domingo, 31 de julio de 2011

Nueve enigmas con jardín: Incidente en Zamora

Soy racionalista y rutinario. No me creo cualquier cosa, no me gusta hacer nada por primera vez. Soy de esas personas que encuentran su mayor placer en que un día resulte igual a otro y en encontrar las vulneraciones de la lógica, por escondidas que estén, en cualquier argumentación.
No tardo en convertir en rutina cualquier inevitable novedad. Por ejemplo, esta parada en Zamora del autobús que hace la Ruta de la Plata y que es el que yo utilizo para ir, muy de tarde en tarde, a mi pueblo, Aldeanueva del Camino. Media hora que yo aprovecho para recorrer lentamente la calle Miguel de Unamuno, recordar algunos de sus versos (“Oh clara carretera de Zamora, / soñadero feliz de mi costumbre”), darle la vuelta al edificio neoclasicista de la antigua Universidad Laboral. Siempre me detengo un momento ante la majestuosa fachada de la iglesia, trato de leer la medio borrada inscripción que figura, no en latín, sino en rotundo castellano, sobre la puerta de entrada (“alcázar de la virtud templo de la fe / fragua de las almas hogar donde / se formen varones esforzados / limpios de alma nobles de corazón / diestros en el saber…”),y luego, antes de subir al autobús, me siento en el banco de una pequeña plaza, frente a la estación, a escuchar el rumor de la fuente, a dejarme acariciar por la melancolía.


Pero esta vez una leve alteración de la rutina hizo que todo se viniera abajo. La puerta de la iglesia estaba abierta y a mí me dio por asomarme a su interior. Y qué inesperado asombro. Una bóveda de albañilería, sin columnas, con una linterna que la llena de luz cenital cubre un espacio mucho mayor de lo que se podría imaginar desde fuera; frente a la puerta de entrada, un inmenso cuadro, que cubre todo el muro, y que a mí recuerda los fresco de José María Sert en el Rockefeller Center o en la Sociedad de Naciones; hay otro tras de mí, no menos monumental. A la derecha, sobre muros pintados de rojo, el altar mayor, y a mi izquierda un doble órgano eléctrico y ángeles cantores. Como hago siempre en el Panteón de Roma, avanzo hacia el centro, me coloco exactamente bajo la luz que cae de la linterna. Sé que algo va a ocurrir. Cierro los ojos.
            “¿No había estado antes en esta iglesia de María Auxiliadora? Siempre sorprende la primera vez”. Abro los ojos. Frente a mí hay un anciano sonriente de pelo blanco y gafas con montura metálica en las que se refleja la luz que baja de los cielos. “Pero a usted no le habrá sorprendido demasiado. Seguro que le ha recordado a la Universidad Laboral de Gijón. El arquitecto es el mismo, Luis Moya”.


Eso explica –pienso yo— la sensación de familiaridad que sentía en medio de la extrañeza. El anciano se ofrece a explicarme todos los pormenores del edificio, y yo dejo que lo haga minuciosamente. Los cuadros que a mí me recordaban a Sert, son de un discípulo suyo, Castilviejo. Cuando regreso a la estación, hace tiempo que el autobús ha partido.
Nunca me había ocurrido nada semejante, pero no me importa. Soy el hombre más rutinario del mundo, así que tomo un taxi y le doy la dirección del único hotel que conozco de Zamora, donde me alojé cuando vine a participar en un homenaje a Clarín en compañía de Ramón Tamales. Recuerdo que desde la ventana se veía una estatua de Viriato, “pastor lusitano”, que a mí me resultaba muy familiar porque era la misma que estaba dibujaba en la enciclopedia Álvarez de mi infancia. Pediría una habitación desde la que se viera esa estatua.


No había traído ningún libro conmigo (durante los viajes no me gusta leer, prefiero cerrar los ojos y escuchar música o ir mirando por la ventanilla), así que en seguida bajé a la calle a ver si encontraba una librería abierta. Pensé que lo tenía difícil. Era domingo y, si había algún mercadillo, ya lo habrían retirado a aquella hora de la tarde.
            No encontré nada, como me temía. Pero tampoco importaba. Recostado sobre la muralla, cansado de callejear, me entretuve contemplando el río, que reflejaba manso la luz del atardecer: “Hoy necesito el cielo más que nunca, / no que me salve, sí que me acompañe”. Eran versos de Claudio Rodríguez, claro. La banda sonora de la ciudad. Y a mis pies el Duero, río duradero, que me susurraba incansable otros versos que me acompañan desde siempre: “Y cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar…”


            Me interrumpió una voz amable: “¿En qué piensa?”. Era el anciano que me había distraído en la iglesia, que me había hecho perder el autobús. No parecía extrañado de verme allí, aunque yo le había contado que venía de Aldeanueva, que regresaba a Oviedo. Me dijo que le siguiera y eso hice, sin preguntar nada. Muy cerca de allí abrió la puerta de un caserón que parecía abandonado, cruzamos un patio penumbroso y salimos a un luminoso jardín. Me extrañó que en la calle estuviera nublado y allí luciera el sol. Con un gesto, me invitó a sentarme bajo una especie de pérgola, muy cerca de donde dos gatos blancos, que casi se confundían con la luz, tomaban el sol. Uno de ellos, hierático, parecía una figura de porcelana.


            “¿Quién es usted?”. “¿No lo adivinas?”. No, no lo adivinada, aunque su cara me resultó desde el principio vagamente familiar. Sabía mucho de mí, incluso cosas que yo había olvidado. Sabía que la noche antes, como no podía dormir, había salido de mi casa junto a la carretera, en Aldeanueva, había ido hasta la iglesia de la Parte de Arriba, había subido la desgastada escalera exterior del campanario, había empujado la puerta y, desde lo alto, bajo el techo que amenazaba derrumbarse y sobre el suelo peligrosamente lleno de agujeros, había admirado las estrellas sobre los tejados y las montañas cercanas. Luego me había despertado en casa, seguro de que todo había sido un sueño. Pero no se lo había contado a nadie y aquel hombre, aquel anciano amable, lo conocía.


            “¿Por qué te sorprendes de mi presencia?”, me dijo. “Si hay que hacer caso de lo que cuentas, siempre te ocurren cosas así. Vayas donde vayas aparece un personaje misterioso, un caserón abandonado, un jardín”.
            Aquellos dos gatos, tranquilos y casi traslúcidos, yo los había visto esa misma mañana, en el jardín de mi infancia, sobre la garganta Buitrera, junto a la que fue casa de don Bernardo, el cura de la iglesia de la Parte de Arriba cuando yo era monaguillo. No había vuelto a entrar en aquella iglesia desde hacía medio siglo.
            “¿Te gusta este jardín?”, dijo, y yo caminaba junto a él entre los cipreses y los laureles, temiendo encontrarme a mí mismo, niño triste, jugando solitario en cualquier rincón.
            Era un jardín descuidado, en obras, como la casa entera. Me asomé al muro del fondo y no vi el caudaloso Duero, sino un cauce seco y pedregoso, lleno de hierbajos. “Sí, es la garganta del pueblo. ¿Quién diría al verla así en verano que luego en invierno se convierte en un torrente que arrastra todo lo que encuentra a su paso?”


“¿Quién eres?”, volví a preguntar algo irritado ya y un poco asustado.
“Recuerda los versos de Ángel González que tanto te gusta repetir: Yo mismo me encontré frente a mí mismo / en una encrucijada. Y el verso de Eliot: In my beginning is my end”.
            Adiviné entonces quien era aquel anciano que me sonreía y me miraba con benevolencia: “Ya sé quién eres, pero no puedo explicarme qué haces ahí si todavía no existes”.
            “Seguro que acabas encontrando una explicación. Eres la persona más racional del mundo, nunca te has dejado engañar por magias ni cuentos chinos”.
            Uno de aquellos gatos, impasibles hasta aquel momento, dio de pronto un salto y desapareció entre los agujeros del inmenso tronco de un viejo olmo. De uno de los olmos en los que yo jugué de niño tantas veces y que aún sigue, secos y desmochados, frente a la escuela, en la Pista, esperando “otro milagro de la primavera”.
            Yo mismo me encontré frente a mí mismo cuando volvía de decir adiós, a quien nunca diré adiós, en Aldeanueva del Camino. No sé cómo explicarlo. Y no lo explico. No sería el hombre más racional del mundo si no aceptara que ignoro la razón de casi todas las cosas que ocurren en mi vida. Al menos, de las que más me importan.

lunes, 25 de julio de 2011

Nueve enigmas con jardín: Algunas cosas que recordar no quiero

Siempre he presumido de buena memoria: jamás recuerdo nada que no me interese recordar. Pero me temo que cada vez voy a poder presumir menos. Con los años todo se deteriora. Ahora, muy a menudo, un incidente trivial me trae a la memoria cosas que creía definitivamente sepultadas en el olvido.
Estaba buscando un hotel en Internet, cercano al Piazzale Roma (es muy incómodo andar con las maletas por Venecia, a cada poco subiendo y bajando puentes), cuando, al leer los comentarios sobre uno de ellos, me encontré con un aviso sobre un restaurante poco recomendable. El nombre, Las Ramblas, no era nada veneciano, al contrario que el de la calle donde se encontraba: Rio Terà dei Pensieri, muy cerca de la Fundamenta Tre Ponti. Dudaba yo si sentarme o no en su terraza a cenar, cuando un cliente que salía muy irritado tropezó conmigo. Me pidió disculpas y yo recogí un libro que se le había caído al suelo. Eran los poemas de Álvaro de Campos, en edición francesa.


Pessoa sirvió de pretexto para entablar conversión. Se llamaba Paul y era alto, muy delgado y de mirada penetrante. Mientras yo comía algo en el Campo de S. Margherita, él –que ya había cenado: mal y con el postre de una cuenta desorbitada: esa era la razón de su enfado— tomaba una copa y me hablaba de su interés por Pessoa, del que había traducido algunos textos esotéricos y del que decía tener algunos inéditos. “Son papeles que el propio poeta entregó a su primer traductor al francés, Pierre Hourcade, que le conoció personalmente en Lisboa”. Luego le acompañé hasta su hotel, que estaba muy cerca del mío, en el pequeño Campo de S. Simeón Grande, y antes de subir a su habitación nos sentamos en el jardín delantero, el Giardino dei Gelmosini (había otro detrás, sobre el Canal Grande: el Giardino Fiorito). La noche era espléndida, con todas las estrellas asomándose entre las copas de los árboles.


Tras haber vivido en París y Londres, ahora residía de nuevo en el lugar en que había nacido, Orthez, al sur de Francia, donde Francis Jammes rimaba sus melancolías. “No dejes de llamarme, si pasas por allí”, me dijo. Hablamos mucho de Pessoa, y discutimos un poco, porque él creía haber descubierto en sus papeles inéditos que no solo era un estudioso del ocultismo, sino un alquimista y un mago. “Sobre esas cosas yo soy bastante escéptico”, le dije sonriente.

            
              No mucho tiempo después, el azar me llevó a Pau y como no tenía mal recuerdo de aquella noche veraniega que compartimos con Pessoa, se me ocurrió llamarle. Cogió él mismo de inmediato el teléfono, como si me estuviera esperando: “Disculpa que no pueda ir personalmente a buscarte. Pero ahora mismo te mando mi coche. Antes de una hora lo tienes a la puerta de tu hotel”. Yo había ido a hablar de poesía a un congreso universitario (de las relaciones entre Francis Jammes y Juan Ramón Jiménez, precisamente), ya había intervenido y no me apetecía demasiado escuchar a mis colegas. El coche llegó puntual, el chófer me saludó secamente y no volvió a decir una palabra. Mi buen humor, no sé por qué, había ido disminuyendo durante el breve trayecto (a pesar del hermoso paisaje de los Pirineos Atlánticos) y desapareció por completo cuando llegamos a la casa de Paul. Estaba casi al final de una calle larga que ascendía hasta el castillo. Primero se atravesaba un ancho portón y después otro. Doblemente protegida del resto del mundo, rodeada de un boscoso y sombrío jardín, la casa era un palacete de finales del XIX (o de principios del veinte) en el que abundaban las retorcidas columnas salomónicas, las gárgolas y los más variados adornos de escayola. Me extrañó que Paul no saliera a recibirme. El chófer llamó al timbre, dejó a mi lado la bolsa de viaje y, sin esperar a que abrieran la puerta, volvió al coche y dio la vuelta buscando la salida. Por un instante me quedé solo. Comenzaba a arrepentirme de mi decisión. Casi hubiera preferido estar en el aula magna escuchando la conferencia de aquella tarde, aunque el conferenciante fuera Tua Blesa y hablara de Leopoldo María Panero.


            La puerta se abrió por fin. Una anciana susurró algo, que no entendí, y me invitó a pasar con un gesto. Fatigosamente me precedió en una escalera de caracol y me llevó hasta una habitación en lo más alto, por cuyos cuatro ventanales se divisaba un hermoso panorama: la torre del castillo, los desiguales tejados de la ciudad, los campos verdes y una línea azul de montañas que debían de ser los Pirineos. Había una cama, un escritorio, una estantería con libros y, junto a una de las ventanas, un telescopio para mirar las estrellas. Pregunté a la mujer por Paul, poco antes de que desapareciera sigilosamente, pero no entendí lo que me dijo. Le llamé, le llamé varias veces. Siempre salía el contestador automático de su teléfono. Había un gran silencio. Por la ventana abierta se oía el trino como asustado de algún pájaro, el leve viento que agitaba las hojas de los árboles, el susurro de una fuente cercana. En aquel caserón inmenso parecíamos estar solos la anciana y yo. Comenzaba a sentir hambre, había comido poco. Saldría a dar una vuelta por el pueblo, me animaría algo y a mi regreso seguro que me encontraría con Paul, que tendría que darme una buena excusa para disculpar aquella descortesía. Pero en el mismo momento en que tomé la decisión de salir, se abrió la puerta y allí estaba la mujer con una bandeja que depositó sobre la mesa. “Si no le gusta, puedo preparar otra cosa”, dijo, y esta vez sí entendí lo que decía. Todo tenía un aspecto tan apetitoso que no pude resistir la tentación de probarlo. “Daré un paseo después”, me dije. El vino era excelente. A pesar de que no suelo beber, me acabé la botella entera. Al levantarme de la mesa sentí un poco de somnolencia. Me eché a descansar un poco sobre la cama y al instante me quedé profundamente dormido.


Cuando desperté, ya era de día. Lucía un sol reconfortante. Me duché, me cambié de ropa. En la casa no encontré a nadie, ni a Paul ni a la mujer que me había servido. Decidí dar una vuelta por el pueblo, llegarme hasta la torre del castillo, buscar la casa de Francis Jammes, que creía que se había convertido en museo. Pero el portón de la finca estaba cerrado. Traté una y otra vez de abrirlo, no lo conseguí. Tuve que saltar el muro. Cuando estaba al otro lado, pensé que era una situación absurda estar invitado por alguien que ni se dignaba aparecer, y decidí saltar de nuevo, ir en busca de mi bolsa y largarme de allí para siempre. Mejor que aquella aventura, cualquier cosa, incluso la conferencia con que se clausuraba el congreso, titulada “La poesía no es literatura” e impartida por Antonio Gamoneda.
Al entrar en la casa, me llamó la atención una puerta de la primera planta que hasta entonces había estado cerrada. Por lo que pude vislumbrar, se trataba de una especie de laboratorio químico y se oían ruidos de líquidos hirviendo y tintineo de vasos y probetas, como si allí hubiera alguien trabajando. Entré y me sorprendió una redoma puesta sobre una mesa, una especie de pecera, pero en ella daban vueltas, en un humo azulado, no peces, sino varias mujeres desnudas. Eran de pequeño tamaño, como de dos palmos cada una de ellas, pero parecían verdaderas mujeres. Se abrazaban, se besuqueaban, me hacían gesto para que fuera con ellas. Y de pronto allí estaba yo, dentro de la redoma, completamente desnudo, tratando de escapar de sus caricias. Una dijo: “El casto José”. Y otra: “Ven con tu Putifar”. Todas se reían. A través de la ventana abierta vi de pronto a Paul sentado tranquilamente en el jardín. Logré escapar de los brazos de aquellas sirenas y llegué hasta él. Me hizo un gesto para que me sentara. Lo hice, furioso, como aquel a quien acaban de gastar una pesada broma. “Así que tú no crees en la magia”, dijo él, sonriente. “Pues si no crees, no crees, yo no voy a tratar de convencerte. Pero Pessoa creía y de él he aprendido algunos trucos. Luego subimos a mi habitación y te enseño los papeles que he traído conmigo”.
Estábamos en el Giardino dei Gelmosini, uno de los dos jardines del hotel en que se alojaba, Ca Nigra. “El nombre no alude a ningún nigromante –me explicó-, sino a Constantino Nigra, un diplomático y poeta de la época de Cavour que fue quien edificó el palacio”.


domingo, 17 de julio de 2011

Nueve enigmas con jardín: Cinco minutos de oscuridad

Camino del Niemeyer, mientras cruzo el raro puente que se detiene en medio de la ría, recuerdo las palabras de un escritor mexicano de inacabable y casi impronunciable apellido, Jorge Ibargüengoitia: “Así como los personajes literarios se diferencia de los reales en que comen mucho menos y hacen mucho más el amor, el turista se diferencia del personaje real en que tiene curiosidad por ver cosas que en el lugar donde vive no se le ocurriría visitar”.


            Pero a mí me gusta hacer de turista en Avilés y por eso este sábado entro en la cúpula del nuevo lugar de peregrinación a ver la exposición de Carlos Saura sobre la luz, que lleva abierta desde hace no sé ya cuántos meses. En la primera sala, que encuentro vacía, sobre una pantalla se proyecta la imagen de una niña que camina por el bosque. De pronto, alguien le pone una venda en los ojos. Y se hace la oscuridad total. Total. Comienza a pasar el tiempo. Comienzo a llenarme la angustia. La oscuridad total.
            El silencio se interrumpe con el sonido de un coche, sus faros rasgan la negrura. Se detiene muy cerca de mí. Del coche sacan, a empujones, a una pareja maniatada. Uno de los secuestradores, o milicianos, no sé, que parece el jefe, levanta una ametralladora Sten a la altura del pecho del prisionero y aprieta el gatillo; no se oye ninguna descarga, a pesar de que hace varias tentativas. Sin descomponerse, el hombre esposado le mira a los ojos, mientras la mujer a su lado suplica con lágrimas y gemidos que los dejen en libertad.
Tras tirar al suelo con rabia la ametralladora, toma la pistola que lleva en la cintura, se aproxima algunos pasos y apunta todavía desde más cerca al pecho del hombre. Aprieta varias veces el gatillo, pero tampoco el revólver funcionó. Maldiciendo, ordena a uno de los acompañantes que le entregue su arma. Es una ametralladora italiana, marca Beretta; encima del cañón lleva anudada una cinta tricolor. Fuera de sí por la rabia, dispara una ráfaga ensordecedora.


Como si algo estallara en mi cabeza, el interior de la sala oscura se llena de imágenes. Al principio, confusas; luego, poco a poco, voy reconociendo algunas escenas. Aparecen y desaparecen en el suelo, en el techo, en las paredes. Yo conozco esos rostros, reconozco esas voces. Todas las humillaciones que recibí, todos los que alguna vez me avergonzaron, todos las caras que habría dado cualquier cosa por no volver a ver estaban ahora  rodeándome, sacándome la lengua, humillándome una vez más. Sobre una puerta el verso más famoso y terrible de La divina comedia: “Lasciate ogni speranza voi ch’entrate”. Pensé que estaba en el infierno.
Me derriban a empujones, comienzan a darme patadas. Sí, yo estaba de nuevo en el infierno, en una celda de la Dirección General de Seguridad, y me pedían que delatara a quienes me habían ayudado a colocar la bomba. Y yo los habría delatado si hubiera tenido a quien delatar. Ahora me llevan casi a rastras hasta un despacho, donde me tratan más amablemente. “Cuando te vea el médico, di que te has golpeado tú solo”. Pensé que estaba de nuevo en el infierno.
Pero no. El infierno se encontraba tras aquella puerta de la inscripción, una puerta que cruzo sin moverme de dónde estoy. Allí me encuentro con todos los que yo he humillado y ofendido, con todos aquellos a los que he hecho daño, queriendo o sin querer, con todos aquellos que alargaron su mano hacía mí desde el pozo en que se hundían y yo no hice nada, o no hice lo suficiente, para salvarlos. “Lasciate ogni speranza voi ch’entrate”. Daría cualquier cosa por no ver esos ojos que una vez me miraron con esperanza y que siguen mirándome por toda la eternidad.


Pero tampoco aquel lugar era el infierno porque en él había una salida. Una puerta en el muro, pintada de verde, con un raro picaporte en forma de cabeza de mujer. Parecía dibujada por un niño, por el niño que yo fui una interminable tarde de verano extremeño.
            Sujeté aquella cabeza con turbante y grandes labios, empujé la puerta y me encontré en un jardín. Me resultaba familiar, pero no acababa de reconocerlo. Esa senda cubierta que desciende hasta un lago con estatuas, ¿no está en el Giardino di Boboli? Esa inmensa rosaleda, donde creo reconocer a la rosa Omar Jayyam, ¿no se encuentra en el jardín botánico de Brooklyn? Pero ahí, en ese rincón cerca de los muros, veo la urna –más bien una bañera decorativa— donde Silvia, Almuzara y yo depositamos las cenizas de Trisca. ¿Es entonces el jardín de Saborgnan escondido entre el Canal del Cannaregio y el Campo San Geremia? No, es la huerta cerca del río en Aldeanueva del Camino, donde yo jugué tantas veces.
            Tenía los ojos muy abiertos, era un niño y caminaba de la mano de una mujer muy joven, casi una adolescente, por un jardín recién amanecido. Olía a felicidad. Había dejado atrás todos los infiernos, había llegado al paraíso. “Espérame aquí”, dijo de pronto la mujer, y comenzó a alejarse y a cada paso que daba se hacía más vieja. Al final del sendero, cerca del lago donde unos caballos surgían de las aguas, era ya una anciana que caminaba con dificultad. Me puse a llorar cuando se adentró entre unos árboles y desapareció para siempre.


Vuelve la oscuridad, sigue el silencio interrumpido solo por mis sollozos. Tanteando busco una salida. Aparto unas cortinas negras y encuentro un espejo de historiado marco. Me refleja de espaldas, como en el cuadro de Magritte. Me acerco. Casi todo el cristal con la nariz y no veo mi cara, sino mi cabeza calva. Hace siglos que un dios iracundo me ha expulsado del jardín del edén, pero sigo siendo un niño que ha perdido a su madre.
Abro mucho los ojos. Hay un coche que brilla bajo la lluvia junto a una tapia desconchada. Se escucha una ráfaga de metralleta. Cinco proyectiles hieren a un hombre que cae, todavía vivo, sobre las rodillas.
Reconozco a ese hombre. Le he visto fotografiado en muchos libros de historia. He visto su cuerpo colgando boca abajo, junto al de su amante, en un poste de Piazza Loreto, en Milán.


Sus ojos miran ahora sin ver el cañón del arma humeante. El asesino aprovecha para matar de un solo disparo a la mujer, llorosa y desesperada, y en seguida, furioso, hizo otros tres disparos al cuerpo del hombre, ya en tierra. Pero aún no estaba seguro, veía fijos en él todavía sus ojos y, temblando, se acercó y disparó una bala directamente al corazón. Se hace el silencio, del cielo gris cae una llovizna sutil, el asesino vuelve su rostro hacia mí y tiene mi propio rostro.
Se encienden las luces. En la pantalla, aparece una inscripción en la que se advierte que va a haber unos momentos de oscuridad total, que quien no quiera someterse a esa experiencia debe seguir adelante visitando la exposición.


Yo no quiero ver más. Ya he tenido bastante con la exposición de mi cabeza. Avanzo, por la gran plaza blanca, hacia la ría, que ahora puedo ver, desde su centro mismo, como nunca la había visto antes. Es una tarde nublada, con algo de viento; sobre las aguas oscuras se desliza un velero. Saco un cuaderno, anoto rápidamente. Como buen lector de Freud y Jung, trato de encontrar un sentido a lo que he visto. Todo acaba encajando, como en los sueños (hace poco he leído un libro de Vittorio Mussolini, que cuenta el asesinato de su padre).
 Delante de mí, al fondo de la ría, tengo el mar, que no veo. Detrás la cúpula blanca, el útero materno. Morir debe de ser así. Unos minutos de oscuridad que estallan de pronto en mil imágenes. Fuegos artificiales en la noche del mundo. Y luego la oscuridad total.
Siento de pronto que alguien me mira. Me doy la vuelta. Hay una joven, casi un adolescente, en la entrada de la cúpula. Es la mujer que me llevaba de la mano por un jardín que era todos los jardines que he admirado y el único jardín verdadero: el huerto de la infancia, cerca del río, allá en mi pueblo. 


sábado, 9 de julio de 2011

Nueve enigmas con jardín: La madonna y el templario


En un relato de Cortázar, “El otro cielo”, un hombre entra por unas galerías de Buenos Aires, el Pasaje Güemes, al lado mismo de la calle Florida, y sale por la Galerie Vivienne, en París, cerca de la Ópera, entre mitológicas figuras de yeso que el gas llena de temblores. Yo sé que hay pasajes así, que llevan de un país a otro, de un tiempo a otro.
Mientras el pasado fin de semana caminaba por tierras leonesas con los amigos del Círculo Cultural de Valdediós creí reconocerlos varias veces: en el castaño de las Médulas que abombaba su tronco como un gigante de cuento de hadas y abría en él una negra boca dispuesta a tragarme para siempre; o en el convento de la Anunciada, en Villafranca, donde si yo siguiera a esa monja que desaparece tras una puerta sigilosa me encontraría de pronto con el bullicio barroco y napolitano de Via Toledo y con Luca y su pistolón de sicario y su mellada sonrisa; o en la herrería de Compludo, con su rueda hidráulica y su trompa de Venturi y su fresco río rumoroso donde nadie se baña dos veces, pero que es el mismo donde yo, de niño, me bañé tantas veces.
Tengo miedo a lo inexplicable que acecha en el lugar más inesperado, me aferro a la razón como un niño a la mano de su madre; sé que la realidad está llena de hendiduras.
El restaurante donde cenamos en Ponferrada estaba situado enfrente del castillo. Al salir, ya cerca de medianoche, ante él se celebraba no sé qué fiesta: había docena de figurantes disfrazados de templarios, una orquesta, juegos de luces, una voz engolada que hablaba de la ciudad del puente de hierro, del mágico lugar en que se encuentran dos ríos, del Arca de la Alianza y del Santo Grial. Contemplé desdeñosamente lo que me pareció una de esas presuntas tradiciones milenarias inventadas para el turismo, y me fui hacia el hotel, abriéndome camino entre el vulgo “municipal y espeso”, como en el soneto de Rubén. Un reiterado redoble de tambores, al que siguió un súbito silencio, me hizo volver la cabeza. El castillo, que parecía arder, las nubes teñidas de rojo, y las antorchas que alzaban los cruzados de la túnica blanca formaban un extraño espectáculo. A mi pesar, me quedé quieto, seducido por la magia del momento; bajo el puente las negras aguas del Sil también se había vuelto rojas. Mis acompañantes, Ana y Martín Caicoya, desaparecieron entre la multitud.


Supe de pronto que algo iba a ocurrir, y que esta vez, al contrario que cuando resistí la tentación de adentrarme en el hueco negro del castaño, no iba a ser capaz de cerrar los ojos y continuar con mi vida confortablemente rutinaria y esforzadamente razonable.
De pronto me dieron un empujón que casi me tira al suelo. Me volví irritado. Era un tipo de mi edad, con el pelo blanco y la capa y la cruz colorada que parecía el disfraz obligado de aquella noche. “A ver si miramos por dónde vamos”, dije. Al desconocido le cambió de pronto la cara. “¿Pero eres tú? ¡No me lo puedo creer!”. A aquel tipo no le conocía de nada, ¿por quién me tomaría? El día había sido fatigoso, estaba deseando regresar al hotel, que por cierto se llamaba del Temple, y tumbarme a dormir. “Naturalmente tú no te acuerdas de mí y a lo mejor no te hace ninguna gracia que te recuerde el tiempo en que fuimos muy amigos y tú me hablabas de Ariadna y de Teseo”.


El pasaje que une dos mundos se abrió súbitamente bajo mis pies y yo caí por él y rodando, rodando, como la Alicia de Lewis Carroll, fui a dar al patio de una cárcel en la España en blanco y negro de 1974. “No había vuelto a saber de ti…”, “No te haría mucha gracia recordar aquellos tiempos. Yo en cambio tengo casi todos tus libros y un vecino, que es profesor en el Instituto, y que estudió contigo, me ha dado incluso tu dirección de correo, pero no me decidía a escribirte, no quería molestar. Pero acompáñame a casa a tomar algo”. “No puedo, he venido con unos amigos, y mañana marchamos temprano”.
Le acompañé, a pesar de todo. Sentía curiosidad. Su casa estaba aislada en lo alto de una colina; detrás tenía una huerta y un  pequeño jardín, con un mirador desde el que se divisaba el río. Allí nos sentamos. El día había sido caluroso, pero la noche, de agradable frescura, invitaba a conversar sin prisa.


A Antonio el Lobo, nunca supe su apellido, lo conocí en Carabanchel, cuando yo pasé una temporada detenido por motivos que no son del caso. Me ayudó a salir con bien de una pelea que tuve por motivos que tampoco son del caso, y luego me fue dando los consejos precisos para desenvolverse en un lugar que se regía por rígidas leyes no escritas. Los días allí, sin nada que hacer más que rumiar la propia desesperación, eran infinitos (solo casi al final logré que me dieran trabajo en el taller de manipulado), y uno se los pasaba dando vueltas arriba y abajo en el patio. Antonio se había criado en un orfanato y había pasado casi toda su vida en cárceles y reformatorios. Pero le gustaba leer y le fascinaban las historias de la mitología. Me escuchaba hablar de Teseo y del Minotauro con grandes ojos asombrados. Y también le gustaba que le ayudara a planificar un golpe que cambiara su suerte. Él estaba allí porque había atracado una gasolinera con escasa fortuna y más escaso botín. “Para todo hay que tener cabeza –me decía-, para todo hay que saber”. Y por eso además de hablarle de mitología le daba clases de matemáticas. Pero lo que más le fascinaba era el arte. Una vez había visto una película sobre un ladrón de guante blanco que robaba un cuadro muy valioso y toda su ilusión era ser como él. A mí, que siempre he sido poco fantasioso pero bastante imaginativo, me divertía planear un robo en el Prado. Había que escoger una obra de pequeño tamaño y me decidí por el Mantegna que le gustaba tanto a Eugenio d’Ors, El Tránsito de la Virgen, que a mí me ha fascinado siempre por el paisaje de la laguna de Mantua que se divisa al fondo. No recuerdo los detalles, pero sí que era un plan ingenioso y minucioso.


Luego, ya libre, para sobrevivir, borré por completo de mi memoria aquellos meses infinitos en los que no todos fueron agradables charlas de mitología. Pero de Antonio no me olvidé del todo, e incluso hablo de él en un poema, creo que de Tinta y papel, que he preferido no reeditar.
“Ahora vivo bien, como ves. Mi mujer da clases de lengua y literatura; a mí me faltan tres asignaturas para ser licenciado, ¿te lo puedes creer?, a mí que cuando nos conocimos apenas si sabía leer y escribir. Yo quería dar un buen golpe y retirarme, y eso es lo que hice. Y todo gracias a ti. Si me hubieran detenido, y yo fuera una mala persona, habría podido delatarte como cómplice. ¿Recuerdas la de vueltas que dimos a la mejor manera de robar en el Prado? Tú lo hacías por juego, como quien planifica una partida de ajedrez. Pero yo no perdía detalle, y me sirvió de mucho en Venecia aquella noche del primero de marzo de 1993. En Arco del Paraíso hablas de un cuadro de Bellini y del presunto plagio de Juan Manuel de Prada en La tempestad cuando se refiere a esa Madonna y dice que no se sabe si el Niño Jesús está a punto de ahogarse o de saltar al cuello de su madre. Yo pensaba que ibas a contar también el procedimiento con que el que podía haber sido substraído. No te habría costado mucho adivinarlo: lo inventaste tú. Sonríes, piensas que estoy borracho, y un poco sí lo estoy. Fui yo, yo solo, quien se llevó ese cuadro de la iglesia de la Madonna dell’Orto por encargo de un coleccionista. Allí sigue el hueco en el altar de la izquierda y la foto de la Madonna con Niño y el cartel que recuerda el robo. En el primer plan hacía falta una réplica, y se le encargó al mejor copista; no fue necesaria: tu estratagema era más sencilla y segura. Aparte de los dólares, que me permitieron rehacer mi vida e ir a la Universidad, mi gran sueño de siempre, me guardé la copia. Luego la verás. Es tan fiel que hace falta ser muy experto para diferenciarla del original. A veces pienso que hasta es posible que yo me confundiera cuando entregué el cuadro. Pero el arte es ilusión y mientras el banquero madrileño crea que tiene el auténtico Bellini tendrá el auténtico Bellini”.

domingo, 3 de julio de 2011

Nueve enigmas con jardín: Gijón en Venecia

Nada me gusta más que pasear al azar de callejuelas y canales en las mañanas de verano, cuando ya el cielo es de un azul espléndido, pero aún no ha comenzado a quemar el sol. Adentrarse en algún oscuro sottoportego, cruzar puentes, discurrir junto a un ciego paredón al que se asoma el verdor de un jardín.
Esa era mi ocupación hace unos pocos días, el último domingo de junio, cuando muy cerca del campo de San Giacomo del Orio me encontré entreabierto el portón de lo que parecía un palacio abandonado. Un cartel escrito a mano protestaba por “la sventita universitaria”, por la venta que la Universidad de Venecia estaba haciendo de varias de sus sedes: Palazzo Pemma, Ca’ Bacchin, Ca’ Tron… Sin dudarlo un momento me colé dentro, llegué hasta el patio sobre el que crecía la hierba, subí rechinantes escaleras, comprobé que todo estaba en gran abandono. En una esquina del gran salón, con frescos muy deteriorados en el techo, había un revuelto montón de papeles: impresos oficiales, periódicos viejos y, para sorpresa mía, una pequeña fotografía que me pareció antigua. Un niño regordete abrazaba en ella a dos perros. Le di la vuelta a la foto y, para mi sorpresa, pude leer en desvaída caligrafía: “Juanín con los perros del palacio de Somió”. ¿Qué Juanín era ese? ¿Cómo había llegado aquella imagen a Venecia desde Asturias?


No tardaría en saber la respuesta. Un anciano de barba blanca, al verme salir del palacio, se me acercó enfadado. “¿Qué hacía usted ahí dentro? ¿No sabe que no se puede entrar, que es peligroso?”. Me hablaba en italiano, pero al notar mi acento en las confusas excusas, pasó inmediatamente al español. “Es un edificio que va ser restaurado, podía habérsele caído encima. Fue de mi familia. Pero lo perdimos antes de que yo naciera”.
Le enseñé la fotografía que acababa de encontrar. “¿Sabe usted cómo puede haber ido a parar ahí dentro el retrato de este niño asturiano?”. Se le llenaron los ojos de lágrimas. “¿No voy a saberlo? Es mi padre”.


 Regresamos al campo, nos sentamos en una terraza cercana a la iglesia, y me contó la extraordinaria historia de aquel niño. “Mi padre podía haber sido grande de España, pero acabó sus días como chófer en la línea de correos y viajeros entre Piedrahita, Alba de Tormes y Salamanca. Entre sus antepasados, y por tanto los míos, hay un rey de Nápoles, Francisco I, y una reina de España, María Cristina, la reina gobernadora. La infancia la pasó con su abuelo, el segundo duque de Riánsares, en su palacio de los alrededores de Gijón. Fue una infancia de príncipe, de niño malcriado. Destrozó el primer automóvil de juguete que hubo en España, hundió en el Cantábrico el más fiel trasunto de fragata que se construyó en Gijón, jugó con los más hermosos ejemplares de perros que le regalaban las casas aristocráticas emparentadas con la del abuelo. Éste, gran jinete, le enseñó a montar los mejores caballos de sus cuadras famosas; le puso los mejores preceptores; le llevó, apenas adolescente, a los viajes más fabulosos y entretenidos para un chiquillo de la época: Burdeos, Marsella, Niza; Génova, Venecia; Berlín, Bruselas Londres… El abuelo era amigo deEduardo VII y mi padre guardaba un retrato que le había dedicado en recuerdo de su visita. También le llevó a ver a su tía abuela, Isabel II, desterrada en París. Porque mi bisabuelo era hijo de María Cristina, la reina gobernadora, y de aquel guapo guardia de corps, Fernando Muñoz, de que ella se enamoró poco después o poco antes de quedar viuda de Fernando VII. Pero esa es una historia que todo el mundo conoce. El segundo duque de Riánsares, don Fernando Muñoz y Borbón, se casó con una asturiana, doña Eladia Bernardo de Quirós y González de Cienfuegos, marquesa de San Agustín. Su hija Eladia, mi abuela, nació el mismo año en que destronaron a su hermanastra, en 1868; él quiso educarla como futura reina; pero ella, en lugar de un príncipe heredero, prefirió a un Canga-Argüelles, y luego, ya viuda, a un hidalgo montañés, don Juan Trueba y Torres, mi abuelo. Pero sospecho que le estoy aburriendo con estas genealogías”.


No me estaba aburriendo, aunque yo no tenía ninguna certeza de la veracidad de lo que me contaba. Alto y erguido, a pesar de la edad, con cuidada barba blanca, su porte era ciertamente aristocrático. Quiso que le acompañara hasta su casa, para enseñarme algunas fotografías y documentos. Vivía muy cerca, aunque tuvimos que dar algunas vueltas por el enrevesado, y siempre fascinante, laberinto urbano. Había que subir unas empinadas y oscuras escaleras antes de llegar a la estrecha habitación, bajo cubierta, que constituía toda su casa. “El baño está en el patio. La comida me la prepara la vecina de abajo, que es quien me alquila este cuarto. Ya ve usted dónde tiene que vivir un descendiente de reyes. Y todo por la mala cabeza de mi padre. Pero no le culpo de nada”.


Las contraventanas del único hueco a la calle estaban cerradas, pero él en lugar de abrirlas prefirió encender la luz eléctrica. Me enseñó otras fotos de su padre y de su abuelo, incluso la copia de un cuadro que al parecer se conserva en Oviedo, en el Museo de Bellas Artes. No parecía un falsario ni un mitómano. “Mi padre tenía veinte años cuando heredó una inmensa fortuna. Era alto, casi un gigante, guapo, generoso, le gustaban las mujeres, le gustaba comer bien, le gustaba sobre todo la velocidad. Fue uno de los primeros en recorrer Europa entera en automóvil. Pero nunca viajaba solo. Iba siempre rodeado de amigos, y de amigos de amigos, gente a la que no conocía. Llegaban a París, al mejor hotel, y lo alquilaban solo para ellos. Aquí todavía se cuenta, como una leyenda fabulosa, el mes entero que pasaron en el Danieli, todo el hotel a su disposición, sin reparar en gastos. Y mi padre tenía un palacio en Venecia, ese en el que usted acaba de entrar, pero no le parecía con las comodidades suficientes para alojar a sus amigos. Mi padre, don Juan Trueba y Muñoz, es un personaje célebre en las crónicas escandalosas de la belle époque. Tuvo muchas mujeres, pero solo se enamoró de una (aparte de mi madre, con la que se casó en Piedrahita cuando ya todo había acabado). Lo curioso es que no he logrado averiguar quién era esa mujer, casada con otro quizá, de familia muy principal, que echó tierra sobre el asunto, a la que raptó un día, y cuando la llevaba en su automóvil deslumbrante, camino de París, a toda velocidad, chocaron con un árbol, ella perdió la vida, mi padre estuvo a punto de perderla, y al recuperarse en el hospital descubrió que apenas si le quedaba dinero para pagar los gastos. Los últimos años los pasó como chófer, el más cuidadoso que haya habido nunca, en el autobús de línea entre Piedrahita, Alba de Tormes y Salamanca. Yo he dedicado mi vida a reunir materiales para escribir su vida, pero sospecho que me moriré antes de ser capaz de hacerlo. Usted piensa que vivo muy pobremente. Y tiene razón. Pero no me falta nada. Y soy dueño de un tesoro. Se lo voy a enseñar”.


Apagó la luz antes de abrir las contraventanas. Y yo quedé deslumbrado con lo que apareció ante mis ojos: un  jardín italiano, con estatuas, higueras, laureles y lujuriosas rosas, una plazoleta geométricamente pavimentada en cuyo centro había un pozo de historiado brocal, y como telón de fondo la fachada de un palacio tras el que se adivinaba el Gran Canal. “Es Ca’ Tron, una de esas sedes con las que ahora quiere hacer negocio la Universidad. Antes fue de mi padre. Lo había comprado para vivir en él con su gran amor. Se lo quedaron los acreedores. Yo debía haberlo heredado. ¿Pero qué iba a hacer yo, que nunca me he casado, que nunca he tenido familia, con un caserón tan grande. Me basta con el jardín. Y eso es precisamente lo que tengo. Cuando estoy triste me quedo mirándolo, en invierno o verano, solo o con grupos de estudiantes, y me siento el rey del mundo. Y lo soy, no le quepa duda”.