domingo, 15 de mayo de 2011

Al otro lado: En el camino

Sábado, 7 de mayo
JUGADOR DE AJEDREZ

Aunque no sé jugar al ajedrez, soy un buen jugador de ajedrez. Tengo en cuenta todas las opciones. Soy un calculador nato, un experto en planes alternativos para salirme siempre con la mía. “Vamos, que eres como la izquierda abertzale”, se burla un amigo. “Hoy precisamente el Gara habla de ti”, “¿Habla de mí?”, “Sí, mira lo que escribe Ramón Sola: Los partidos vascos han respirado con alivio, pero también las mentes más lúcidas del Estado español, que sabían que vetar a Bildu alimentaba el independentismo en dos ámbitos claves, la búsqueda de mayorías sociales en Euskal Herria y la implicación de la comunidad internacional”, “Estoy de acuerdo, pero ¿dónde habla de mí?”, “En lo de las mentes más lúcidas”, por supuesto.
Acepto la broma, bien merecida. Siempre me creo más listo que nadie y siempre acabo como el burlador burlado. Planifico mi vida como una jugada de ajedrez, ya lo dije. Pero a veces alguien hace un movimiento inesperado y toda mi cuidadosa estrategia se derrumba. Nada en mi futuro será ya como yo esperaba. Tenía minuciosamente pensados los próximos capítulos de mi vida y ahora he de prescindir del principal protagonista.


En estos casos, cuando no sé qué hacer, siempre hago lo mismo. Me pongo en camino. La primera parada, en este sábado triste, es en Bilbao, que hoy se parece, lluvioso y desangelado, al alma mía. Subo al ascensor de Begoña (nada me gusta más que los ascensores urbanos, a no ser los funiculares) y contemplo el negro caserío. Recuerdo a Unamuno, a Blas de Otero, a Gabriel Aresti: “Cuánto Bilbao en la memoria”. Siempre me he sentido bien aquí y ahora también me siento menos mal, menos desamparado. A cada poco parece que va a aclarar el día, pero en seguida vuelve la lluvia intermitente. Recuerdo la vieja broma del imperio austrohúngaro: “La situación es desesperada, pero no seria”. Trato de reírme un poco de mí mismo. ¿Cuántas veces me habrán roto el corazón, no ya en los últimos años, sino en los últimos meses? Incontables, demasiadas para que mi desesperación pueda ser tomada en serio, ya lo sé. Pero no por eso mi angustia es menor.


Cuando no sé qué hacer, siempre hago lo mismo: me pongo en camino. La siguiente parada es en Orthez, que alguna vez fue capital del reino protestante de Béarn. Desolado y vacío, provinciano y muerto, hoy también se parece a mi alma. Antes que nada, como siempre que llego a una ciudad por primera vez, subo al punto más alto, en este caso la torre del castillo Moncade. En la terraza, a la que llego por empinadas escaleras, el viento agita la bucólica bandera del condado: dos vacas rojas sobre un fondo amarillo. Y yo tengo a mis pies toda la ciudad y allá al fondo la muralla azul de los Pirineos. Cierro los ojos y dejo que me acaricie la aspereza del viento. Desde aquí arriba, cómo se va volviendo pequeñito, casi insignificante, quien llegué a creer mi vida entera.


Mi vida: un castillo de naipes que al menor soplo se viene abajo. Pero yo resisto bastante bien el vendaval. Y siempre empiezo de nuevo. Desciendo por la Rue Moncade, visito la casa de Jeanne d’Albret, escucho el silencio en el diminuto jardín, busco el Hotel de la Luna, donde se hospedan los peregrinos de Santiago, escondido tras un portal cualquiera de la calle del Reloj, atravieso un paso a nivel y me llego hasta el Puente Viejo. Las aguas del río son de un verde atormentado. Colecciono puentes, lo he dicho muchas veces. Atravieso este, con su torre medieval en medio y llego hasta una empedrada calle de otro tiempo. Hay un portón que se abre a un jardín inmenso, o eso parece visto desde la calle. Se escucha el rumor de una fuente, un canto medieval, el solitario trino de algún pájaro. No me atrevo a entrar. Sé que ahí me estás esperando tú, tú a quien no he visto nunca y a quien no puedo dejar de ver todos los días. Tú, que no existes y sin embargo das verdad a mi vida.


Domingo, 8 de mayo
PLACE ROYAL

Tarda el día en sonreír, pero lo hace finalmente. Recorro el Boulevard des Pyrénées, a un lado el castillo de Enrique IV, al otro el Palais Beaumont. Lamartine decía que era la más bella vista desde la tierra, como Nápoles la más bella vista desde el mar. Ahora es un gris paseo cualquiera, con las altas montañas resguardadas tras su bufanda de nubes. Pau parece que me vuelve la espalda. Y en la Place Clemenceau, una placa sujeta a un árbol añade sombra a la sombra. Dice así: “A la memoire / de notre camarade / J. Loustalet / Prisonnier de Guerre / Torturé Fusillé et Pendu / a cet Arbre par les / Allemands le 14 Juin 1944”. Los transeúntes pasan indiferentes y unos niños juegan junto al árbol del ahorcado; yo no puedo apartar de mis ojos el cuerpo torturado, el extraño fruto que alguna vez colgó de sus ramas. En el parque de Beaumont hay otro árbol con una placa, pero este trae recuerdos más felices. Dice que lo plantó el rey Oscar, en memoria de su abuelo Bernadotte, mariscal de Francia, el 8 de abril de 1899. Yo sé de dónde venía cuando plantó este árbol. Después de visitar San Juan de Luz se acercó hasta Hendaya y Fuenterrabía; al pisar suelo español gritó: “Vive l’Espagne!”. De ese grito se hizo eco Rubén Darío en uno de sus Cantos de vida y esperanza: “Así, Sire, en el aire de la Francia nos llega / la paloma de plata de Suecia y de Noruega, / que trae en vez de olivo una rosa de fuego. / Que a los reinos boreales el patrio viento lleve / otra rosa de sangre y de luz españolas, / pues sobre la sublime hermandad de las olas, / al brotar tu palabra, un saludo le envía / al sol de medianoche el sol de Mediodía”.
Llevo conmigo toda la pesadumbre de Sísifo; una vez más, ha rodado montaña abajo y sabe que no le queda más remedio que, cargar al hombro la pesada piedra e iniciar una vez más la ascensión. Afortunadamente también me acompaña la biblioteca de la memoria: la situación es seria, pero no desesperada.


De pronto, en el callejeo sin rumbo, al doblar una esquina, me encuentro con la aguja de la iglesia de San Martín convertida en filigrana de oro por el sol que en el último momento ha conseguido asomar entre las nubes. La contemplo asombrado, deslumbrado, y un poco más allá, en la Place Royal, veo por fin los Pirineos, entre nubes y claros, subrayados por un tenue y remoto arco iris.


Lunes, 9 de mayo
HOMENAJES

En la luminosa mañana de domingo recorro la solitaria carretera que lleva de Pau a Tarves. Discurre paralela a los Pirineos, que se alzan soberbios tras los verdes prados y los dispersos caseríos. A la memoria me vienen unos versos de Juan Ramón Jiménez que aprendí cuando niño: “Pastor, toca un aire dulce / y quejumbroso en tu flauta, / llora en estos valles llenos / de languidez y añoranza; / llora la hierba del suelo, / llora el diamante del agua, / llora el ensueño del sol / y los ocasos del alma. / Que todo el valle se inunde / con el llanto de tu flauta; / al otro lado del monte / están los campos de España”.


En Tarves me recibió un redoble de tambor y un grupo de soldados que recorría marcialmente la calle principal. Iban a rendir homenaje al soldado desconocido. El 8 de mayo de 1945 tuvo lugar la rendición, sin condiciones, de Alemania. Asistí a la ceremonia, escuché cantar la Marsellesa y grité emocionado “Vive la France, vive la liberté!”. Un grupo de jóvenes marineros fueron condecorados. No me parecieron muy marciales. Dos de ellos se desmayaron, y otro tenía a su madre enfrente que continuamente le hacía gestos para que se colocara bien el uniforme o para que respirara hondo. Fue esa madre la que avisó de que uno comenzaba a tambalearse y así pudieron sujetarle antes de que cayera al suelo.  


Mientras los prohombres del departamento de los Altos Pirineos y algún anciano superviviente depositaban repetidas coronas florales, recordé, siempre tengo versos a mano, un poema de Jesús Munárriz: “¿Desconocido? El padre / del que me enterró aquí, debajo de la llama, / será el desconocido. / A mí me conocía todo el mundo en mi pueblo, / y eso que no es pequeño. / Me querían, también. Y me han llorado / al darme por perdido. / Desconocidos los que me llamaron a filas, / me sacaron de casa, me vistieron de caqui, / me endilgaron un arma / y pretendieron que matara gente / disfrazada también, aunque de otro color”.
Pacifista, antimilitarista, yo también le haría decir al soldado desconocido lo que le hace decir Munárriz: “Apaguen ese fuego, por favor; / arranquen de mi polvo esas letras de bronce. / Más leve es de civil la eternidad”.
Y sin embargo, uno es así de contradictorio, me emocionan los ritos, los desfiles, los vivas a la patria, a cualquier patria, aunque de sobra sepa que a menudo son solo coartada de canallas.
La mañana de domingo termina en el mercadillo de la Place Mercadieu, con su aparatosa fuente de los cuatro valles y una iglesia en el dintel de cuya puerta principal figuraban palabras españolas: “Todo se pasa, Dios no se muda. Quien a Dios tiene, nada le falta”. Me alegra encontrar en estas tierras a mi animosa amiga Teresa de Cepeda.”Al otro lado del monte / están las tierras de España”, me digo con Juan Ramón. Unos montes que cruzó en globo, como un personaje de Julio Verne, Jesús Fernández Duro. Una placa le recuerda en el funicular de Pau. Soportó tempestades de lluvia y de nieve a tres mil quinientos metros de altitud y a dieciocho grados bajo cero. No sabía yo nada de este héroe de los aires que había nacido en La Felguera en 1878 y que murió en 1906, pocos meses después de culminar su hazaña a bordo de “El Cierzo”.


Martes, 10 de mayo
MALA MEMORIA

Sigo siendo todos los que fui: el adolescente enamoradizo al que no pasa día sin que le rompan el corazón, el niño que colecciona cromos y al que cualquier cosa distrae. De este último paseo por el sur de Francia me he traído muchos cromos para mi colección. La ciudad fortificada de Navarrenx es el que yo prefiero.


Qué bien se siente uno, protegido por sus fuertes muros, comiendo a la sombra de los árboles en la Place des Casernes, junto a la puerta de San Antonio. Hay horas fuera del tiempo y las que pasé en Navarrenx fueron de esa clase. Si alguna vez me pierdo, que me busquen en el Hotel du Commerce, solo conmigo, con esta placidez amurallada y con la biblioteca de mi memoria. De Navarrenx, que no hubiera querido dejar nunca, me fui hasta Sauveterre-de-Béarn. La terraza que rodea la iglesia, allá en lo alto, le deja a uno tópicamente sin palabras. Al fondo, majestuosos y en marcial formación, los gigantes que me han hecho guardia durante el todo viaje, los Pirineos que nos separan de Francia según la letanía escolar, pero antes de llegar a ellos qué prodigioso espectáculo el castillo y las laderas floridas, la curva perezosa del río, la isla y el puente de la leyenda…


Aunque la sal no es lo mejor para las heridas, me fui a la cercana Salies-de-Béarn para que sus aguas termales me devolvieran el sosiego. Pero mientras tomaba un café en el fantasioso hall de vidrio y madera del Hôtel du Parc, tras cruzar los jardines que hacían soñar en encorsetadas rimas a Paul-Jean Toulet, me di cuenta de que ya ni siquiera recordaba qué era lo que había venido a olvidar.


6 comentarios:

  1. Buenas noches Sr. García Martín,

    este fin de semana yo también he viajado, pasando por los eternos horizontes castellanos, con sus cielos infinitos, amplios, tanto, que no me importaría ser parte de ellos y poder sobrevolar tanta belleza que queda atrás mientras yo avanzo.
    Y me encuentro con sus frases, esas que me detienen:

    (…) Sé que ahí me estás esperando tú, tú a quien no he visto nunca y a quien no puedo dejar de ver todos los días. Tú, que no existes y sin embargo das verdad a mi vida,

    cada vez que viajo, el mundo vuelve a nacer. Incluso cuando llevo conmigo mi corazón roto. Por el deseo, la nostalgia. O la certeza que aparece tantas y tantas veces, de que el amor siempre se me escapa. El amor verdadero. Es como una sombra que no se deja tocar, pero que me persigue.

    Me paran las coincidencias, como las suyas cuando escribe tan bonito. Son entonces, momentos llenos de certeza, de que hay más soledades como la mía. No es consuelo. Y lo es.

    No se preocupe, “Quién te ama, existe desde siempre, desde antes de ti, desde antes de conocerte”.
    Yo pensaba eso mismo, mientras el cielo seguía siendo amplio, teñido de atardeceres imposibles. De sueño.

    Y finalmente, después de horas rondándome el peso y de saber que no puedo dejar de sentir cerca esa sombra que se empeña en hacerme sentir, sólo me dejo llevar. Por algo infinito, que está dentro de mí. Mi verdad. Una sombra. Ojalá algún día la pueda rozar. Tocar un sueño. ¿Qué se sentirá?

    Y en mi viaje, me recordé el enviarle esta canción. La música lo dice todo, cuando hay coincidencias.

    Si usted está bien, yo también.
    a.r.

    http://www.youtube.com/watch?v=bsO756lqfVM

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  2. Muchas gracias por esa hemosa canción

    JLGM

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  3. Señor Martín, reciba esta modesta colaboración musical mía. Se trata de la legendaria interpretación del Fari "Torito bravo".
    Un beso.
    Petri.

    Uhp/ yotuveunmarío.com/cierto tronío

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  4. "Aunque no sé jugar al ajedrez, soy un buen jugador de ajedrez"

    Vaya que decepción. A mi encanta el ajedrez y llevo jugando desde los 8 años. Francamente se pierde un juego-ciencia que creo que le encantaría. Una buena partida entre dos grandes maestros tiene muchas similitudes con la lectura de un buen poema ante un público atento.
    Y sigo siendo un mal ajedrecista. Aunque es curioso su aplomo. Considerarse un buen ajedrecista de la vida me parece tener bastante seguridad en uno mismo.

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  5. no me canso de sentirlo: es Ud. un gran hombre.

    http://www.youtube.com/watch?v=Z-s9sk9fIPQ

    a.r.

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  6. Reparta usted los elogios, doña a. r., que los demás no somos mancos.

    P.D.- ¿Y si resultara que a JLGM -que es tan conservador para tantas cosas- le pirriase Manolo Caracol o incluso El Fari?
    Porque ser poeta no supone especial sensibilidad (afinada) para las demás cosas de este mondo cane. De modo que bien pudiera ser que don Martín bebiese los vientos por esos artistas.
    Infórmese.

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