domingo, 3 de octubre de 2010

Al otro lado: Contra las confidencias

Viernes, 24 de septiembre
EL ÚNICO TEMA

Me paso el día recibiendo confidencias, y nada detesto más. Antes creía que los amigos que me pedían consejo me pedían consejo. Creía que confiaban en mi buen criterio. Soy así de vanidoso: creo tener buen criterio. Pero no: quien te pide consejo solo quiere que le escuches y le reafirmes en su opinión. Y tú le escuchas una y otra vez, y él nunca se cansa de aburrirte con sus tribulaciones. Pero yo soy aún más egoísta que vanidoso, y he aprendido a aparentar que escucho atentamente mientras pienso en otra cosa. “Cada día me aguanta menos mi mujer; vamos a separarnos”. “Tiene suerte. Yo a quien cada día aguanto menos es a mí mismo, pero no hay separación posible”. Exagero un poco, claro. Solo algunos días “no me puedo sufrir a mí conmigo”, como escribió Villamediana y a mí tanto me gusta repetir.


“Debería inventarse algún sistema para poder tomarse vacaciones de sí mismo”, digo luego en la tertulia. “Ya se ha inventado. ¿No has oído hablar del alcohol? ¿Cómo soportaría sin él sus pobres vidas la mayoría de la gente? Pero tú no lo pruebas y me parece que es por miedo a lo que vas a encontrar cuando aflojes el férreo control que mantienes sobre ti mismo”. “¿Tú crees? Yo pienso que es más bien porque para decir babeantes tonterías y hacer el ridículo no necesito ningún estimulante externo”. “Martín se toma vacaciones de sí mismo abriendo un libro”. “Eso era antes. Ahora todos los libros hablan de lo mismo: de mí mismo”. “¿Y todavía no te has aburrido de leer? ¿No te cansa el tema?”. “Debería cansarme, ya lo sé. Pero es el único tema que nunca me cansa, aunque me tenga harto”.


Sábado, 25 de septiembre
UN PASEO

Salí a caminar por las afueras, a respirar un poco de aire fresco después de varios días de encierro, y distraído con mis pensamientos me aparté de la ruta habitual. Cuando me quise dar cuenta, no sabía muy bien dónde estaba. No reconocí aquella villa en lo alto de una colina ajardinada. No era una de las fantasiosas casonas de indianos que tanto abundan por estos lugares. Tenía una sobriedad elegante y un empaque clásico que recordaba a la arquitectura de los cuadros renacentistas. En el jardín, muy cuidado, se escuchaba el susurro de una fuente. Y nada más. La verja estaba abierta. Yo entré sin pensarlo dos veces. Temí que me ladrara algún perro, según es habitual. Pero no fue así. Llegué hasta la puerta y busqué el timbre. No había timbre. La puerta estaba entreabierta. La empujé un poco y se abrió del todo silenciosamente, como invitándome a pasar. No me atreví a hacerlo. Me quedé en el umbral, sin decidirme a marcharme. En ese momento pasó un jardinero. Me saludó con amabilidad y siguió su camino hacia la parte de atrás del edificio. Yo le seguí con la vista, mientras me inventaba una excusa para estar allí: diría que buscaba la casa de un amigo. Sentí que me tiraban de la cazadora. Era un niño, de unos dos o tres años, que de esa manera trataba de llamar mi atención. Me miraba sonriente, con el rostro embadurnado de chocolate. Detrás apareció una mujer, con cofia y delantal, como las criadas antiguas, y se lo llevó en brazos diciendo: “Vamos, Jimmy, no molestes a este señor”. Todavía me quedé algunos minutos ante aquella puerta abierta. Al fondo, tras una cristalera, me pareció entrever una silueta femenina y hasta mí llegaron algunas notas musicales. Creí reconocer el “Pur ti miro, pur ti godo”, de Monteverdi, pero quizá solo resonaba en mi cabeza (lo hace a menudo desde que el otro día lo escuché en el Campoamor). Regresé a casa con la sensación de que mi verdadera casa era aquella apacible villa renacentista donde la vida no duele como una postura incómoda, donde es posible ser feliz.



Domingo, 26 de septiembre
LOS TRES CAMARADAS

Hace exactamente cincuenta y tres años vi por primera vez el mar. Ocurrió un dorado día de otoño, como el de hoy, allá por 1957. Lo sé no por mi buena memoria sino porque muy pronto tuve la costumbre de anotar las fechas memorables, y aquella amarillenta y quebradiza hoja no se ha hundido en el mar del tiempo y ha reaparecido junto al recordatorio de la primera comunión. Desde entonces no había vuelto a pisar las dunas de San Juan de Nieva. Ahora han colocado pasarelas de madera. En la arena hay unos pocos bañistas. A la derecha, vigilando la salida de la ría, se alza el faro en una estampa hopperiana. A la izquierda, a contraluz, la urbanizada y menguante playa de Salinas. Para llegar hasta aquí hay que atravesar un laberinto de naves, humos y desechos industriales. Ellos son las que han mantenido intacto este lugar.


Es un hermoso atardecer. El mar, azul y plateado, viene a lamerme los pies, como un perro fiel que me reconoce. Ya no recuerdo lo que pensó aquel niño asombrado que anotó una fecha y escribió con mejor caligrafía (y peor ortografía) que la del hombre de hoy: “beo elmar”. Tras caminar lentamente por la arena subo hasta el mirador que forma una de las pasarelas y allí me quedo largo tiempo, sin ganas del volver. ¡Cuántas cosas tenemos que decirnos los tres: el niño que fui, el hombre que soy, el mar innumerable! Pero no nos decimos nada. Nos contentamos con estar juntos y en silencio, saboreando la dulzura inagotable de la tarde, muy conscientes de cómo la noche acecha. Y que de los tres, muy pronto, solo quedará uno, siempre recién nacido.


Lunes, 27 de septiembre
TÁNGER-NUEVA YORK

“La gente dice que lo importante es vivir, pero yo prefiero leer”, escribió Logan Pearsall Smith. Yo nunca estoy más vivo que cuando estoy leyendo. Me gustan los libros que son puertas y ventanas, que me permiten asomarme a otras gentes, a otros mundos. Hombres blancos en los trópicos, de Erling Bache, que el azar me regala en la librería de viejo del Pasaje, y que comienzo a leer en Las Salesas, comienza así: “Me había quedado sin empleo. Como un furioso vendaval, se presentó en todas partes del mundo la crisis del mercado de caucho, en el año 1929; con aterradora rapidez bajaron los precios, hasta llegar a igualarse a los gastos de producción; de manera que en las plantaciones se redujo el número de personal, se anularon miles y miles de contratos…”. Paso las páginas: Bali, Singapur, Shangai…, y de pronto me encuentro, como hace treinta años, en un cine de Tánger: “En el Capitol, el cine más grande de Tánger, desfila por la sucia pantalla una especie de noticiario. El salón está abarrotado, el calor resulta insoportable. Entre el público hay franceses, judíos, españoles, árabes, negros, griegos y una docena de otras naciones y razas. El aspecto de algunos es descuidado, con sus tacones torcidos y sus ropas descoloridas, otros, en cambio, destacan por la impecable raya de su pantalón y la americana de anchos hombros algodonados”. De la mano de Erling Bache paseo por Tánger en los años de la guerra civil: “El Zoco Chico reúne todas las naciones del mundo, y puede uno tomar allí un café o un aperitivo en medio de una multitud cosmopolita, como apenas puede haberla en otro lugar del planeta. El Zoco Chico está dividido en dos partes. A un lado de la calle, están los restaurantes fascistas y al otro los comunistas. Al estallar la guerra de España, la poliforme población de Tánger se repartió los cafés. Y nadie puede frecuentar unos y otros indistintamente. Si por acaso un turista inocente se sienta por la mañana en el Café España (que es rojo) para beber cualquier cosa, no le servirán en el Café Central (que es fascista) si se sienta allí por la tarde, y viceversa”. En aquel Tánger donde hay más espías y aventureros que en cualquier otro lugar del mundo y en el café de todos los días, me encuentra mi amigo Hilario Barrero, al que la Universidad de Nueva York le ha concedido un año sabático y viene a pasar unos meses en Asturias. Me trae, como regalo, un frasco de mi colonia favorita, Fierce, de Abercrombie & Fitch, cuyas dos tiendas, en el Pier 17 y en la Quinta Avenida, tienen algo de penumbroso paraíso custodiado por arcángeles.


Sigo siendo el niño fantasioso que siempre fui: me basta abrir un libro para estar en el Tánger turbio de 1936; me basta oler un fresco aroma juvenil para regresar a la inagotable maravilla de una ciudad, como el mar, siempre recién nacida. Y sin dejar Oviedo, donde tantos días –y este es uno de ellos— es posible ser feliz.



Martes, 28 de septiembre
TELÓN

“Mañana ya no abrimos; cerramos definitivamente”, me dice la camarera al dejar Los Porches, mi oficina matinal en Las Salesas. Me cuesta tanto estos días mantener cualquier costumbre que lo que en otro momento hubiera sido una catástrofe ahora apenas me sorprende. “Lo echaré en falta, vengo desde hace bastante tiempo”. Bastante, ciertamente: desde octubre de 1982. La camarera seguro que ni había nacido.
Ahora debería ponerme elegíaco. Pero me limito a encogerme de hombros y a trasladar mis rutinas al Café Colonial, a dos pasos. Allí me encontrará cada mañana quien quiera verme.
Cuántos malabarismos hay que hacer para hacerse la ilusión de que los días se suceden confortablemente iguales, de que no rodamos cuesta abajo, y cada vez a mayor velocidad, hacia el precipicio.


Miércoles, 29 de septiembre
SAN JULIÁN Y SANTA TERESA

En la librería Santa Teresa encuentro el libro de Fortunato Selgas sobre San Julián de los Prados, la iglesia prerrománica que contemplo cada mañana nada más levantarme. Me reconforta verla ahí, firme y sólida como el primer día, allá por el siglo IX, cuando se alzaba junto al palacio del rey en lo que entonces era un rincón rural en las afueras de Oviedo. Las fototipias de Hauser y Menet me enseñan como era antes de la restauración, con su maquillaje barroco no exento de encanto. Al cementerio de la parte de atrás llegué yo a conocerlo. Mil doscientos años hace que esta iglesia parroquial cumple con su trabajo. Y no parece que tenga intención de jubilarse. Yo la tomo cada día como modelo.


La librería Santa Teresa es de las pocas que todavía no permiten el acceso a los libros, hay que pedirlos en el mostrador. Así de incómodas eran todas las librerías de mi juventud; ahora apenas queda esta reliquia, con su encanto antiguo. Allá por los sesenta se convirtió de pronto para mí en una gruta del tesoro. En el escaparate aparecieron, a bajo precio, algunos ejemplares de la colección Universal. “Tenemos más. ¿Quiere verlos?”. Y me llevaron a una trastienda donde estaba la colección casi completa. Entre tantos deslumbramientos, recuerdo la Segunda antología poética, de Juan Ramón Jiménez: “Y yo me iré / y se quedarán los pájaros cantando”.

6 comentarios:

  1. Claro que sí, Martín; acumulamos tanta biografía que todo se desliza en un déjà vu constante.
    Acabo de besar el mármol (en un descuido del celador) de la Madonna que Buonarroti labró para el mercader Mouscrom y que ningunea hoy al enladrilado caserío de Brujas, que al lado del prodigio del toscano es apenas un poblachón caldeo: poco más que un circuito cicloturista o un modesto laberinto de aguas achocolatadas que surcan toscos lanchones atestados de turistas, carentes aquellos de la gracia de las góndolas venecianas. Lo que va del pensamiento mercader a la galanura de Casanova...
    Y hago constar aquí que el hartazgo visual acumulado en tantos años, que el imaginario que desborda mi modesta sacristía, los archivos repletos de mi scriptorium, los músculos de la cara ya fatigados de tanto rictus de asombro ante la belleza excelsa..., han hecho que el gozo de tal contemplación -que haberlo húbolo- se viera turbado por la interferencia de recuerdos y de imágenes mentales que -de alguna manera- empañaron el disfrute puro y exclusivo que aquella obra sublime me ofrecía.
    Al fin y al cabo uno no es el buen salvaje, es beneficiario y víctima de lo que sabe...
    De modo que no pude evitar que interfirieran en la contemplación de la escultura recuerdos de anodinas imágenes de yeso de mi escuela de primaria (aquellos mayos de las "flores"...); también de la buena estatuaria renacentista y barroca que ya he gustado... Incluso -en un flash surrealista- me pareció reconocer en los rasgos de la madonna toscana el perfil de Silvana Mangano, aquella musa del cine italiano del post neorealismo.
    Si lo que cuento es sacrílego, que me perdone San(¿qué digo?) Benedicto XVI cuando, de regreso de su periplo por tierras de anglicanismo, tenga un momento de respiro y comprenda que nos son éstos tiempos de excomunión ni de qie se extreme el rigor con las ovejas que decrecen en número a ojos vistas.
    Eso espero de su -constatada- misericordia.

    Salud.

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  2. Si tiene usted sesenta años, ¿cómo es posible que viera el mar por primera vez y tuviera faltas de ortografía? Si hace treinta y tres años que lo vio, entonces tendría usted 27 años. ¿No querrá decir hace cuarenta y tres? Por lo demas espero que sea lunes para leerle.

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  3. !Quería decir hace cincuenta y tres años que vio el mar y que tendría 7 años de edad! Los números no es lo mío.

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  4. “Debería inventarse algún sistema para poder tomarse vacaciones de sí mismo"
    Ya lo dicen los miembros del sanedrín, también lo dijo Jonh Cheever ¡El alcohol¡: Cuando paso seis, o siete horas frente a la máquina de escribir, cuando duermo la mona en un sillón roto, acabo por poner en tela de juicio, incluso a mi mismo. Ademas Cheverelere, utilizaba el alcohol como analgésico.

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  5. Exactamente, quería decir "hace cincuenta y tres años". Pero dije "treinta y tres", como los enfermos ante el médico. Curiosa errata

    JLGM

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  6. Mi abuela, una Amador, era de Tánger. Mi madre y ella no se llevaban bien, pero yo logré retomar el contacto en 2011. Ese año volvieron a verse por última vez después de muchos años. Después de la visita mi madre lloró desconsoladamente, pero enseguida hizo por rehacerse. Durante mi estancia en La Paz al año siguiente, me escribí con mi abuela e incluso llegué a pedirle que me dejara ir a vivir con ella, cosa que le pareció muy mal, pero sin enfadarse. Antes de volver tiré sus cartas, para no hacer daño a mi madre. Ya en Madrid, yo la llamaba de vez en cuando, hasta que falleció en 2014, poco después de que naciera su bisnieto y yo encontrara al amor de mi vida.

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