sábado, 9 de agosto de 2014

Felipe Prieto en Louhossoa


Hay ciertas cosas que uno no sabe qué sería peor, si que ocurrieran en la realidad o solo dentro de la propia cabeza. Todo comenzó de manera no demasiado preocupante, aunque ya un tanto inquietante. Sonaba el teléfono brevemente, a media noche, como si alguien hiciera una llamada perdida, pero el móvil no indicaba que hubiera llamado nadie. Y nunca era una vez sola, sino dos, con un breve intervalo, y a veces tres. Luego llegaron las cartas, triviales, no anónimos amenazantes, como si se dirigieran a otra persona, pero en el sobre constaban claramente mi nombre y mis dos apellidos. Luego ocurrió lo que ocurrió y todo dejó de tener importancia.
            ----¿Y de qué hablaban esas cartas?, me preguntó Ángel.
            ----De cosas cotidianas. De la salud de Antonia, por ejemplo (yo no conozco a ninguna Antonia), de los estudios de los chicos, de que había llovido mucho últimamente.
            ----Pero cuéntanos, cuéntanos lo que ocurrió, aunque ya puedo imaginármelo, conociéndote. Una noche, al despertarte, encontraste a una desconocida, o a un desconocido que eso no suele quedar muy claro, en tu cama.
            ----Un desconocido en este caso, y no en mi cama, sino en la cocina. “Te he preparado café, dijo, tengo un poco de prisa, hablamos luego”, dijo.
            ----Y se despidió con un beso, se burló Almuzara.
            ----Dijo adiós con un gesto de la mano. Yo no supe cómo reaccionar. Desayuné rápidamente y me fui a clase. Anduve entretenido toda la mañana con unas cosas y otras y no volví a pensar en el asunto hasta mediodía. Siempre como en casa, pero ese día prefería comer fuera. Cuando llegué, me encontré una nota sobre la mesa: “No he podido esperar más, tengo un poco de prisa, ya te llamaré”. Me dejó muy preocupado, dándole vueltas en la cabeza al asunto.
            ----¿Tienes alguna prueba de que esas cartas fueran reales, no imaginaciones tuyas?
            ----La verdad es que las rompí, como hago con las de la poetisa de Gijón.
            ----¿Y ningún vecino vio a esa visita extraña?
            ----Ninguno. Pero yo si lo volví a ver este martes, en Louhossoa, un pueblecito francés cercano a Bayona. Me detuve en la pequeña plaza, no sé bien por qué, ya que era un lugar que no previsto en mi itinerario y del que ni siquiera había oído hablar. A un lado había un frontón con el nombre del pueblo en vasco, Luhuso, y una fecha, 1937, y al otro una iglesia rodeada del cementerio. Di un paseo entre las tumbas, muy cuidadas; las que las cruces alternaban con las típicas estelas vascas. El cementerio, tras la iglesia, ascendía por una colina, lo sombreaban grandes árboles, y muy cerca, al otro lado del camino, pastaban apacibles unas cuantas vacas. No sé por qué pensé en unos versos de Martínez de la Rosa, que leí cuando niño, quizá en la enciclopedia Álvarez, y que desde entonces se me quedaron en la cabeza: "Dichoso aquel que no ha visto / más rio que el de su patria / y duerme ahora a la sombra / en donde antaño jugaba". Los que descansaban en aquel lugar debieron jugar en el frontón cercano, bautizarse y casarse en la iglesia que ahora parecía pastorearles, cuidar vacas como aquellas que pastaban allí mismo, bañarse en las aguas frescas del cercano Nive. Sentí envídia de una bucólica existencia que quizá solo existía en mi imaginación y que, en cualquier caso, pronto me habría resultado insoportable. Creí estar solo y por eso me asusté al darme la vuelta y verlo allí. Lo reconocí de inmediato. Era el desconocido que me había encontrado un día en la cocina. “Ha muerto Felipe Prieto”, me dijo. La noticia no me sorprendió, sentí casi alivio. Recordé las palabras de Ángel González: "No le temo a lo que hay después de la muerte, sino a lo que hay antes". Yo también solo le temo al sufrimiento sin sentido que tantas veces la precede. Debía sentirme triste, pero me sentí enfadado. "¿Y tú quién eres? No te conozco". "Me conoces demasiado bien". Y la verdad es que sí, que de pronto su cara me resultaba familiar, no sabría decir de qué. Unas horas después, ya en Biarritz, un amigo me llamó para darme la noticia que ya sabía por el desconocido. Recordé a Felipe leyendo sus versos en el monasterio de Valvanera, en la Rioja, o en la tertulia del Oriental recitándonos su “Soneto cojo”, que era una réplica al “Soneto manco” de Óscar Hahn. Y dejé de preocuparme por llamadas, cartas y desconocidos. Hoy estamos aquí, mañana en ninguna parte. Cualquier vida, en realidad, no es más una sucesión de inexplicables trivialidades que terminan en un enigma sin solución ninguna.



A UN AMIGO, EN SILENCIO

Nubes, sol, prado verde, caseríos
y las tumbas floridas que sestean
a la sombra gentil del campanario.
Cementerio rural donde estar muerto
no parece distinto de estar vivo,
donde “descanse en paz” no es frase hecha,
sino paz y descanso verdaderos.
Pensaba en Unamuno y en Machado,
al oír la noticia de tu muerte,
Felipe, buen Felipe, sabio amigo,
que gustabas del verso bien leído,
del cuero y la madera trabajados
con paciencia y amor, de las palabras
precisas, desarmadas, verdaderas,
y del silencio que lo dice todo.

           

3 comentarios:

  1. Tocar sin manos la noche.
    Que con su helada cuchilla
    el silencio te las corte.

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    1. ¿La ceniza otra vez carne
      de la cara o de las manos?
      No parece muy probable.

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