domingo, 12 de febrero de 2012

Razón de más: Pinochet reivindicado y otras melancolías

Sábado, 4 de febrero
LA DESCONOCIDA

“Te voy a contar una historia”, dijo de pronto tras apurar el vaso de un trago. “Me encantan las historias”, respondí. “¿Otra copa?”. “No, gracias, me temo que ya he bebido lo suficiente”. Era bastante tarde, al menos para mí, pero cualquier pretexto me parecía bueno para retrasar la vuelta a casa, donde solo me esperaba alguien a quien no tenía demasiadas ganas de encontrar: yo mismo. “Es una historia verdadera y trata de un niño que no quería crecer”. “¿Peter Pan? Eso ya está muy visto”. “No quería crecer y no crecía, pero su cuerpo sí y él seguía allí dentro, escondido y asustado”.


            Aquello no era una historia, era una parábola. Y a mí me gustan las historias, pero detesto las parábolas, las fábulas con moraleja. Una vez, al regresar a casa tras otra noche en que no tenía ninguna gana de regresar, ya a punto de amanecer, me encontré con la puerta abierta. Me asusté, no porque pensara que alguien pudiera estar dentro, sino porque temí haberla dejado abierta y eso suponía que, aparte de dormir cada vez peor, estaba convirtiéndome en un viejo descuidado y desmemoriado. Pero había alguien en casa, una mujer muy joven, sentada en el sillón, absorta en la lectura. No se había dado cuenta de mi entrada y yo me quedé mirándola, sin saber qué hacer, menos asustado que asombrado. Estaba casi de espaldas, yo veía apenas su perfil y su melena rubia. Vestía de negro, un traje de noche que dejaba al descubierto los blancos hombros. Yo no tenía ningún miedo, más bien todo lo contrario, casi me alegraba de, por una vez, encontrar alguien en casa. Reconocí el libro, una selección de los ensayos de Emerson. No había tenido que buscar mucho. Estaba encima del primer montón, sobre la mesa, porque a mí me gustaba leer algunas páginas antes de irme a dormir. Se volvió de pronto, sin demostrar sorpresa ni susto, me sonrió y dijo: “Escucha”. Yo no la había visto nunca, de eso estaba seguro (si es que uno puede estar seguro de algo, que tengo mis dudas), pero era como si la conociera de toda la vida. Con voz clara, acariciadora, leyó: “Reír mucho y a menudo, ganarse el respeto de las personas inteligentes y el aprecio de los niños; merecer el elogio de los críticos sinceros y mostrarse tolerante con las traiciones de los falsos amigos; saber apreciar la belleza y encontrar lo mejor en cada persona; hacer todo lo posible por dejar un mundo mejor; saber que al menos una vida ha alentado más libremente gracias a la nuestra. Eso es haber triunfado”.
            De pronto se me nublaron los ojos, comencé a notar los efectos de la bebida (no tengo costumbre de beber) y tuve que correr hacia el baño para no vomitar allí mismo. Cuando salí, pensé que la mujer ya no estaría, que se habría desvanecido como un buen sueño, que me tendría que arrastrar hasta la cama y luego levantarme tarde y con dolor de cabeza y ponerme a limpiarlo todo. Pero allí estaba, con una taza humeante en la mano. “Bebe un poco; te sentará bien”. Y me sentó bien, se me cerraban los ojos, pronto me quedé dormido. “¿Cómo te llamas?” fue lo último que dije antes de dormirme. Ella se limitó a sonreír. Cuando me desperté, casi a mediodía, la casa estaba hecha un asco; creí que había aguantado hasta el baño, pero había vomitado también en el salón. Lo limpié todo pacientemente. “Aquí tienes la prueba de que todo fue un sueño”, me dije. “Ninguna mujer se habría ido sin adecentar antes un poco”. No faltaba nada, ni el dinero que guardaba descuidadamente en un cajón. Me senté un rato a descansar y alargué la mano hacia un libro. Eran los ensayos de Emerson. Busqué la cita que me había leído la desconocida, pero no la encontré. Tampoco encontraba explicación para aquella rara visita. Si era un sueño, entonces sí sabría explicarlo. O eso creo. Porque ya no estoy seguro de nada. O solo de una cosa. De que no soy un triunfador.

Domingo, 5 de febrero
CON LOS AÑOS

Con los años, aunque no cambiemos de país, acabamos viviendo en un país que cada vez nos gusta menos.
Los sueños cuando dejan de ser sueños pierden todo atractivo.     


Lunes, 6 de febrero
LOS DÍAS IGUALES

Mañana, hoy será ayer.

Miércoles, 8 de febrero
JUNTO AL FUEGO

En la tarde oscura y desapacible, de invierno antiguo, Juan Gutiérrez me invita a tomar un café en el castillo de la Zoreda para hablarme de su nuevo proyecto. “¿Qué te parecería que la Casa del Verso, después del homenaje a Ángel González, organizara otro al soneto? Podría ser el 21 de marzo, para celebrar la primavera, y cada autor tendría que leer personalmente su poema. El premio: una cesta de frutas, mil euros y una edición especial; el soneto se inscribiría en una lápida en el jardín de mi casa”.


            Me parece una idea estupenda, como todas las de este frutero que va siempre con una manoseada antología de la poesía española que casi se sabe de memoria. Arde un buen fuego en la chimenea mientras charlamos; el crepitar de los troncos de fresno, al ser poco a poco devorados por las llamas, parece conversar, no con nosotros, sino con la lluvia. A la memoria me vienen unos versos de Aquilino Duque: “Hay que cantar siempre algo nuevo, / nacer un poco cada día. / Lo que anoche se te derrumbaba  / se yergue con el alba más triunfante que nunca. / En la rueda del año, para algunos monótona, / todo revive y se renueva: / el sol, el mar, el árbol / y esta bendita lluvia mientras arde / la leña en el hogar / y arma su gran guiñol la fantasía”.
            Su gran guiñol, su viejo retablo. Miro el fuego, me dejo atrapar por su hipnótica seducción, y de pronto no estoy aquí, ruedo por el terraplén de los años y el sillón se convierte en una silla de enea y a un lado mi abuela canta un romance (“Estando yo en la mi choza, / pintando la mi cayada, / vide venir siete lobos / por una oscura majada”), y al otro mi abuelo, que de lobos sabía más que nadie, que había dado muerte a más de uno, que había visto como una manada famélica, en el peor invierno del siglo, devoraba entero su rebaño y a punto estuvieron de terminar el banquete con él como postre.
            “Una vez, hace muchos años, tuve que enfrentarme a un lobo que parecía el demonio. Había perdido el gusto por el ganado y solo le gustaba la carne humana, cuanto más tierna mejor, a ser posible de niños y de jovencitas”.
            “No le cuentes esas cosas que le asustas y luego no puede dormir”, decía mi abuela.
            Yo abría mucho los ojos. Tenía seis o siete años y nada me gustaba más que una buena historia.
            “De noche todo el mundo atrancaba puertas y ventanas porque sabíamos que le gustaba pasearse por las calles y ver la manera de colarse en una casa y no dejar a nadie para contarlo. Yo entonces era muy joven y muy valiente, casi tanto como tú, y con otros mozos decidimos hacer guardia una noche, bien armados, por si el lobo aparecía. Aquella noche no apareció, ni la siguiente. Pues si él no viene iremos nosotros en su busca. Y de noche, una noche de luna llena, subimos al monte cubierto de nieve. No teníamos miedo; habíamos bebido un poco para animarnos”.
            “Borrachos como una cuba iban todos”, dijo mi abuela.
            “Alegres, solo alegres, dispuestos a acabar con el mismísimo demonio. Pero el lobo no aparecía. Entonces yo dije: Quedarse aquí. Y solo y desarmado avancé hacia donde estaba su guarida. Iba cantando en voz alta, sin miedo ninguno, y de pronto me quedé sin voz, había oído algo, unos pasos sigilosos en la nieve, unas estrellas que se movían y que no eran estrellas, sino los ojos de la bestia. Ahí estaba, delante de mí, abriendo una boca inmensa como noche sin luna y sin estrellas. Me quedé paralizado, quise rezar, pero no me acordaba de nada, ni siquiera del padrenuestro”.
            “Buen hereje estás tú hecho”, dijo mi abuela.
            “Y de pronto sonó un tiro, y luego otro, y otro. Todos dieron en la cabeza del animal. Mi amigo Juanín, que había bebido menos que ninguno, me había seguido sin quitarme ojo. Yo me abracé a él. Luego llegó el resto de la cuadrilla. Atamos las patas del lobo, lo colgamos de un palo que apoyaron en sus hombros los dos más fuertes y regresamos. Pesaba mucho aquel cadáver, cada vez parece que pesaba más, pero nosotros íbamos muy contentos, nos habíamos convertido en héroes, las mocitas del pueblo y alrededores se derretirían nada más vernos”.
            “Eso es lo que a ti te gusta, andar con unas y con otras”, dijo mi abuela.
            “Al llegar al Ayuntamiento dejamos la carga en el suelo, pero antes de que comenzáramos a golpear la puerta para llamar al alcalde, Juanín dio un grito señalando al cadáver y todos miramos y el lobo no era un lobo, sino un hombre, muy peludo, eso sí, pero un hombre, no una alimaña. A pesar de que tenía la cara destrozada, no nos pareció desconocido. Y no lo era. Era Dimas, el cabo de la guardia civil. No nos lo podíamos creer. Habíamos matado a Dimas, la única persona a quien todos temían en el pueblo más que al lobo. Solo disfrutaba dando palizas a los hombres, acusándoles de cualquier cosa, y manoseando a las mujeres”.
            “No le cuentes esas cosas al niño”, dijo mi abuela.
            “Solo se nos ocurrió arrastrar el cadáver hasta mi casa y esconderlo. Lo metimos en ese arcón –y señaló uno inmenso, que había detrás de mí— y nos fuimos a dormir la mona confiando en que todo hubiera sido un sueño”.
            “Al día siguiente se supo la noticia de que Dimas había desaparecido. Juanín vino a mi casa. Tenemos que hacer algo. Ya ha llegado la guardia civil de Plasencia para dirigir la investigación. Han encontrado sangre a la puerta del Ayuntamiento. Tenemos que enterrar el cadáver. Yo temblaba como una pavesa, pero Juanín, decidido, levantó la tapa del arcón y miró dentro. Dio un grito. Lo que allí había era un lobo, no un hombre, la borrachera nos había jugado una mala pasada. Hubo baile en la plaza, recibimos una recompensa. De quien nunca más se supo fue de Dimas, el cabo de la guardia civil. Muchos se alegraron más de su ausencia que de la muerte del lobo”.

Jueves, 9 de febrero
QUÉ DÍA MÁS TRISTE

“Qué día más triste; hoy no es para sentir orgullo de ser español”, me comenta por teléfono un amigo al enterarse de la noticia. Pero yo soy optimista por naturaleza: “Triste para unos, alegre para otros. Piensa en los muchos presos que hoy harán fiesta, en la alegría de los etarras, de los terroristas del Gal, de tantos narcotraficantes, de los corruptos del PP y alrededores, de los torturadores argentinos y piensa, sobre todo, en los gozosos saltos que van a dar en su tumba los huesos de Pinochet. Hay que pensar en todo, amigo Marcos, como los magistrados que han condenado a Garzón”.


Viernes, 10 de febrero
NO TE QUEJES

No te quejes de tu vida: por muy dura que sea, nunca lo será demasiado para el diente del tiempo.


2 comentarios:

  1. Gracias por tus páginas. Me sigue encantando leerte.

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  2. a mí también.
    a.r.
    http://www.youtube.com/watch?v=DKZxZftw8nQ

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