lunes, 24 de febrero de 2014

A buen entendedor: Un hombre, solo un hombre



Domingo, 16 de febrero
SAVIANO SAVATER

Nunca me he creído todo lo que se cuenta, aunque lo hagan periódicos presuntamente serios y no los apresurados correveidiles de las redes sociales. La historia de Roberto Saviano, el valiente periodista que se enfrentó a la camorra napolitana con un libro y desde entonces vive escondido y protegido por la policía, siempre me ha parecido un poquito sospechosa. Leo hoy una entrevista con él y esas sospechas se confirman.
            Pase que la mafia, tras la publicación de Gomorra, amenace de muerte a su autor y con ello consiga que un libro que apenas había sido leído llegue a vender diez millones de ejemplares. Ser criminales, engañar a la policía y hacer turbios y rentables negocios en todo el mundo no siempre tiene por qué ir acompañado de una gran inteligencia. Las amenazas de la camorra convirtieron a Saviano en una estrella mundial, con colaboraciones en los más importantes diarios del mundo y un programa de televisión. Sin esas amenazas no sería nadie. Puedo aceptar que a los camorristas les ha salido el tiro por la culata; pretendían acallarle y le han regalado un altavoz de alcance mundial.
            Pero resulta que ahora publica otro libro de denuncia, CeroCeroCero, “un viaje de casi quinientas páginas por el negocio de la cocaína a uno y otro lado del Atlántico”. Y el volumen está dedicado “a todos los carabineros de mi escolta. A las treinta y ocho mil horas pasados juntos. Y a todas las que todavía hemos de pasar”. Y yo no me imagino cómo se pueden investigar los negocios secretos de la droga rodeado de una escolta de carabineros. El libro comienza –explica el autor en la entrevista que hoy publica El País– “con una lección que da el capo italiano a los latinos de Nueva York”. La lección es de filosofía de calendario, de mala pelicula de serie B: “Si vosotros queréis el poder, tenéis que saber que algún día lo pagaréis”.
            ¿Y quién le contó a Saviano esa conversación? ¿El capo italiano? ¿El mafioso latino? ¿Y qué hacían mientras tanto sus escoltas? Quizás se trata únicamente de que quienes investigan son otros y él solo pone el nombre, como Fernando Savater en más de uno de sus libros. En cualquier caso, un porcentaje alto de sus ingresos se los debería abonar el escritor napolitano a la camorra, ya que a ella se los debe.
            Umberto Eco dice que Saviano es un héroe, y no es el único que afirma tal cosa. Yo creo que es un bluff, que su historia sirve para vender como valiente periodismo de investigación lo que no es más que literatura “basada en hechos reales”, y no siempre buena literatura, al contrario de lo que ocurría con los hirientes y estridentes libros de Curzio Malaparte.


Lunes, 17 de febrero
VANIDAD, DULCE VANIDAD

Sonrío cuando alguien me reprocha ser vanidoso. Y nunca se me ocurre replicar. La vanidad es para mí una de las formas de la cortesía. Rechazar un elogio trae como consecuencia que vuelvan a insistir en él; decir que lo que uno escribe vale poco suele obligar al amable interlocutor a afirmar lo contrario.
            Cuando recibo algún elogio, prefiero no hacer alardes de modestia, ni falsa ni verdadera; simplemente doy las gracias y cambio de conversación. El interlocutor lo agradece, porque la mayoría de los elogios son solo una forma de cortesía. Negarse a aceptarlos es obligar a repetirlos.
            Antes, más joven e ingenuo, cuando alguien me decía que le había gustado un libro mío, siempre preguntaba cuál, y la respuesta solía ser desoladora: “Uno creo que azul, que se titulaba… No recuerdo cómo se titulaba, que hablaba de libros o de un viaje que había hecho, no sé bien”.
            Y lo peor fue aquella vez en que una admiradora me dijo que le gustaban tanto mis artículos que incluso a veces los recortaba y me enseñó uno que llevaba consigo y que no era mío, sino de un colega periodístico por el que yo no siento particular admiración.
            Finjo ser vanidoso para evitar los elogios que tanto buscan los escritores modestos, y no porque a mí no me gusten los elogios, sino porque me deprime comprobar que casi nunca son sinceros y nunca son suficientes.


Martes, 18 de febrero
CHARLAS DE CAFÉ

“¿Lees todos los libros de los que hablas? –me pregunta Fernando Albuerne en Los Porches– ¿O solo los hojeas?”
            Los que reseño los leo enteros, por supuesto, y si son de poesía siempre más de una vez. Pero la mayor parte de los libros que pasan por mis manos solo los hojeo, y con eso tengo más que suficiente. Unos quedan descalificados para siempre, otros son valiosos y permanecen a la espera de su momento (aunque a veces no llegue nunca), y hay algunos que simplemente no me interesan, aunque puedan ser muy valorados por la crítica y tener los más importantes premios. Estos dos libros que me acaban de llegar –y señalo los dos que están sobre la mesa– apenas he tenido tiempo de hojearlos, pero ya tengo opinión formada sobre ellos. Del autor de Un viaje a la India, Gonçalo M. Tavares dice Saramago en la contraportada: “Ganará el Premio Nobel en menos de treinta años. Estoy convencido. No tiene derecho a escribir tan bien con solo treinta y cinco años. Dan ganas de pegarle”.
            ¡Menudo elogio! No apetece ni abrir el volumen después de un elogio así. Pero lo he abierto y lo que me he encontrado ha sido una novela en verso, miles de versos distribuidos en diez cantos. Un viaje a la India es una especie de recreación de Os Luisiadas, el poema de Camoens. ¿Miles de versos? No sabemos cómo sonarán en portugués, pero en español parecen prosa cortada arbitrariamente y distribuida en párrafos numerados de ocho líneas que recuerdan a las octavas reales de los poemas épicos: “No vamos a hablar de la roca sagrada / donde se construyó la ciudad de Jerusalén, / ni de la piedra más respetada de la Antigua Grecia, / que está en Delfos, en el monte Parnaso, / ese Ónfalo –el ombligo del mundo– / hacia el que debes dirigir la mirada, / a veces los pasos, / siempre el pensamiento”. Y así durante más de cuatrocientas páginas. Sospecho que se trata de uno de esos libros “transgresores y provocadores” que los críticos no tienen inconveniente en elogiar con tal de que no les obliguen a leerlos. Comparado con semejante mamotreto, Kassel no invita a la lógica, de Enrique Vila-Matas, casi parece el Quijote. Comienza como uno de sus artículos periodísticos explicándonos lo que es un MacGuffin y poniéndonos algunos ejemplos, todos bien conocidos. Luego nos cuenta un disparatado viaje a la famosa feria de arte que se celebra en la ciudad de Kassel (en ella tuvo Félix de Azúa la revelación de que el arte había muerto un día preciso del siglo veinte y a una hora concreta). Autoficción, parodia y reflexión sobre el sentido del arte en general y de la literatura en particular. Muchas alusiones literarias y muchas citas ingeniosas, reales o inventadas. Una lectura agradable, sin duda, pero que se puede interrumpir en cualquier capítulo sin tener la sensación de que nos perdamos nada. Uno de esos libros sobre los que uno puede hacer una excelente reseña sin más que picotear acá y allá. Yo creo que esa es la razón por la que abundan más las reseñas elogiosas que las negativas. Para ponderar un libro no hace falta leerlo; para destrozarlo, sí. Y a mí me gusta más lo segundo, qué le vamos a hacer. Por eso los libros que reseño tengo que leerlos y releerlos antes de hablar de ellos. Otra cosa son las charlas de café, amigo Fernando.


Miércoles, 19 de febrero
ORTEGA Y LA VIOLENCIA DE GÉNERO

Me gustan las afirmaciones provocadoras. “¿Qué tienen en común un proxeneta y Julián Marías?”, pregunté una vez en un congreso literario para escándalo de todos. Mi respuesta dejó a la audiencia aún más estupefacta: “Que ambos son orteguianos”.
            Sí. Detrás de un proxeneta, de un explotador de mujeres, de un maltratador de su pareja, de quien incurre en la violencia de género, no hay más que alguien que se toma la filosofía de Ortega demasiado al pie de la letra. En su “Esquema de Salomé”, incluido en El Espectador, afirma este que la esencia de la feminidad consiste en que solo “cuando entrega su persona a otra persona” su destino se realiza plenamente: “Todo lo demás que la mujer hace o que es tiene un carácter adjetivo y derivado. Frente a ese maravilloso fenómeno, la masculinidad opone su instinto radical, que la impulsa a apoderarse de otra persona. Existe, pues,  una armonía preestablecida entre hombre y mujer; para esta, vivir es entregarse; para aquel, vivir es apoderarse, y ambos sinos, precisamente por ser opuestos, vienen a perfecto acomodo”.


Jueves, 20 de febrero
UN MAL NEGOCIO

Como no entiendo nada de economía, me fascina todo lo que tiene que ver con la economía. Leo la noticia de la compra de WhatsApp por Facebook. Resulta que ha pagado nada menos que catorce mil millones de euros por una empresa que tiene poco más de cincuenta empleados y apenas produce beneficios, si es que los produce. Por mucho menos, por muchísimo menos, por pagar un sobreprecio infinitamente menor al comprar un banco en Florida, el juez Elpidio José Silva metió en la cárcel a Miguel Blesa. Suerte tiene Mark Zuckerberg de no ser español.
            Y es que hacer negocios tiene mucho que ver con los juegos de azar (claro que en España se prefiere apostar con dinero público, no con el propio). Se compran empresas no por su valor actual, sino por el que se cree que pueden tener en un futuro. O para evitar la competencia. Y a veces se hace el ridículo. Para evitar la competencia, a pesar de que ya tenían dos centros en Oviedo, unos grandes almacenes españoles se instalaron en el Calatrava. Y desde el primer día perdieron más dinero del que podrían haber perdido si allí se instalara una empresa rival.
            ¿Puede ser rentable una empresa que te cobra al año por miles de mensajes poco más de lo que cualquier empresa de telefonía te cobra por un solo mensaje? Eso es algo que yo no me puedo imaginar. Pero Mark Zuckerberg piensa de otra manera y por muy buena opinión que tenga de mí mismo debo reconocer que, de estos asuntos, sabe más él que yo. A pesar de todo, me atrevo a profetizar que no ha hecho un buen negocio.


Viernes, 21 de febrero
INTIMIDADES

“¡La intimidad ha muerto!” claman los profetas del Apocalipsis ante el avance de las redes sociales. Pero yo cierro los ojos cada noche y, para conciliar el sueño, dejo a un lado los problemas del día y me subo a una barca, en la noche estrellada, y me deslizo río abajo, como un personaje de Mark Twain o de Walt Whitman, hasta una isla en medio de la corriente. Allí enciendo una hoguera. Me suelo quedar dormido mientras contemplo el chisporroteo de las llamas. Esta es una de mis fantasías favoritas. Otras veces me pongo a pasear por la Venecia escondida de los campi solitarios, los soportales oscuros, los estrechos canales a los que se asoma una terraza llena de flores. Siempre hay una voz que canta tras una ventana y yo me adentro en el portalón gótico…
            No, la intimidad sigue vivita y coleando. De lo que pasa dentro de mi cabeza nadie sabe nada más que lo que yo quiero contar. Mis fantasías son mías, con Facebook o sin Facebook, y a nadie le muestro de ellas más que lo que quiero. Y con frecuencia las fantasías que cuento nada tienen que ver con mis verdaderas fantasías, no siempre tan poéticamente presentables como la barca, el río, la isla y Venecia.


Sábado, 22 de febrero
UNA CITA DE ORTEGA

“Yo no soy un libro hecho con reflexión: / soy un hombre, solo un hombre, con su contradicción”.

lunes, 17 de febrero de 2014

A buen entendedor: Pequeños placeres sin importancia


Sábado, 8 de febrero
SER COMO TODO EL MUNDO

En uno de los intermedios de Rusalka, la ópera de Dvorák que retransmiten esta tarde desde Nueva York, le cuento a mi amiga Catarina que estoy un poco preocupado por algo que me ha ocurrido al cruzar el parque mientras me dirigía al centro comercial. Pone cara de susto y me pide que se lo cuente. Al principio no entiende nada y luego, cuando se lo repito, comienza a reírse a carcajadas.
            “Vamos a ver, Martín, resulta que tú venías distraído caminando hacia el cine y de pronto una pelota llega rodando hasta tus pies. Los niños que jugaban con ella te piden que se la devuelvas y es lo que haces de una patada. ¿He entendido bien? Y ellos siguen jugando y tú sigues camino de la ópera. No entiendo qué problema ves en eso”.
            Naturalmente no lo entiende, y ya me arrepiento de habérselo contado. ¿Cómo va entender que yo jamás he jugado al fútbol? Menos por desinterés que por cabezonería y por ganas de llevar la contraria. Y que cuando otros jugaban y por azar llegaba la pelota a mis pies me hacía el distraído, miraba para otro lado y seguía mi camino sin atender a las voces de los que me pedían que se la devolviera.
            Cambio de conversación y hablamos de la ópera de Dvorák, un maravilloso cuento de hadas. No conocía la historia y lo que más me sorprendió es que, a poco de comenzar, el personaje principal, que interpreta Renée Fleming, se queda mudo. ¡Una protagonista muda! ¿A qué libretista se le puede haber ocurrido una cosa así? Afortunadamente, recupera la voz.
            Pienso que no debí contar nada. Una trivialidad, sí, darle una patada a un balón. ¿Habrá algo más frecuente? Pero no lo es tanto hacerlo por primera vez pasados los sesenta. El hecho me deja preocupado. ¿Me estaré convirtiendo en una persona normal?
            “Martín, Martín, a veces tengo la impresión de que eres un marciano de incógnito”. “Eso también pensaba yo”, le respondo, “pero me temo que estaba equivocado. Comienzo a sospechar que soy tan vulgar, anodino e insignificante como cualquiera”.
            Y lo que más me sorprende es que no es tan terrible. También tiene su gracia ser como todo el mundo.


Domingo, 9 de febrero
DISCREPAR

De pocos temas se dicen tantas tonterías como de Internet y las redes sociales. A mí me gusta irlas coleccionando y repasarlas cuando me entran dudas sobre mi capacidad intelectual (cosa que no ocurre a menudo, para qué nos vamos a engañar).
            Hoy leo la entrevista que, en El Cultural, le hace Daniel Arjona a Frank Schirrmacher, un ensayista alemán doctor en filosofía y literatura, autor de libros de éxito. El último se titula Ego, las trampas del juego capitalista y es, al parecer, un demoledor análisis de la sociedad contemporánea. Cuenta y no acaba las maldades de Google y Facebook y, para terminar de meternos miedo, añade lo siguiente:  “Cuando Amazon desarrolla un programa que hace paquetes y les pone la etiqueta de su domicilio antes de que usted mismo sepa siquiera que va a comprar el libro, puede que le parezca inofensivo e incluso fascinante. Pero ¿qué ocurre si su jefe de personal ya calcula su finiquito para el año 2020?”.
            Pues no, señor Schirrmacher, doctor en filosofía y en literatura, a mí no me parece ni inofensivo ni fascinante; a mí me parece simplemente estúpido que un doctor en esto y en aquello pueda pensar que existe un programa (o incluso que pueda llegar a existir) que antes de que yo sepa siquiera que voy a comprar un libro retire ese libro de las estanterías de Amazon, lo empaquete y le ponga mi dirección. ¿Cómo me va asustar a mí Internet si ni siquiera me asusta que una presunto experto que vende muchos libros pueda afirmar en serio tal cosa, como otros afirman no menos seriamente que las pirámides las levantaron los extraterrestres?
            No, no me asusta, todo lo contrario, me hace sentirme más inteligente que tantos sabios pontificadores sobre esto y aquello. También a mí me gusta pontificar sobre lo que ignoro, como a todo el mundo, pero no creo que nunca pueda hacer afirmaciones semejantes. Soy alérgico al pensamiento mágico, mi maestro es Sherlock Holmes.


Lunes, 10 de febrero
SER UN POCO SECTARIO

En estos casos, siempre recuerdo una viñeta de Mingote publicada hace años en el ABC. “¿Qué le parece la nueva fuente que ha colocado el alcalde?”, le pregunta un personaje del pueblo a otro de fuera. Y la respuesta: “Espere usted a que me entere de a qué partido político pertenece el alcalde”.
            Por razones burocráticas, he de visitar la consejería de cultura del Principado. Se encuentra encaramada a la altura de un decimoquinto piso, pero sin ningún piso debajo y sin ninguna razón, salvo el capricho del arquitecto. Quizá lo hiciera para tener buenas vistas, pero desde el despacho del alto cargo al que visito solo veo feas fachadas y a la señora del piso de enfrente tendiendo la colada en la terraza.
            En alguna parte tiene que haber escaleras, pero yo no las veo. La secretaria del alto cargo, a la que le pregunto (me asusta que se declare un incendio y no se pueda utilizar el ascensor), no sabe dónde están.
            “Sé que las hay, pero yo no las he visto nunca”.
            “¿No han realizado nunca ningún simulacro de emergencia?”
            “Yo no he participado en ninguno”.
            Me empiezan a entrar deseos de escapar pronto de aquella previsible ratonera. “Si yo fuera inspector de trabajo, cerraba de inmediato estas oficinas”, le digo al alto cargo en cuanto le veo, con mi falta de diplomacia habitual. Él si sabe donde están las escaleras, a ambos lados, en el interior de las diagonales que sostienen en alto el bloque de oficinas. “Si tienes vértigo, mejor que no las veas”. Pero a mí me gustaría observarlas algún día y seguir vivo para contarlo.
            El edificio, por supuesto, lo ideó Calatrava, ¿A quién si no se le podía ocurrir semejante disparate? Pero lo que a mí me fascina es que hubiera responsables políticos que lo dieran de paso. Galdós, en los tiempos de la primera restauración borbónica, habló de la “locura crematística”. En la segunda restauración, parece que hubo algo más que locura crematística, un despilfarrador entontecimiento colectivo.
            Salgo a la calle con una sensación de alivio. Pienso en los pobres funcionarios que tienen que pasar horas y horas encaramados allá arriba. Y pienso también en la viñeta de Mingote. Porque este costoso y peligroso disparate lo promovieron los de un partido (todavía recuerdo al alcalde de entonces, un alcalde-Calatrava, alardeando el día de la inauguración), pero lo apuntalaron los de otro, el que yo voto. Criticar sería como tirar piedras contra mi propio tejado. Por eso callo. De vez en cuando tampoco está mal ser un poco sectario.


Martes, 11 de febrero
CAFÉ CON VERSOS

Ninguno de los libros que han llegado hoy a la redacción de Clarín me resulta particularmente atractivo, así que, mientras tomo un café en los Porches, me entretengo recreando, o inventando, epigramas.
            Epitafio de un perro: “Delaté a los ladrones, pero no al amante. / Complací así a mi amo, tan avaro, / y a mi dueña de dulce corazón. / Con igual amor los dos ahora me lloran. / Aprende, caminante, que el silencio / tan útil es como callar a tiempo”.
            Eruditos a la violeta: “Doctos tan solo en el lugar común, / ¿a qué perder el tiempo con vosotros? / Jamás dijisteis cosa alguna / que no dijeran antes otros, y mejor”.
            Fugaz eternidad: “Cuando tu boca está bajo mi boca / y mis ojos están sobre de los tuyos / con envidia me miran desde el cielo / Dios y su corte de bienaventurados, / aunque su dicha dure una eternidad / y la mía tan solo unos pocos instantes”.


Miércoles, 12 de febrero
HACER LA COMPRA

Después de leer, tomar un café y charlar un rato, si se presenta algún amigo, todas las tardes entro en algún supermercado. Es parte de mi rutina. Me relaja. Los encuentro al paso, al regresar a mi casa desde el centro. Una tarde toca Mercadona, otra Alimerka, otra El Árbol, otra Masymas, otra el Día. Los sábados son para Carrefour, en Los Prados. Aunque siempre con libros y aparentemente en las nubes, he acabado convirtiéndome en un experto en ese cotidiano prosaísmo. Sé dónde tienen la mejor fruta y qué productos están a mejor precio en cada uno de ellos. También sé dónde todavía te regalan la bolsa y dónde las cajeras (o los cajeros) son más amables. En unos sitios te entregan la bolsa ya abierta, en otros te colocan en ella los productos y hay uno en que te la arrojan de cualquier manera y te miran displicentes mientras tú te esfuerzas en abrir el prensado plástico.
            Por supuesto, solo y parco como un eremita, no necesitaría comprar todos los días, así que procuro comprar poco de cada vez, para tener motivo para el juego diario. Compro siempre lo mismo y de la misma marca, salvo un producto que ha de ser distinto cada vez (conviene poner un poco de aventura en el día a día).


Viernes, 14 de febrero
FINGIR, FINGIR

El poeta es un fingidor, ya se sabe, y a mí lo que más me gusta fingir es que estoy enamorado: “Amor me vuelve un nuevo Prometeo / al que el buitre devora sin descanso, / un insecto que muere fascinado / por la luz que le llama y que le abrasa. / Soy el más desdichado de los hombres, / y el más feliz solo con que me mires”.


Sábado, 15 de febrero
NO ESTAR ENAMORADO

A las personas que viven solas les suele deprimir un día como el de ayer en el que todo nos recuerda lo bonito que es estar enamorado. Pero a otro perro con ese hueso. Si he de hablar por mi propia experiencia, los únicos amores que no acaban mal son los que no empiezan. El amor es un préstamo con intereses usurarios. Pronto hay que devolverlo, si no con sangre, sudor y lágrimas (que a veces también), sí con prolongadas sesiones de tortura en las que no se utilizan más que las palabras o, lo que es peor, los silencios. Yo, a fuerza de tropezones, creo que he aprendido a no caer en esa trampa. Pero no por eso dejo de estar alerta. Los que se han librado de una adicción saben que la recaída siempre es posible, que no hay que darle ni un sorbo a la copa –a la boca– que la vida nos brinda sonriente.
            Paso el día feliz pero luego, por la noche, me cuesta dormirme. ¿Realmente he estado enamorado tantas veces como he creído estar enamorado?
            “Tú no trabajas, juegas a que trabajas” me dijo una vez un amigo. Quizá también solo he jugado a estar enamorado para tener algo sobre lo que escribir.
            A veces pienso que la única persona de la que de verdad he estado enamorado ha sido de mí mismo. Lo demás fue solo un juego, un deporte de riesgo, la ruleta rusa.
            La última bala me pasó muy cerca. No quisiera volver a repetir.


lunes, 10 de febrero de 2014

A buen entendedor: Leña al fuego


Sábado, 1 de febrero
TAMPOCO HAY QUE EXAGERAR

Soy la persona más falsa del mundo (bueno, una de las más falsas, tampoco hay que exagerar). Siempre ando por ahí presumiendo de defectos que no tengo (para ocultar mejor los que sí tengo, por supuesto).

Domingo, 2 de febrero
CUALQUIER TIEMPO PASADO

Siempre alegra escuchar en boca de otro las obviedades que uno se pasa la vida repitiendo. “Se escucha mucho entre el profesorado eso de que cada año llegan peor los alumnos. ¿Está usted de acuerdo con que su formación es cada vez más deficiente?”, le pregunta Andrés Montes al historiador José Álvarez Junco, recién jubilado.
            Y este responde haciendo uso de algo tan insólito como es el sentido común: “Ese es un discurso propio de viejos. Desde que tenemos relatos humanos, todos los mayores se ha quejado de que la juventud no tiene valores, no sabe expresarse, no tiene inquietudes. Los que ahora son jóvenes probablemente reproducirán llegado el momento ese mismo discurso que ahora sufren, del que no me fío nada”. Y luego añade: “En la Universidad española ha ocurrido una cosa clarísima, indiscutible, en los últimos cincuenta años: ha pasado de tener cincuenta mil estudiantes, los que había cuando yo accedí a ella, a tener un millón y medio. Para saber si ha disminuido el nivel habría que comparar aquel grupito selecto de los cincuenta mil con los cincuenta mil mejores de ahora, que, desde luego, son mucho mejores que los de entonces”.
            Pero seguiremos escuchando el tópico (del que ya se burlaba Manrique) de que cada vez estamos peor. Y es que, cuando nos hacemos viejos, siempre sale perdiendo en la comparación el confuso presente con el idealizado tiempo de nuestra juventud.


Lunes, 3 de febrero
CERCAS Y OTRAS TRAPACERÍAS

Hay temas en los que prefiero no entrar, nunca me ha gustado añadir más leña al fuego. Pero leo a Javier Cercas y no puedo no dejar constancia de mi asombro ante cómo nublan el entendimiento los enraizados prejuicios del nacionalismo propio, invisible para los que han decidido demonizar presuntamente todo nacionalismo. Cercas, él cree que muy razonadamente, arremete así contra buena parte de los catalanes:
“En vez de pedir la secesión con claridad y limpieza como hacen en Quebec, los nacionalistas han decidido que la única forma de llegar a ella consiste en engañar con trapacerías como el derecho a decidir y, agitando la bandera de la democracia, en intentar saltarse la ley, que es la principal garantía de la democracia, en vez de intentar cambiarla”.
            O sea que los independentistas no piden la secesión “con claridad y limpieza”.  No sé lo que entenderá Cercas por limpieza, pero Oriol Junqueras, y miles y miles de manifestantes, no la pueden pedir más alto ni más claro. Otra cosa es que la pida también la mayoría de los catalanes. Pero para saber si la piden o no la única manera posible es preguntárselo. Resulta, sin embargo, que preguntárselo es una “trapacería”. La verdad es que mi respeto por Javier Cercas como persona y como espléndido narrador, sigue intacto; pero mi aprecio por su capacidad para el razonamiento lógico ha decrecido bastante.
            Pedir permiso para hacer una consulta a los catalanes no es saltarse la ley, sino todo lo contrario, respetarla escrupulosamente. Lo que no cabe en ninguna cabeza es que los catalanes no puedan opinar sobre si desean formar un estado propio o seguir formando parte del Estado español. Cuando, además, lo cierto es que sí pueden (legalmente) crear partidos políticos que propugnen la independencia y darles su voto. ¿Y no se les puede consultar sobre ese punto? Pues de una manera o de otra va a haber consulta. Directa, mediante un referéndum no vinculante (que sería legal en cuanto lo autorizara el gobierno) o indirecta, sumando el voto de los partidos que en las próximas elecciones llevan ese punto en su programa.
            Todavía no está claro, amigo Cercas, que la mayoría de los catalanes quiera la independencia (como los españoles más pusilánimes dais por sentado), ni tampoco que, en caso de que la quisieran, el resto de los españoles se opusiera a ella impidiendo con su voto los cambios legislativos necesarios. Ser español, admirado Cercas, es un honor, no un castigo; la primera condición para ser español es querer serlo. Y somos mayoría los españoles que queremos serlo sin necesidad de que la Constitución nos obligue a ello; y con una pedagogía adecuada –que nada tiene que ver con el adoctrinamiento nacionalista de uno u otro signo– serán también mayoría los españoles que no quieran obligar a nadie a ser español contra su deseo.
            Pero este es un tema en el que resulta difícil razonar sin ofender los sentimientos de otras personas. Y conste que yo no tengo especial relación con Cataluña (de hecho, mi mejor amiga catalana es muy vehementemente contraria a la independencia); yo lo único que defiendo es la racionalidad y el derecho de los ciudadanos a expresar su opinión sobre los asuntos que les conciernen. Pero ya se sabe que, como dijo Ernst Jünger, “es más fácil liberarse de la cárcel de un tirano que de las cadenas de una idea”.


Martes, 4 de febrero
UNA HISTORIA DE AMOR

“Diarios, epistolarios: la quinta rueda del carro, y quizá la única que sigue girando póstumamente”, anota Jünger en El autor y la escritura. Y yo no puedo estar más de acuerdo. Hace tiempo que me resulta bastante ajena la poesía de Aleixandre, pero no deja de fascinarme el personaje, aquel caballero que escondía –a la vista de todos– tantos secretos. Leo ahora su epistolario con un joven de veinte años, el poeta portugués Albano Martins, muy precisamente anotado y prologado por Blas Sánchez Dueñas, y descubro una tácita y sutil historia de amor en la que la realidad es solo un mínimo pretexto para la fantasía.


Miércoles, 5 de febrero
NO HE DE CALLAR

“Ten mucho cuidado con lo que dices”, me advierte un amigo. “No vaya a ser que te pase lo que a los Morancos”.
            “Pues no tengo ni idea de lo que les ha pasado a esos señores, que no se encuentran precisamente entre mis humoristas favoritos”.
            Me lo explica mi amigo y luego, al llegar a casa, veo que hablan de ellos en mi programa de televisión favorito, El Intermedio. Resulta que los cómicos actúan en Barcelona y, con ese motivo, les entrevistaron en no sé qué emisora. Sale en la conversación la situación catalana y ellos, informalmente, opinan lo que cualquier persona con buen criterio y no mediatizada ideológicamente opinaría, algo así como que para saber lo que quieren los catalanes lo mejor es preguntárselo. Las descalificaciones, los insultos (aterra escuchar a Jiménez Losantos) no se hicieron esperar. Y uno de ellos se vio obligado a pedir disculpas por el otro, a hacer autocrítica, como Padilla en la Cuba de Castro: “Mi hermano es demócrata y por eso dijo lo que dijo, pero no ha leído la Constitución y por eso no sabía que prohíbe preguntar a los catalanes”.
            Yo, al escucharle, sentí vergüenza de compartir nacionalidad con los que le obligan a humillarse de esa manera. No, amigo, la Constitución no prohíbe hacer preguntas a los catalanes ni tampoco procesar al ciudadano Juan Carlos de Borbón si, en su vida privada, incurre en algún delito, aunque esto último lo afirmen –contra toda evidencia– incluso los catedráticos de derecho constitucional. La inviolabilidad del rey solo se refiere a sus actividades como Jefe del Estado, a aquellas que son refrendadas por el presidente del gobierno o por algún ministro. De sus actividades privadas la Constitución no dice nada y, por tanto, están sujetas al código penal y a un tribunal ordinario como las de la infanta Cristina o cualquier otro ciudadano.
            “¿Y no tienes miedo –me pregunta mi amigo– de que al decir esas cosas te pase lo que a los Morancos y te veas amenazado en los medios, boicoteado y obligado a retractarte públicamente?”
            “Pues claro que tengo miedo”, le respondo. “Pero me perdería el respeto a mí mismo y no podría dormir tranquilo si en asuntos que afectan a los derechos de los ciudadanos me callara por cobardía.  Tampoco puedo callar antes los sofismas, y con mayor motivo si quien incurre en ellos, no es el buen señor de la calle que opina en un café, sino personas tan admirables (y tan admiradas por mi, aunque últimamente me lo estoy pensando) como Javier Cercas o Fernando Savater”.

Jueves, 6 de febrero
INTELIGENCIA MILITAR

“A veces leo libros solo con el fin de tener más motivos para despreciar a sus autores”.
            Este aforismo podría ser de Oscar Wilde o podría ser mío, pero es –quién lo iba a decir– de Sabino Fernández Campos.


Viernes, 7 de febrero
PREFIERO CALLAR

“Me sorprende, Martín, no encontrar en tu diario ninguna referencia a los trapos sucios sobre el Niemeyer que están sacando a la luz estos días en la comisión de investigación. Está visto que también sabes callar cuando te conviene”.
            “Cuando me conviene, no; cuando conviene. A mí el Niemeyer me parece una hermosa idea, y hermosamente realizada en un tiempo récord. Quizá lo más duradero de la labor de Areces, lo que quedará para la historia. Eso lo saben de sobra sus detractores y llevan años tratando de impedirlo. Pero no parece que lo vayan a conseguir. Lo que no fue capaz de conseguir el tándem Álvarez Cascos-Crabiffosse no lo va a conseguir ninguna presunta comisión de investigación por mucho empeño que ponga en ello.
            “¡Menudo demócrata que estás tu hecho! Así que descalificas una comisión de investigación que representa la voluntad popular…”
            “A mí me parece que las comisiones de investigación con conclusiones predeterminadas por la aritmética parlamentaria se descalifican ellas solas. Conozco maneras más provechosas de perder el tiempo”.
            “O sea que tú crees que la gestión del Niemeyer ha sido perfecta, que no se han cometido delitos”.
            “Todo lo contrario, creo que hay indicios de irregularidades administrativas e incluso de presuntos delitos. Ante eso lo que hay que hacer es presentar la denuncia en el juzgado correspondiente y esperar a que la justicia decida, algo que ya ha hecho esta administración, no la anterior, que parecía preferir los periódicos a los juzgados y denunciar la mala calidad de las fotografías de Jessica Lange, de las esculturas de no sé quién o incluso del Shakespeare de Kevin Spacey que detectar, como era su obligación, posibles irregularidades en la gestión administrativa. Pero del Niemeyer, ya te dije, ahora prefiero callar, no echar más leña al fuego. Lo mejor es esperar a que escampe, dejar que pase la tormenta (minúscula, por cierto, en relación con los escándalos del Guggenheim bilbaíno). Llegará el día en que todos los asturianos (incluidos los políticos) estén orgullosos de él. Tiempo al tiempo.





lunes, 3 de febrero de 2014

A buen entendedor: Por quién doblan las campanas


Sábado, 25 de enero
AUTORRETRATO EN LOS PRADOS

Soy de esas personas que necesitan caer mal para sentirse bien.
            La bondad nos vuelve invisibles.
            Al hombre lo creó Dios, pero a Dios lo inventó el diablo.
            Tener razón es el deporte que más me gusta.
            Podría vivir sin leer, podría vivir sin escribir, podría vivir sin amar, pero no podría vivir sin vivir.
            No me importaría ser feliz si ser feliz no fuera tan aburrido.
            La soledad no está al alcance de cualquiera.
            Nunca he estado enamorado, pero con los años he aprendido a fingirlo a la perfección.
            Juego a menudo a no decir la verdad, pero mentir, lo que se dice mentir, no miento nunca.
            Ningún llanto tan conmovedor como el que no es sincero.
            Las religiones son la mejor explicación de lo que no tiene explicación.
            Qué aburridos los días sin nadie a quien odiar.
            Hay también el odio platónico, el odio puro, que se recrea en sí mismo y no pretende causar ningún daño en la persona odiada.
            La bondad, si no se acierta a disimular, siempre resulta un poco zarrapastrosa.
            De noche todos los gatos son diablos.
            Vivir es un malentendido.
            Para estar de verdad solo se necesita más de una persona.
            Dicen que nadie sabe lo que le espera después de muerto, pero en realidad nadie lo ignora.
            Los misterios cuando se resuelven dejan de ser misterios, y de tener gracia.
            El éxito siempre resulta excesivo para los demás e insuficiente para uno mismo.
            Ser o no ser se convierten en sinónimos en cuanto pasa un poco de tiempo.
            Nos quiere quien nos quiere y no quien nosotros quisiéramos que nos quisiera.
            La vida, como un traje mal cortado, siempre resulta demasiado corta o demasiado larga.
            No me importa lo largo que sea un viaje siempre que punto de llegada coincida con el de partida.
            Nada existe, nada existe de verdad, salvo la nada.
            Me gusta jugar con los dobles sentidos para intentar ocultar que nada tiene sentido.


Lunes, 27 de enero
LOS VIEJOS SOBRAMOS

Cuando cumplió setenta años, a Lord Kelvin, sus amigos le hicieron un curioso regalo. Reunidos con él en Glasgow, redactaron un telegrama de felicitación y lo enviaron a Terranova; de Terranova fue reenviado a Nueva York; de allí, a Chicago; de Chicago, a San Francisco; de San Francisco, a Los Ángeles; de Los Ángeles a Nueva Orleans; de Nueva Orleans, a Washington, y de Washington volvió otra vez a Glasgow, donde llegó a manos del maestro siete minutos después de haber sido emitido. Corría el año 1896 y William Thomson, a quien se acababa de conceder el título de Lord Kelvin, era el creador de la telegrafía trasatlántica. Le preguntaron al sabio por sus nuevas teorías; eran tan nuevas que a sus discípulos les costaba seguirlas. No tenían tantos años como él, pero eran mucho menos jóvenes.
            Cuenta esta historia Xenius en su Flos Sophorum, un libro que yo leí deslumbrado en mi adolescencia y que ahora vuelvo a leer para consolarme de la queja de las autoridades académicas por lo envejecido que está el profesorado de la Universidad de Oviedo; no se quejan de que seamos malos profesores, sino de que seamos viejos, y eso al parecer pone en riesgo la calidad de la docencia. ¿Debería haber hecho como tantos colegas y, a los sesenta, irme para casa y seguir cobrando el sueldo íntegro sin hacer nada? Subo a mi despacho del Milán teniendo buen cuidado de no tropezar en la escalera a oscuras (porque ahora, para ahorrar, las luces se encienden tarde, mal y nunca), con mala conciencia por superar, nada menos que en diez años, la media de edad del profesorado.
            Sigo leyendo a Eugenio d’Ors: “¡Bienaventurado, no me cansaré de repetirlo, quien ha conocido maestro! Porque ese sabrá pensar según cultura e inteligencia. Habrá gozado, entre otras cosas, del espectáculo, tan ejemplar y fecundador, que es el de la ciencia que se hace, en lugar de la ciencia hecha, que los libros nos suelen dar”.


Miércoles, 29 de enero
UN POCO DE AUTOCRÍTICA

¡Cuántas tonterías acabamos escribiendo los que nos dedicamos a escribir todos los días! Hoy le toca el turno a Juan Cruz, experto en ambas cosas. Para elogiar a José Emilio Pacheco, en la necrológica que publica El País, no se le ocurre otra cosa que comenzar denigrando a otros escritores: Azorín, Unamuno, Oscar Wilde. De Azorín dice que no era más que “un señor cursi que llevaba paraguas rosa cuando iba al cine”.
            El famoso paraguas rojo de la juventud anarquista y escandalosa de Azorín, cuando todavía no era Azorín, se metamorfosea en un paraguas rosa utilizado por el anciano que acostumbraba a pasar las tardes de la negra posguerra en una sala de cine.
            Ese paraguas rojo aparece en el prólogo a Las confesiones de un pequeño filósofo: “Lector: yo soy un pequeño filósofo; yo tengo una cajita de plata llena de fino y oloroso polvo de tabaco, un sombrero grande de copa y un paraguas de seda roja con recia armadura de ballena”. Y también vuelve a aparecer en el epílogo: “Yo, pequeño filósofo, he cogido mi paraguas de seda roja y he montado en el carro para hacer, tras largos años de ausencia, el mismo viaje a Yecla que tantas veces hice en mi infancia. Y porto también como viático una tortilla y unas chuletas fritas”.
            José Emilio Pacheco, al contrario que Azorín, Unamuno y Oscar Wilde era un hombre bueno que nunca habló mal de nadie, en opinión de Juan Cruz. No era como esos escritores, sino como Claudio Rodríguez, José Hierro, Ángel González, Francisco Brines o como ese otro sabio de una manera de ser, Caballero Bonald, quien, por supuesto, tampoco habla mal de nadie, ni siquiera en sus indiscretas memorias.
            Si hacemos caso de las necrológicas, solo se muere la buena gente. Es un consuelo saberlo. Si eso es cierto, yo seré inmortal.

Jueves, 30 de enero
MALA CONCIENCIA

Termino el día escuchando Don Giovanni en el Campoamor. El enredo familiar, la música conocida, me ayuda a pensar en otra cosa, a hacer recuento de mi vida. Mientras desayunaba, me llamó mi amigo José Luna Borge desde Sevilla: “Ha muerto Fernando Ortiz”. Luego, a la salida de la primera clase, en una entrada de Facebook me entero de la muerte de Félix Grande. Busco la noticia en Google y solo encuentro referencias a un Félix Grande de Salamanca que ha muerto a los ochenta y cuatro años. Pienso que quizá solo sea un rumor de esos que con tanta rapidez se propagan en las redes sociales. Pero no, la segunda noticia es tan cierta como la primera.


            A Félix Grande le conocí incluso antes que a Fernando Ortiz. Fue en 1971, en Burgos, a donde acudí para recibir mi primer (y único) premio literario, el que me dieron por el libro Marineros perdidos en los puertos. Él dio una conferencia sobre la nueva poesía española. Una conferencia muy brillante, como todas sus intervenciones públicas. Nos vimos luego con cierta frecuencia y él correspondió con generosidad a mi admiración de entonces. Una admiración que, como ocurre a menudo, no tardó en comenzar a decrecer. Incluso llegamos a tener un educado enfrentamiento público en las páginas de la revista El Ciervo. Me siguió mandando sus publicaciones, pero a mí me resultaba cada vez más indigesto su estilo enfático y retóricamente desgarrado. Lo último que me envió fue Libro de familia. Me habría gustado que me gustara, pero en enseguida me echó para atrás su desmesura y visceralidad. En un poema, “El madrigal del odio muerto”, hace una especie de ajuste de cuentas con la madre, a la que al parecer odió en vida y a la que perdona ya muerta: “Acomódate en tu mecedora de tierra. / Aparta de las cuencas de tus ojos / los gusanitos, los escarabajos, / la mansa podre de la eternidad / y mírame despacio, con amor: lo necesito / ya soy viejo / y no quiero morirme sin explicarte cuánto te he querido / chapoteando en aquel charco de odio”. El poema continúa, en prosa y verso, durante páginas y más páginas, impúdicamente desgarrador. Lleva, al final del volumen, una nota. Comienza así: “Hacia las nueve de la noche del día 12 de marzo del año 2000, el señor José María Aznar, ayudado sin duda por su cara de mala hostia, ¡Váyase, señor González! (los antropólogos no ignoran que, al homo sapiens le fascinan las triquiñuelas correosas, las certidumbres fulminantes y la cara de mando de los líderes… mucho más que los razonamientos democráticos de un programa político), le ganó las elecciones legislativas al Partido Socialista Obrero Español”. Me pareció demasiada indigesta esa mezcla y no seguí leyendo. En lugar de la reseña que pensaba hacer (donde tendría que decir la verdad), le escribí una larga carta elogiosa; me respondió muy agradecido. No me arrepiento de esa mentira. Hoy, después de la noticia, he leído Libro de familia con la mejor voluntad, como un homenaje al amigo muerto, y se han confirmado con creces mis expectativas. Afortunadamente, Félix Grande cuenta con el suficiente número de devotos seguidores como para no necesitar mi admiración. Pero estos pensamientos, que no le digo a nadie, me hacen sentirme mal, un desagradecido y una mala persona en un mundo, el literario, tan lleno de santos y beatos, si hemos de hacer caso a las necrológicas.


            A Fernando Ortiz también le conocí muy pronto, en los tiempos de Jugar con fuego, y fui uno de los valedores de su poesía, tan ligada a la mejor tradición de la poesía elegíaca. Participamos juntos en muchos combates literarios, contribuimos a arrumbar la entonces omnipresente estética novísima. Pero, como me ocurre siempre, mi admiración por la poesía de Fernando Ortiz comenzó pronto a decrecer. Sus libros últimos me parecieron amanerados, repetitivos o simplemente blandengues. Me imagino que no se lo diría tan claro, pero a mí lo que pienso se me nota en la cara. He aprendido a mentir, pero sigo siendo (al menos en lo que a cuestiones literarias se refiere) incapaz de engañar.


            A Fernando Ortiz me lo volví a encontrar, hace muy poco tiempo, en Sevilla, con motivo de un homenaje a Luis Cernuda. Nos volvimos a saludar, estuvo muy cordial conmigo, olvidadas al parecer las viejas rencillas. Solo al parecer. Cuando regresó a casa escribió, y publicó en su blog, un romancillo contra mí y contra Abelardo Linares, su gran amigo de los primeros tiempos, al que había llegado a detestar casi tanto como a mí (pero en el caso de Abelardo, al contrario que en el mío, sin motivo alguno).
            Cierro los ojos. Trato de no pensar en nada. Pero ni siquiera la música de Mozart me reconcilia conmigo mismo en este día. Félix Grande, Fernando Ortiz fueron un tiempo generosos amigos; su obra me fue interesando cada vez menos. Y ahora siento ese desapego como una traición irremediable. Pero el verbo admirar, como el verbo amar, no admite el imperativo.
            Un día triste este en el que hago recuento de mi vida, que ya avanza hacia su epílogo, y no encuentro demasiados motivos para sentirme orgulloso de mí mismo.