Hay ciertas cosas
que uno no sabe qué sería peor, si que ocurrieran en la realidad o solo dentro
de la propia cabeza. Todo comenzó de manera no demasiado preocupante, aunque ya
un tanto inquietante. Sonaba el teléfono brevemente, a media noche, como si
alguien hiciera una llamada perdida, pero el móvil no indicaba que hubiera
llamado nadie. Y nunca era una vez sola, sino dos, con un breve intervalo, y a
veces tres. Luego llegaron las cartas, triviales, no anónimos amenazantes, como
si se dirigieran a otra persona, pero en el sobre constaban claramente mi
nombre y mis dos apellidos. Luego ocurrió lo que ocurrió y todo dejó de tener
importancia.
----¿Y de qué hablaban esas cartas?,
me preguntó Ángel.
----De cosas cotidianas. De la salud
de Antonia, por ejemplo (yo no conozco a ninguna Antonia), de los estudios de
los chicos, de que había llovido mucho últimamente.
----Pero cuéntanos, cuéntanos lo que
ocurrió, aunque ya puedo imaginármelo, conociéndote. Una noche, al despertarte,
encontraste a una desconocida, o a un desconocido que eso no suele quedar muy
claro, en tu cama.
----Un desconocido en este caso, y
no en mi cama, sino en la cocina. “Te he preparado café, dijo, tengo un poco de
prisa, hablamos luego”, dijo.
----Y se despidió con un beso, se
burló Almuzara.
----Dijo adiós con un gesto de la
mano. Yo no supe cómo reaccionar. Desayuné rápidamente y me fui a clase. Anduve
entretenido toda la mañana con unas cosas y otras y no volví a pensar en el
asunto hasta mediodía. Siempre como en casa, pero ese día prefería comer fuera.
Cuando llegué, me encontré una nota sobre la mesa: “No he podido esperar más,
tengo un poco de prisa, ya te llamaré”. Me dejó muy preocupado, dándole vueltas
en la cabeza al asunto.
----¿Tienes alguna prueba de que
esas cartas fueran reales, no imaginaciones tuyas?
----La verdad es que las rompí, como
hago con las de la poetisa de Gijón.
----¿Y ningún vecino vio a esa
visita extraña?
----Ninguno. Pero yo si lo volví a
ver este martes, en Louhossoa, un pueblecito francés cercano a Bayona. Me
detuve en la pequeña plaza, no sé bien por qué, ya que era un lugar que no
previsto en mi itinerario y del que ni siquiera había oído hablar. A un lado
había un frontón con el nombre del pueblo en vasco, Luhuso, y una fecha, 1937,
y al otro una iglesia rodeada del cementerio. Di un paseo entre las tumbas, muy
cuidadas; las que las cruces alternaban con las típicas estelas vascas. El
cementerio, tras la iglesia, ascendía por una colina, lo sombreaban grandes
árboles, y muy cerca, al otro lado del camino, pastaban apacibles unas cuantas
vacas. No sé por qué pensé en unos versos de Martínez de la Rosa , que leí cuando niño,
quizá en la enciclopedia Álvarez, y que desde entonces se me quedaron en la
cabeza: "Dichoso aquel que no ha visto / más rio que el de su patria / y
duerme ahora a la sombra / en donde antaño jugaba". Los que descansaban en
aquel lugar debieron jugar en el frontón cercano, bautizarse y casarse en la iglesia
que ahora parecía pastorearles, cuidar vacas como aquellas que pastaban allí
mismo, bañarse en las aguas frescas del cercano Nive. Sentí envídia de una
bucólica existencia que quizá solo existía en mi imaginación y que, en cualquier
caso, pronto me habría resultado insoportable. Creí estar solo y por eso me
asusté al darme la vuelta y verlo allí. Lo reconocí de inmediato. Era el
desconocido que me había encontrado un día en la cocina. “Ha muerto Felipe
Prieto”, me dijo. La noticia no me sorprendió, sentí casi alivio. Recordé las
palabras de Ángel González: "No le temo a lo que hay después de la muerte,
sino a lo que hay antes". Yo también solo le temo al sufrimiento sin
sentido que tantas veces la precede. Debía sentirme triste, pero me sentí
enfadado. "¿Y tú quién eres? No te conozco". "Me conoces
demasiado bien". Y la verdad es que sí, que de pronto su cara me resultaba
familiar, no sabría decir de qué. Unas horas después, ya en Biarritz, un amigo
me llamó para darme la noticia que ya sabía por el desconocido. Recordé a
Felipe leyendo sus versos en el monasterio de Valvanera, en la Rioja , o en la tertulia del
Oriental recitándonos su “Soneto cojo”, que era una réplica al “Soneto manco”
de Óscar Hahn. Y dejé de preocuparme por llamadas, cartas y desconocidos. Hoy
estamos aquí, mañana en ninguna parte. Cualquier vida, en realidad, no es más
una sucesión de inexplicables trivialidades que terminan en un enigma sin
solución ninguna.
A UN AMIGO, EN SILENCIO
Nubes, sol, prado verde, caseríos
y las tumbas floridas que sestean
a la sombra gentil del campanario.
Cementerio rural donde estar muerto
no parece distinto de estar vivo,
donde “descanse en paz” no es frase hecha,
sino paz y descanso verdaderos.
Pensaba en Unamuno y en Machado,
al oír la noticia de tu muerte,
Felipe, buen Felipe, sabio amigo,
que gustabas del verso bien leído,
del cuero y la madera trabajados
con paciencia y amor, de las palabras
precisas, desarmadas, verdaderas,
y del silencio que lo dice todo.
Tocar sin manos la noche.
ResponderEliminarQue con su helada cuchilla
el silencio te las corte.
Esperemos que no.
EliminarJLGM
¿La ceniza otra vez carne
Eliminarde la cara o de las manos?
No parece muy probable.