo para sentarse sin prisa a armar un libro y que, sin embargo, consigue que nunca nos cansemos de escucharle. Son los caprichos de la literatura, que a los escritores formales y puntuales suele preferir los incorregibles, irresponsables, mágicos improvisadores.



Miércoles, 3 de noviembre
UN POETA

José Ángel Gayol le editó su primer libro, que me interesa más bien poco. “Lo que deberías haber hecho es desaconsejarle que lo publicara”, le digo. “Estaba tan entusiasmado…”, me responde. Y yo: “Ya sabes el consejo que suelo darles a los jóvenes poetas: que no escriban, que telefoneen”.
Hoy toma un café conmigo en el Colonial ese joven poeta, Cristian David López, y me arrepiento de la dureza con que traté sus versos. A los veintitrés años todavía está permitido escribir malos poemas. Cristian nació en un remoto rincón del Paraguay. Desde los cuatro años se educó en una comunidad religiosa, Pueblo de Dios, que trata de continuar los modos de vida del cristianismo primitivo. Viven lejos de las ciudades, en aldeas propias. Practican la oración en común y creen que todavía el Espíritu Santo sigue enviando profetas. Cristian leyó su primer libro a los diecisiete años. Se trataba de El gran Gatsby. No es mala manera de iniciarse a la lectura, pero qué extraña debió de resultar la evocación de los locos años veinte en medio de tanta trabajosa desolación.


Apenas había libros en aquellos lugares donde se reza y se trabaja de sol a sol y aún así con las malas cosechas se pasa hambre. No había libros, pero sí Internet, y Cristian se bajó varias obras de Shakespeare y también los sonetos. Todavía adolescente quiso crear una biblioteca para la comunidad. Escribió una petición, buscó las firmas de sus compañeros y se subió al autobús que, una vez al día (y siempre cargado hasta los topes) llegaba hasta Asunción. Allí buscó las distintas embajadas y fue entregando su escrito. Nadie respondió. Pero un día, había pasado más de un año, una noche aterradora de tormenta, lo recuerda bien, con todo inundado y sin luz, sonó milagrosamente el móvil, uno de los primeros que tenían. Llamaban de la embajada de Estados Unidos, les donaban libros por valor de seis mil dólares. Y llegaron los cuentos de Poe y los versos de Whitman, todo Shakespeare y las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn descendiendo el Mississippi. Un cargamento de maravillas. Pero él apenas pudo disfrutarlos. Emigró a Buenos Aires, donde malvivió en una villa miseria, y quedó deslumbrado ante las librerías de Corrientes desbordadas sobre la acera.
Desde niño quiso ser escritor. Publicar un libro le parecía la mayor hazaña. Cuando estuvo en Asturias, y ganó algún dinero trabajando como pintor, con sus primeros ahorros buscó quien le editara. “Ya me arrepiento”, me dice.
Yo ahora leo sus versos, que hojeé despreciativo, con otros ojos: “Ser bueno es la forma de no morir, / ser bueno es la forma de ser inmortal, / de no morir en el corazón de la gente”.
“Algunas veces pasé hambre”, me dice sonriendo. “Allí había lo que nosotros llamamos una olla común, un comedor colectivo, pero si te retrasabas cuando llegaba tu turno ya se había acabado la comida. Y a veces no me acercaba a comer porque me parecía que no había trabajado lo suficiente, que no me la había ganado. Antes era más humilde, ahora lo voy siendo menos”.
Me enseña los libros que acaba de comprar: el Werther de Goethe, Las Tablas de la Ley de Thomas Mann y el El perro de los Baskerville, de Conan Doyle. “Me entusiasma Sherlock Holmes. Me enseña a razonar”.
Antes de volverme al Milán, le señalo el camino de la librería Don Quijote. Está buscando los poemas de Whitman.
¿Cómo no sentirse identificado con el niño que, antes de tener un libro en las manos, ya soñaba con los libros? Cristian vale más que sus poemas, pero no me extrañaría nada que muy pronto sus versos valieran tanto como vale él.


Jueves, 4 de noviembre
CUALQUIER OTRA VIDA

Me gustan las historias que comienzan cuando un desconocido llama a la puerta. O aquellas otras en las que un automóvil se avería cerca de un caserón abandonado. Me gusta abrir un libro al azar, leer unas líneas, cerrar los ojos y continuar con mi vida lejos de mi vida: “Todos aguardaban con impaciencia el martes, cuando el barco de Sydney hiciera su entrada en el puerto. La tensión nerviosa en que vivían se hacía irresistible por momentos”.
Yo también aguardo, paseando arriba y abajo, la llegada de un barco en que marcharme lejos, en que empezar otra vida. O del que descienda alguien que vuelva del revés mi vida.
Y cuando todos se han ido, cuando ya nadie, salvo yo, espera en los muelles, el barco aparece. Es una noche sin luna y con estrellas. Las luces del barco –verdes, rojas, azules- brillan como si llegara cargado de fastuosos tesoros. Poco a poco se acerca...
(Por tu vida, el marinero, / dígasme hora ese cantar).
Lentamente, como si no se moviera. Me gustan las historias que son solo principio sin final.