lunes, 25 de noviembre de 2013

A buen entendedor: Malos pensamientos


Domingo, 17 de noviembre
INCIDENTE EN LOS PRADOS

La realidad está llena de descosidos, de trampas, de hoyos en que meter el pie. Para evitarlos yo procuro estar siempre ocupado. A nada le temo más que a que me sobre el tiempo. Es entonces cuando veo lo que no quiero ver, cuando pienso en lo que no quiero pensar.
            Este domingo, inesperadamente, me encontré con media hora de más o, para ser más precisos, con veinticinco minutos de sobra. Y me dio por pensar tonterías sentimentaloides: que los días son demasiado largos cuando uno se hace viejo y no tiene nadie al lado.
            Veinticinco minutos de más. Y todo por calcular mal la ración de lectura y olvidarme en casa el iPod. Las tardes de los domingos, como en la infancia remota, son tardes de cine. Me gusta tomarme un café en Los Prados y leer los suplementos de los periódicos y algún libro antes de entrar en la sala. Pero esta vez la película empezaba más tarde de lo que yo creía: a las ocho y veinticinco. A las ocho en punto había terminado todo lo que llevaba para leer (el libro era Entre mentira e ironía, de Umberto Eco: una engañifa, por cierto, basura congresual, lo único que vale algo es el título) y cuando me dispuse a escuchar a Philippe Jaroussky resulta que me había olvidado la música en casa.
            Casi media hora paseando por el centro comercial, aburrido, sin nada qué hacer, sintiéndome uno de esos jubilados a los que el tiempo les cuelga por todas partes, a los que nadie espera, nadie necesita, nadie echa de menos.
            Llegué a pensar –a qué extremos lleva el aburrimiento– que ya va dejando uno de ser joven y conviene ir pensando en sentar cabeza, dejarse de fantasiosas aventuras y buscar pareja estable… Así por lo menos nos aburriríamos juntos.
            Pero luego me dejé seducir por Cate Blanchett en la película de Woody Allen y me olvidé de todo. No sin burlarme un poco de su enésimo descuido de guión. Blue Jasmine está a años luz de Vicky, Cristina, Barcelona y otros estropicios. Pero demuestra que, por muy genio que uno sea, o se crea, nuestros trabajos necesitan una revisión externa. La protagonista de la película abandonó sus estudios en el último año de la Universidad para casarse con un importante financiero; encarcelado este y arruinada ella, ha de rehacer su vida. Decide para ello seguir un curso de decoradora de interiores por Internet. Pero el guionista no sabe nada de Internet ni de ordenadores (seguro que Woody Allen escribe todavía a máquina, como Javier Marías) y no se le ocurre otra cosa que apuntar a su protagonista a un curso presencial en el que le explican lo que es el software y el hardware y los principios básicos de la programación, como si estuviéramos a comienzos de los años ochenta.
            A mí me gusta mucho fijarme en esos detalles de verosimilitud a los que otros no les dan ninguna importancia. Yo creo que son los que hacen que nos creamos o no una historia.
            Me gustó mucho, en cambio, otro detalle y me hizo sonreír. Resulta que cuando Jasmine está en la cumbre de toda su fortuna y llega a visitarla a Nueva York su hermana pobre con el patoso de su marido, para librarse de ella, encarga al chófer que les dé una vuelta por la ciudad y los lleve al South Seaport, esto es, al Pier 17, uno de mis rincones favoritos de Nueva York, con sus viejos barcos entre los rascacielos, su centro comercial, sus restaurantes de comida rápida y sus maravillosas terrazas sobre el East River. Los neoyorquinos sofisticados nunca pisan por allí (mi amigo Hilario Barrero no lo conocía y solo vuelve cada año por acompañarme), pero no se lo pierden los turistas de la América profunda. Yo me encuentro allí, entre el bullicio de la gente, frente al puente de Brooklyn, tan a gusto como en Los Prados o en Las Salesas.


Lunes, 18 de noviembre
TODO LO QUE QUIERO

Tengo todo lo que quiero, salvo lo único que de verdad quiero.


Martes, 19 de noviembre
EL MÁGICO PRODIGIOSO

Qué fácil resulta acostumbrarse al milagro. Estoy en la cafetería de costumbre absorto en las Conversaciones con Azorín, de Jorge Campos, que hojeé distraído cuando lo compré y que ahora no puedo dejar de leer. La conversación de Azorín, el gran silencioso, es elíptica y telegráfica. Va y viene en busca de un viejo libro, lee una frase, dice unas pocas palabras, calla largamente. Le alarga a su interlocutor un pequeño volumen: “Desconocido totalmente. No creo haberlo visto citado en ningún estudio sobre el romanticismo. Parece muy interesante. Y ofrece la asombrosa sorpresa de insertar, como ejemplos, poemas de Bermúdez de Castro, de Arolas, ‘La canción del pirata’ de Espronceda… y en 1837”. Muestra Jorge Campos su interés por ese raro libro, Emancipación literaria didáctica, de A. Ribot, y Azorín le dice, “casi más con el gesto que con la palabra”, que se lo lleve. Y yo daría cualquier cosa por poder hojearlo ahora. Tardo en darme cuenta, cosas de la edad, de que tengo casi todas las bibliotecas del mundo al alcance de la mano. Dos o tres toques en la pantalla del iPad y aquí está la Emancipación literaria didáctica en su edición de 1837. Con el dedo voy pasando las páginas. “Cuatro palabras al lector preocupado” se titula el prólogo. Y esas cuatro palabras no pueden ser más sorprendentes: “Yo soy un maestro que te enseña a despreciar a los maestros, que te aconseja no hacer caso de los consejos; en una palabra, que te enseña a no ser enseñado. ¿Te parece poco aprender a no aprender? Dichoso tú si lo consigues, y más dichoso yo si puedo hacértelo conseguir”. La hora siguiente me la paso leyendo esta bien humorada Emancipación literaria en prosa y verso, escrita por alguien que estaba muy al tanto de las novedades literarias del momento (Espronceda aún no había publicado libro y ya se recoge un poema suyo).
            Pero yo no acabo de acostumbrarme al milagro. Apago la tableta, tomo unas notas en mi cuaderno, alzo luego la vista y me entretengo con el ir y venir de la gente, en la noche lluviosa, entre la calle Fruela y la plaza de la Escandalera. Me siento como el mágico prodigioso. Y de algún modo, ¿verdad, Azorín?, lo soy, lo somos.


Miércoles, 20 de noviembre
EL ÚLTIMO CAFÉ

Me entero de que cierran el café Dindurra. Ya lo sospechaba, ya lo temía. Recuerdo que en ese café, hace exactamente treinta años, en 1983, presenté mi libro sobre Fernando Pessoa. Estaba yo leyendo el “Poema en línea recta”, de Álvaro de Campos (“Todos mis conocidos han sido campeones en todo. / Y yo, tantas veces despreciable, tantas veces inmundo, tantas veces vil, / yo, tan irrefutablemente parásito…”), cuando de pronto sonó un timbre y, al poco, se abrió tras de mí una puerta y en ella apareció Fernando Pessoa, con su sombrero y su bigotito y su elegancia de otro tiempo. Lentamente se acercó a la barra, pidió un trago y allí se quedó mirándonos, al editor Silverio Cañada y a mí, mientras seguíamos con la presentación.
            Quizá no era Pessoa sino el pintor Pelayo Ortega o un trasnochado dandy gijonés que se le parecía. Quizá no era tampoco el escritor Víctor Alperi quien me saludó la última vez que estuve en el Dindurra. Fue la semana pasada. Presentaba un libro en el Ateneo Obrero y, como siempre, quedé antes con unos amigos en el café. Hacía algún tiempo que no pasaba por él y me sorprendió la atmósfera mortecina, la edad de los clientes (“Seguro que alguno ya estaba aquí cuando la inauguración”, bromeé), algo extraño que casi podía palparse. Marina, mi editora, dijo: “La próxima vez quedamos en otra parte”. La dueña, de más de ochenta años, se estaba muriendo y, cuando ella muriera sin herederos que quisieran continuar el negocio, no demasiado buen negocio, el centenario café cerraría (de eso me entero hoy por el periódico). Desde un extremo, al fondo del lado derecho, donde se solían sentar los jugadores de ajedrez, alguien me saludó. Devolví el saludo con un gesto, sin saber quién era (aparte de miope, soy mal fisonomista). Al regresar de la presentación, me saludó de nuevo desde detrás de la ventana. Esta vez sí creí reconocerlo. Era Víctor Alperi y quien estaba con él se parecía mucho a Luciano Castañón, con quien más de una vez me cité en aquel local para entregarle cada nuevo número de Jugar con fuego, que él reseñaba en el periódico local. Sonreí. La memoria y la miopía juegan a veces esas malas pasadas.
            Pero quizá ellos sabían más que nosotros y habían vuelto de donde no se vuelve para tomar un café en el local. Y quizá no eran los únicos. Me explico ahora la extraña atmósfera, y el frío repentino cuando alguien pasaba a nuestro lado, de aquella última tarde en el Dindurra.


Jueves, 21 de noviembre
UNA RARA COSTUMBRE

Salgo de ver Don Pasquale feliz e intrigado. Feliz por haberme sentido acariciado durante dos horas por la música de Donizetti; intrigado, porque a todo el mundo –y especialmente a los que saben más que yo de estas cosas– les parezca normal una rara costumbre, una absoluta falta de respeto a la coherencia dramática, que se ha extendido por el mundo de la ópera. Norina, supuestamente recién salida del convento, se asusta ante la presencia de Don Pasquale. “¡Un hombre!”, exclama. “¡Aquí hay un hombre!”. Pero resulta que está en la cafetería de un crucero de los años treinta, rodeada de camareros. Porque al director de escena se le ocurrió la brillante idea de situar la historia en un barco y en la época del art déco. El vestuario queda muy aparente, los elegantes pasajeros también, pero nada de lo que ocurre tiene sentido. Norina quiere un coche con dos caballos a la puerta. ¿Dos caballos marinos? Da la impresión de que el director de escena no se ha leído el libreto o que le importa un bledo. Como les importa un bledo al resto de los espectadores. Para ellos la ópera es música, la acción dramática es un pretexto que se puede adulterar a capricho y sin sentido ninguno. Ahora debería decir, con mi modestia habitual, que si todos van en una dirección (hasta mi amigo Javier Almuzara, mi maestro en estas cuestiones) y yo en otra, probablemente sea yo el equivocado. Pero no lo digo.

Viernes, 22 de noviembre
TAMBIÉN YO

Mientras espero a que lleguen los contertulios, abro un libro de Isabel Bono que acabo de recibir: “Puedo asegurar que realmente nunca he tenido sueños. También que los he perdido todos”.


Sábado, 23 de noviembre
CUESTIÓN DE SUERTE

 Yo mismo me senté frente a mí mismo y me dije: “Pero vamos a ver, ¿qué te pasa? ¿Qué echas de menos?”
            –-Lo que todo el mundo. Alguien que me quiera.
            –-¿Alguien que te quiera o alguien que te admire?
            ––Alguien que me soporte en los buenos y en los malos momentos.
            ––¿No estarás pensando en casarte?
            ––Pues es una posibilidad que siempre me ha horrorizado, pero que ahora no descarto del todo.
            –-¡Lo que hace la edad! Pero no te preocupes que aún puedes tener suerte y no encontrar con quién.


lunes, 18 de noviembre de 2013

A buen entendedor: Siempre recién nacido


Domingo, 10 de noviembre
EL REY Y YO

“Al paso que vamos, el rey y tú vais a ser los únicos españoles que llegan a viejos conservando su primer trabajo”, me dice un amigo que acaba de ser despedido.
            “Alguno más habrá, pero no olvides que yo empecé un poco antes, en el 72, y al contrario que él nunca he estado de baja. Otra diferencia es que desempeño un trabajo bastante más necesario que el suyo, aunque cobre bastante menos. Una similitud, en cambio, es que para poder obtener nuestro puesto de funcionarios estatales los dos tuvimos que jurar fidelidad a los franquistas Principios Fundamentales del Movimiento. Y que ambos les hicimos el mismo caso a ese juramento”.


Lunes, 11 de noviembre
LA GENTE Y YO

Como a todos los solitarios, me gusta la gente. Sentirla alrededor, verla ir y venir, escuchar el murmullo de sus conversaciones. No necesito la soledad ni el silencio para concentrarme en la lectura o en la escritura. Conecto y desconecto con facilidad. Por eso, para leer, prefiero a las bibliotecas las cafeterías y tengo una para la mañana y otra para la tarde, distintas los fines de semana. Y prefiero las que están en lugares de paso, como los centros comerciales (las Salesas, los Prados, el Atrio). Y no me molesta, todo lo contrario, que alguien que pasa por allí me vea y se acerque a saludarme o a charlar un rato conmigo. No importa lo que esté haciendo. Los libros, los poemas pueden esperar.
            Me gusta la gente, pero también me gusta estar solo. Solo en medio de los demás o a solas conmigo.
            Pero a veces hay de negros nubarrones, de lluvia malintencionada y entonces se cruzan los cables y uno no aguanta a nadie. Especialmente a sí mismo.


Martes, 12 de noviembre
UN LEGAL PUNTAPIÉ

Hay una distancia que no se mide en metros. Mis compañeras de pasillo durante veinte años en el Campus del Milán, Josefina y Cristina, con quien tantas discrepancias me unen, han sido imperiosamente desalojadas de su despacho y trasladadas a otro en un edificio cercano.
Solo unos pocos pasos separan la antigua sede de la cátedra Emilio Alarcos de la nueva. Unos pocos pasos y un alto muro intangible. De estar rodeadas de compañeros y alumnos, de sentir el ritmo de la actividad diaria, pasan a un tercer piso lleno de cubículos vacíos donde el silencio, como en los folletines, es sepulcral. Más que trasladarlas, parece que las han escondido.
“La caída del imperio romano”, digo yo en broma cuando las veo rodeadas de cajas en las que se amontonan cartas, papeles, facturas, todo depositado de cualquier manera en ellas –rápido, rápido– por orden de la autoridad competente. “¿Qué te parece lo que nos han hecho?”, me dice Josefina, demasiado mal acostumbrada a imponer su voluntad contra viento y marea. Y yo no sé qué responder. No juzgo. Tomo nota.
Los viejos, por muy útiles que quieran seguir siendo, siempre molestan. En la Universidad y en cualquier parte. Conviene aprender a ir haciéndose poco a poco a un lado, antes de que te quiten de delante con un burocrático y brutal y estrictamente legal puntapié.


Miércoles, 13 de noviembre
TODAS LAS NOCHES DE MI VIDA

Llevaba varios días lloviendo sin parar, lo recuerdo muy bien, y yo apenas si había salido de casa. Eran días tan oscuros que siempre parecía de noche. Yo leía, escuchaba música, intentaba a veces dar una vuelta por el jardín. Un amigo, que tenía intención de venir a visitarme, llamó por teléfono anunciando que retrasaba el viaje para cuando mejorara el tiempo.
            Esto ocurrió en el invierno del 72, o quizá del 73. Yo vivía solo en aquel inmenso caserón, más inmenso desde que me dejó mi mujer. Hasta entonces habíamos tenido jardinero y cocinera, un matrimonio silencioso y eficiente, pero yo ya no podía seguir pagándoles, tras el acuerdo de separación, y ellos pusieron un sidrería en Llanes, muy cerca del puerto.
            Aquella casa, donde todo recordaba tiempos mejores, se me caía encima. Quería venderla y comprar un pequeño apartamento, yo no necesito mucho espacio, en Madrid o en cualquier parte, pero no acababa de encontrar comprador. Era un caserón abuhardillado, con altas palmeras ante la puerta, que había levantado mi abuelo para demostrar fehacientemente a sus paisanos que había triunfado en América.
            Llevaba varios días lloviendo sin parar, ya le dije, cuando ocurrió aquello. Yo estaba de un humor de perros, como usted se puede figurar. Había subido hasta la biblioteca, que estaba bajo cubierta y tenía una especie de mirador acristalado, y trataba de concentrarme en una novela de Alejandro Dumas, Ángel Pitou, que mi padre me leía en voz alta cuando niño y que siempre me ha fascinado. Pero esta vez resultaba tan tediosa como el resto del mundo.
            Entonces me pareció oír que llamaban a la puerta. Primero muy quedamente. “Será el viento”, pensé. Luego con mayor intensidad. Bajé a abrir intrigado y esperanzado. Agradecía cualquier cosa que viniera a sacarme de aquel marasmo. “Hasta un ladrón sería bienvenido”, pensé. “O un asesino. Sería una solución después de todo”.
            Era una mujer, muy joven, vestida con una ropa ligera, como de fiesta, y completamente empapada. Me quedé mirándola, con la boca abierta, sin saber qué hacer. “¿Puedo pasar?”, dijo ella. Yo me hice a un lado y ella entró dejando un rastro de agua por donde pasaba.
            “Un trago me vendría bien”, dijo, “y ropa seca”. No era bebida lo que faltaba en mi casa, así que le señalé el mueble bar para que me indicara lo que le apetecía y luego le traje unas toallas y uno de mis pijamas. “Ropa de mujer no hay; se la llevó toda mi mujer”, dije yo tratando de hacer una broma. “No importa, me vale esta”. Y allí mismo comenzó a desnudarse. Yo me di la vuelta cortésmente, pero no pude dejar de verla, completamente desnuda, en el reflejo de uno de los cuadros que había al fondo de la sala. Se secó minuciosamente con la toalla de baño y luego se puso mi pijama. “Debo de estar horrible”, dijo. Pero estaba encantadora. Era muy joven. No debía de tener mucho más de veinte años. Yo temía que se tratara de un fantasma y que fuera a desaparecer en cualquier momento.
            “¿Puedo pasar aquí la noche? No molestaré nada. Mañana llamaré a un taxi”. Podía pasar allí la noche y también el resto de su vida, pensé yo.
            Estábamos en la cafetería La Corte, frente al ir y venir de la plaza de la Escandalera. Yo picoteaba unos libros que acababa de recibir, pero ninguno me interesaba lo suficiente para seguir leyendo y me alegró su interrupción. Quería contarme algo, dijo. Y antes de que acabara la historia apareció ella, su mujer, mucho más joven, de unos cincuenta años, alta, esbelta, con una sonrisa aparatosa, a lo Julia Roberts, que iluminó de pronto todo el recinto. Venía en su busca. “Se le olvidan las cosas”, dijo. “Hemos quedado con unos amigos, bajó un momento antes para comprar tabaco, porque todavía sigue fumando, le vio a usted y se olvidó de todo”.
            Pero hay cosas de las que no me olvido –me dijo en un susurro mientras ella le ayudaba a levantarse–. Me pidió permiso para quedarse conmigo aquella noche y se quedó conmigo todas las noches de mi vida.


Jueves, 14 de noviembre
ORFEO Y YO

“Con las economías reunidas por el coronel durante su larga vida construyó una casa de estilo alemán báltico. Esa casa estaba llena de sorpresas: armarios escondidos en las paredes, trampas que se levantaban para mostrar escaleras de caracol oscuras y polvorientas, corredores secretos. Casa fantástica, sorprendente como una caja de prestidigitador. Los cuartos bajos y angostos estaban amueblados al estilo del Imperio, los empapelados eran sorprendentes: paisajes extraños, osos polares, chinos, kioscos, cosacos. Había una galería de cristales de colores y, en la parte posterior, un pequeño jardín. Más abajo del jardín pasaba el riachuelo Pereritza. Esa casa de Staraia-Roussa ya no existe: construida a base de vigas de madera, no pudo resistir las anuales inundaciones del Pereritza y un día se hundió a pesar de todos los esfuerzos que se hicieron por salvarla”.
            Añado a mi colección la casa en la que Dostoievsky pasó los últimos veranos de su vida acompañado de Ana Grigorievna. Alza su fantasmagórica silueta en esos “misteriosos espacios que separan / la vigilia del sueño”.
Yo desciendo a ellos cada noche y los recorro, como Orfeo, tratando de encontrar y rescatar de su encierro a una Eurídice que no ha existido nunca.


Viernes, 15 de noviembre
NI MÁS NI MENOS

¿Por qué nos defraudan tanto los demás, por qué defraudamos tanto? Como siempre ando maquinando teorías, he creído averiguar la razón. No nos relacionamos con seres reales, sino con fantasmagorías basadas en datos reales. Conocemos dos o tres cosas de los otros e inventamos el resto. Yo soy el resultado de la novelería ajena. Eso lo veo muy claro leyendo hoy lo que escribe de mí un amigo en su blog. Quien mejor nos conoce, nos desconoce. Con cuatro datos mal observados se inventa un personaje. Esto, tan evidente en quienes me rodean, me cuesta reconocerlo en mí mismo. Pero probablemente yo me comporto igual.
            Recuerdo aquel pasatiempo de mi infancia: había que unir una serie de puntos y aparecía un dibujo. Eso es lo que hacemos con los otros, incluso con nuestros amigos más íntimos: nos fijamos en dos o tres aspectos y, uniéndolos, creemos tener completo el dibujo de su personalidad. Pero un dato nuevo que descubrimos de pronto hace que el dibujo cambie por completo.
            Y yo, que era un dios para ti, ahora soy solo un pobre hombre. No volverás a verme como un dios, pero a mí me bastaría con que me vieras al menos como un hombre. Como todo un hombre. Ni más ni menos.


Sábado, 16 de noviembre
EL NUEVO DÍA

Ayer llovió, dentro y fuera, durante todo el día. Hoy luce el sol. De todos los regalos que he recibido a lo largo de mi vida, ninguno tan valioso como el del nuevo día que llega cada día, siempre recién creado, siempre recién nacido.

lunes, 11 de noviembre de 2013

A buen entendedor: Como todos los viejos


Domingo, 3 de noviembre
CAMBIO MI JUEGO

“Últimamente estás cambiando mucho”, me dice un amigo. “¿Para mejor o para peor?”, le pregunto. “Yo creo que para mejor”, responde.
            Y yo sonrío. Parece que mi plan comienza a funcionar. He tardado un poco, pero ya estoy aprendiendo a dominar el funcionamiento de las redes sociales virtuales y no virtuales. Para triunfar en esta vida, además de suerte y algún talento, hacen falta tres virtudes de las que yo siempre he andado escaso.
            La primera, la hipocresía. Yo siempre he sido un maleducado. O decía lo que pensaba, por desagradable que fuera, o lo callaba por timidez, pero lo daba claramente a entender. Ahora le he cogido el gusto a ser hipócrita. Es hasta divertido. Como representar una obra de teatro.
            La segunda, la falsa modestia. Solo los que carecen por completo de ambición puedes permitirse el lujo de no ser modestos. Sin modestia no se consigue nada. Sin modestia fingida, por supuesto. La verdadera le vuelve a uno invisible.
            La tercera virtud, la más eficaz, es la adulación. Con la adulación se llega a todas partes, la adulación abre todas las puertas. Elogia, elogia sin tasa –me digo–, que no hay elogio tan hiperbólico que no parezca verosímil para el adulado.
            Si hubiera sabido esto a los veinte años, ahora sería un triunfador. Bueno, lo que habitualmente se entiende por ser un triunfador. Porque serlo, serlo, de alguna manera lo soy. ¿Qué mayor triunfo que haber hecho siempre lo que a uno le ha dado la gana?
            Siempre me ha gustado jugar a ser malo, lo que se suele entender por malo. Ahora me parece más divertido jugar a ser bueno, lo que se suele entender por bueno. Una buena pieza.


Lunes, 4 de noviembre
SIEMPRE LOS OTROS

En Vivir es fácil con los ojos cerrados, la película de David Trueba, el protagonista, un profesor de Albacete muy machadiano, llega a un poblacho perdido en la Almería de los años sesenta. No entiende muy bien el habla de la zona y le dice al empleado del hostal: “Aquí tienen un acento muy cerrado”. “No, señor –le responde este, y yo traduzco su respuesta al castellano normativo–, los que hablan con mucho acento son los de Cádiz y Córdoba, aquí hablamos muy normal, a esos no se los entiende”.
            Sí, la normalidad es aquello a lo que estamos acostumbrados. Los que hablan mal y tienen gustos raros son siempre los otros.


 Martes, 5 de noviembre
UN ÚLTIMO REGALO

Lo mismo que escoge uno el tipo de funeral que prefiere, también debería poder escoger el tipo de muerte. La de Luis Cernuda no fue mala del todo. Se levantó un día como cualquier otro día, fue a encender su pipa y el corazón se le detuvo.
Vivía como huésped incómodo en una casa ajena. Siempre había vivido así. Tenía poco más de sesenta años, pero esperaba ya el final: era la edad a la que se morían los miembros de su familia. Y había terminado su obra y había recibido un atisbo de la recompensa: el número especial de la revista La caña gris en que los mejores poetas de la nueva generación –Biedma, Brines, Valente– le reconocían como maestro. ¿Qué futuro le habría esperado si hubiera vivido, como Alberti o Guillén, un cuarto de siglo más? Pues el paripé del Cervantes, en el mejor de los casos, y en el peor una viuda más o menos negra y un centón de prosas y versos prescindibles que amenazarían con hundir el perfecto equilibrio de La realidad y el deseo.
            Sí, tuvo suerte el paradójico Luis Cernuda, sin poder ni fortuna, sin casa propia, malviviendo en empleos mal pagados, y sin embargo siempre muy consciente de su superioridad, exigente con los demás, desdeñoso con sus serviciales admiradores (“Lo ruin en tu sino / no excluye lo cretino” le escribió al bueno de José Luis Cano).
La vejez, como a todos, le habría obligado a doblar la cerviz. Pero la vida, que no siempre le había tratado bien, le quiso hacer un último regalo aquel 5 de noviembre de 1963 cuando se presentó de improviso una mañana en el caserón colonial de Tres Cruces, en Coyoacán.


Miércoles, 6 de noviembre
HISTORIAS CON FINAL FELIZ

Me alegra mucho el reencuentro en Sevilla, tantos años después, con Abelardo Linares y Fernando Ortiz. Fueron quizá mis primeros amigos literarios, al menos los primeros fuera de Asturias, y es curioso cómo el azar puso en contacto a tres jóvenes poetas, uno en Avilés, otro en Sevilla, que intentaba una poesía distinta de la que habían puesto de moda los novísimos, primero denostados, y enseguida encumbrados como los únicos autores verdaderamente modernos.
            El nexo de unión fue Juan Gil-Albert, un hombre de Hora de España y de la Valencia republicana, que había vuelto del exilio sigilosamente, que calladamente había escrito su obra, inédita o publicada en ediciones de autor, y que de repente, a comienzos de los setenta, en los años finales del franquismo, se convierte en un escritor de moda. Yo le había enviado Jugar con fuego y a él le había interesado mucho uno de los heterónimos que allí publicaba, Alfonso Sanz Echevarría, y por eso, cuando la revista Calle del Aire comenzó a preparar un número de homenaje a él dedicado, le sugirió a Fernando Ortiz que pidiera colaboración a ese inexistente poeta avilesino.
Nos intercambiamos cartas y, al pasar por Sevilla, allá por 1977, lo primero que hice fue encontrarme con él. Y él lo primero que hizo, nada más saludarme, fue decirme: “Te voy a llevar a que conozcas al mejor poeta joven que hay hoy en España”. Ese poeta era Abelardo Linares, que dirigía con él Calle del Aire y que aún no había publicado nada. Abelardo Linares vivía entonces en una casa muy cerca de la catedral y en la terraza de esa casa, con la Giralda asomándose muy atenta por encima de nuestras cabezas, me leyó los poemas de su primer libro, Mitos, y los fue acompañando de muy minuciosas precisiones técnicas.
            Muchas veces me volvería a encontrar luego con Fernando Ortiz, también con Abelardo Linares, pero nunca con los dos juntos. Pronto se distanciaron. También yo acabaría alejándome de Fernando Ortiz. Él, molesto por no sé qué comentarios en el diario de Andrés Trapiello, escribió un artículo titulado “Dos tontos a la moda” en el que arremetía contra el autor de Salón de los pasos perdidos  y, de paso, contra mí. Yo le contesté con otro artículo, publicado en La Razón (todos tenemos un pasado), en el que le replicaba con displicente crueldad (muy en mi estilo).
Durante un tiempo fui amigo solo de Abelardo. Luego Abelardo se enfadó conmigo por una frase suya que yo recogí en mi diario. La reconciliación tardó años. Pero ahora vuelve a ser uno de mis mejores amigos, al menos el amigo con el que más me divierte discutir. Podríamos pasar un día entero llevándonos muy razonadamente la contraria el uno al otro. Él es un excelente jugador en el ajedrez dialéctico, pero yo, si mi acreditada modestia no me lo impidiera, diría que soy mejor.
            Juan Gil-Albert nos reunió a los tres en la Sevilla de los años setenta. Casi cuarenta años más tarde es su amigo Luis Cernuda quien nos vuelve a reunir.
Veo entrar a Fernando Ortiz, con su sombrero y su elegancia de otro tiempo (parece que viene de tomar un café con don Manuel Machado), en el hermoso patio de la casa de los Pinelo, donde tiene su sede la academia sevillana de Buenas Letras, y en seguida me acerco a saludarle como si no hubiera pasado nada. Y no ha pasado nada, aunque hayan pasado cuarenta años. A Fernando Ortiz le repito el verso final de un poema suyo dedicado a Blanco White y que yo he convertido en mi lema desde que lo leí por primera vez: “Amo la libertad. Y mi amada no es fácil”.
            Nada es fácil en la vida. Ni la amistad ni los sueños. Por eso vale la pena.

Jueves, 7 de noviembre
PARA SIEMPRE

Los enamorados de Perugia formamos una secta secreta dispersa por el mundo. Qué placer cuando dos miembros de esa secta se reconocen. Resulta que Cristina Linares, la hija de Abelardo, estudió también allí y vivía en un piso inmenso cerca de la plaza IV Novembre. En seguida nos olvidamos de la noche sevillana y volvemos a recorrer el Corso Vannucci, a sentarnos en las escaleras del Duomo, a asomarnos a la terraza de los Giardini Carducci, abiertos sobre la inmensa noche estrellada, los tejados de la ciudad baja y las dulces llanuras umbras.
            ¡Perugia! La via dei Priori y el mármol coloreado del oratorio de San Bernardino, el corso Garibaldi y el tempietto circular de S. Ángelo con su muestrario de viejas columnas romanas, el teatro Pavone, el dieciochesco palazzo Gallenga, sede de la Università per Stranieri… Y el amor, encontrado y perdido, perdido y encontrado, en aquel laberinto de viejas piedras y jóvenes estudiantes, en aquella ciudad en la que quien una vez fue joven sigue siendo joven para siempre.


Viernes, 8 de noviembre
PERENNIDAD DEL MITO

En Sevilla, me encontré también con Jaime Siles. Recuerdo los primeros encuentros, en Madrid y en Badajoz, acompañado por Víctor Botas. Entonces Siles, pulido y repeinado, tenía el aspecto de lo que siempre había sido, el primero de la clase. Ahora, grandón y algo destartalado, tiene más bien aspecto de viejo sabio que vive en un tiempo que ya no es el suyo. Junto con Juan Antonio González Iglesias y Abelardo Linares se pone a entonar las conocidas jeremiadas sobre la decadencia de la civilización occidental. “Ahora ya no se enseña literatura. ¡La literatura ha muerto!”, clama González Iglesias. “Antes hasta los periódicos deportivos estaban llenos de literatura; ahora no hay literatura ni en las revistas literarias”, se lamenta Abelardo. “Mis alumnos no leen nada, nada; los lectores somos una especia a extinguir”, lloriquea Siles. Y yo les cuento aquella anécdota que cuento siempre. Cuando terminé la licenciatura, uno de mis compañeros se vanagloriaba de haber aprobado sin leer ninguna de las lecturas obligatorias, sino un cómodo resumen que por allí circulaba. Dejamos de vernos. Unos cuantos años después me lo volví a encontrar frente al Campoamor. Era profesor de un instituto del Occidente asturiano y, tras los consabidos saludos, comenzó a lamentarse del desinterés de sus alumnos: “No son como nosotros, no tienen ningún interés, no leen nada”. Y yo sonreí, al recordar sus palabras al final del curso.
            El mito sigue funcionando. El hoy es desastroso: se abandona el latín, las librerías cierran o se llenan de premios Planeta, memorias de políticos o incluso de cosas peores. Ayer, en cambio, en el tiempo de su idealizada juventud, la gente de la calle leía a Virgilio (en latín, por supuesto) y hacía colas para comprar la más reciente novedad de Azorín o Valle-Inclán. Y mientras esperaban el autobús no hojeaban el As o el Marca, sino la Revista de Occidente o La Gaceta Literaria.
            A mí la edad me ha hecho perder pelo, pero no capacidad de observación ni sentido común. No vivimos en el mejor de los mundos posibles, por supuesto, pero sí en un mundo mejor que el que yo encontré a los veinte años.


Sábado, 9 de noviembre
ABURRIENDO A TODOS

Los lectores suelen preferir la maldad inteligente a la bondadosa bobería. Y a mí cada día me cuesta más ser malo y menos incurrir en la tentación de la boba bondad. Acabaré aburriendo a todos, como todos los viejos.


lunes, 4 de noviembre de 2013

A buen entendedor: Menos que nunca


Sábado, 26 de octubre
YO ESCRIBO VERSOS

Hablábamos de historias de miedo y yo recordé uno de mis últimos viajes en taxi. Comparado con él, incluso aquel viaje en Nápoles al aeropuerto, cuando una manifestación cortaba el tráfico, resultó un juego de niños. Cierto que fuimos a veces en dirección contraria, que adelantamos coches invadiendo la acera o cruzando a toda velocidad entre dos vehículos en marcha y que el taxista, después de cada disparatada maniobra, se volvía para preguntarme sonriente: “¿Hai paura?”.
Pero todo eso resultó un juego de niños comparado con lo que me ocurrió el otro día en Lisboa. Claro que, bien mirado, no ocurrió nada. El taxista que me recogió a la puerta del hotel para llevarme al aeropuerto conducía con prudencia, teníamos tiempo de sobra. Y sin embargo...
            Atravesamos Restauradores y, antes de entrar en la Avenida da Liberdade, se volvió hacia mí y comenzó a hablar con educada voz y en un español más que aceptable:
            –-¿Sabe usted cuál es la enfermedad mental más frecuente, junto con el narcisismo? Es la psicopatía. Hace poco he visto un video en youtube al respecto. Se trata de individuos muy amables, muy encantadores en apariencia, pero que carecen de empatía, que no sienten el sufrimiento de los demás y que disfrutan haciendo daño. ¿Sabía usted que el setenta por ciento de la población de las cárceles está formado por psicópatas? Delinquen una y otra vez, son incapaces de arrepentimiento, no tienen curación posible. Tampoco piden nunca ayuda. Ellos no se creen enfermos, sino solo más listos que los demás.
            (El taxista comenzó a darme ejemplos, yo comencé a asustarme cuando llegaron casos de asesinos en serie cuyas actividades se describían con minuciosidad; varias veces traté de cambiar de conversación, pero él entonces me decía: “Deje, deje que termine”).
            –-Los psicópatas son la plaga de la humanidad y no tienen cura. ¿Y sabe usted por qué la ciencia no puede hacer nada por ellos? Porque tienen la marca del demonio, sus características son rasgos demoníacos. En el video de youtube que le dije, tomado de un programa de la televisión brasileira, aparecía una doctora diciendo que quizá, con la intervención en los genes, algún día podamos curar la psicopatía. Ya sabe usted cómo son los científicos. Tienen la verdad delante y son incapaces de verla. Se ríe el demonio en sus narices y son incapaces de darse cuenta. Han llevado a la humanidad al desastre y son incapaces de reconocerlo. ¡Los científicos son peores que los psicópatas! Unos nos alejan de Dios, otros nos acercan a él, aunque sea a través del terror al demonio. No es con ciencia como se arregla el mundo, sino con rezos. ¿Usted reza mucho?
            (Si yo tuviera esa costumbre, seguro que en aquel momento estaría rezando todo lo que supiera. El taxista hablaba y hablaba y de vez en cuando se volvía sonriente hacía mí, pero su sonrisa iba poco a poco adquiriendo un matiz que a mí me parecía amenazador.)
            –-Si alguien acabara con todos los científicos que niegan a Dios y alejan al hombre de su verdadero destino, haría algo bueno para la humanidad, ¿no cree usted? Y como Dios escribe derecho con renglones torcidos yo espero que alguna vez uno de esos psicópatas que cada vez abundan más, en lugar de asesinar niños, criaturas inocentes, se dedique a exterminar científicos y ateos. ¿No cree usted que le haría un gran bien a la humanidad?
            (Yo le daba la razón en todo mientras comprobaba ansioso si seguía las señales de la carretera que marcaban el camino del aeropuerto. Y las seguía hasta que, de pronto, en lugar de continuar de frente, como indicaba la flecha, tomó una desviación… Lo único que acerté a decir en aquel momento, con un hilillo de voz, fue: “Yo no soy un científico; yo escribo versos”.)


Domingo, 27 de octubre
INCONTINENCIAS

Los admiradores tienen rápida fecha de caducidad. Al menos, los míos. Pero eso, que me fastidia un poco, no me extraña nada. Yo soy igual. Del entusiasmo por la poesía de Aleixandre pasé al desdén absoluto. Y ahí sigo.
No siempre tienen explicación esos cambios. Pero algunas veces sí. Desde que lo leí por primera vez, en la Coimbra de 1980, he admirado y me ha acompañado Eugénio de Andrade. No ocurrió lo mismo con otro descubrimiento de entonces, Antonio Ramos Rosa. Pronto dejaron de interesarme sus borrosas y abstractas vaguedades. Llegué a conocerlo personalmente; José Bento me llevó a su casa.
Ahora en el diario de Jorge Listopad que publica semanalmente el Jornal de Letras encuentro una explicación de ese desinterés: “Una vez Antonio Ramos Rosa me contó cómo pasaba sus días: Por la mañana, al levantarme, me siento a la mesa y escribo un poema. Luego bajo las escaleras, voy a tomar un café y leo el periódico. Después vuelvo a casa y leo literatura”.
Escribía un poema todos los días y publicaba todos los poemas que escribía: tres o cuatro libros al año. Poemas aguados, desleídos, vacuas palabras sobre la página. La maquinita que funciona sola.
            Todos los poetas deberían venir provistos de interruptor y aprender pronto a hacer buen uso de él.

Lunes, 28 de octubre
EN LITERATURA

En literatura, y quizá en todo lo demás, solo hay una cosa que valga todavía menos que el éxito: el fracaso.


Martes, 29 de octubre
DE BUEN CONFORMAR

Los amigos, malévolos, siempre que se publica una antología, un número monográfico de una revista, un artículo en el que yo podría estar citado y no lo estoy, se apresuran a señalármelo. Y yo finjo que me indigna esa desatención.
            Pero me indigna poco. En primer lugar, porque sé de sobra cómo se consiguen las cosas. Los poetas, al contrario que otros escritores más comerciales, no tienen jefe de prensa y han de preocuparse ellos mismos por lograr alguna visibilidad. Sé lo que hay que hacer para que te reseñen  en tal o cuál sitio o para ganar tal o cual premio, pero hay cosas que solo me apetecen si son regaladas (los premios, ni regalados). El éxito es una de ellas; el amor, otra (bueno con el amor puedo hacer alguna excepción).
            El éxito, por otra parte, es como el agua salada. No calma la sed, da más sed.
            (Y además, para qué nos vamos a engañar, no sé si tengo todo el éxito que merezco –creo que tengo más–, pero desde luego tengo todo el que necesito. Y lo mismo me pasa con el amor o el dinero. Soy un hombre de buen conformar.)

Miércoles, 30 de octubre
MENTIRAS VERDADERAS

He aprendido a fingir tan bien que soy feliz que hasta yo mismo he acabado creyéndomelo.


Jueves, 31 de octubre
EL ORO DE NÁPOLES

Siguen siendo las librerías el lugar de los mejores encuentros, donde empiezan los viajes más fascinantes. Paso por Ojanguren y lo primero que me llama la atención es el campanile de San Gregorio Armeno, inconfundible, ocupando por completo la estrecha calle llena de puestos con figuritas del Belén. Luego me fijo en el título del libro, El oro de Nápoles, y en el autor, Giuseppe Marotta. Ya conocía la película, con Sofía Loren y Vittorio de Sica, Totó y Eduardo de Filippo, pero el libro no había tenido ocasión de hojearlo nunca. Lo traduce y lo edita ahora Pío Caro-Baroja en una colección de nombre muy barojiano: “Vitrina pintoresca”.
            Con qué placer me adentro en estas páginas, llenas de esplendor y miseria, como el mismo Nápoles. Están escritas en los años cuarenta, los años más duros, por un napolitano exiliado en el otro extremo del mundo, en Milán. Y comienzan con una visita al cementerio de esa ciudad, donde está enterrada su madre, a quien dedica el libro: “Llevamos a mi madre a Musocco, desde la otra punta de Milán; lloré en Porta Venecia y lloré en Corso Sempione; pero cuando finalmente la depositaron en la fosa ya no me quedaron más lágrimas; me llegué a odiar en aquel rostro serio de invitado que tal vez escrutara ella por última vez. Nunca hago nada en el momento oportuno, soy un hombre torpe y lo sé”.
            Cada uno tiene sus ciudades del alma y Nápoles es para mí una de las principales, no sé bien por qué razón. Cierto que basta con que amemos a uno de sus habitantes para que una ciudad se convierta en el centro del mundo. Por eso yo ya amaba a Nápoles antes de haber puesto el pie en ella. Nunca me ha atraído demasiado el pintoresquismo de la miseria, pero en Nápoles me siento en casa lo mismo en el patio suntuoso de algún palacio barroco o en una capilla deslumbrante en sus oros que en la gusanera del centro histórico, esa madeja de callejuelas cortada por la larga cuchillada de Spaccanapoli.
            Con Giuseppe Marotta vuelvo a recorrer la Via Toledo observando con fascinación y temor las estrechas calles que ascienden por la colina hasta la Certosa de San Martino y el Castel Sant’Elmo: “Hormiguean los gatos y la gente; y son incontables los banquetes de boda que a todas horas se celebran, como las enfermedades hereditarias, los ladrones, los prestamistas, los abogados, las monjas, los artesanos honestos, las casas de citas, las cuchilladas y las administraciones de lotería. Dios creó los quartieri para que allí lo alabasen y lo ofendiesen el mayor número de veces en el menor espacio posible”.
            He visto a Nápoles en todas las estaciones, con buen y con mal tiempo. Sin desdeñar sus espléndidos otoños de vieja cortesana que se las sabe todas, mis preferencia coinciden con las de Giuseppe Marotta: “En junio Nápoles explota como una rosa dentro de un jarrón; no tiene paredes o si las tiene es solamente para otro momento. Las casas pertenecen exclusivamente a las arañas y a las mandolinas somnolientas; que nadie busque a su San Giuseppe bajo el fanal o en la cómoda, hasta San Giuseppe ha salido”.
            Una vez en Nápoles me alojé en un caserón ennegrecido que algún tiempo había sido palacio y ahora era ruidosa casa de vecinos. Pero el cuarto en que me alojaba conservaba los dioses y las ninfas pintados al fresco en sus altos techos y las ventanas daban a un descuidado jardín con una especie de templete en el centro y una estatua mutilada. Nunca fui capaz de encontrar la puerta que me llevara a ese jardín, donde nunca vi a nadie, salvo a un gran gato arlequinado que a menudo se quedaba quieto mirándome fijamente mientras yo le miraba.


Viernes, 1 de noviembre
LLEGAR A CASA

Después de andar todo el día hablando con unos y con otros, qué agradable llegar a casa y encontrarse solo.

            Pero esta noche, en la penumbra silenciosa de la casa, me encuentro menos solo que nunca.