domingo, 26 de julio de 2015

Espacio y tiempo: Ladrón de vidas


Recordé bien sus precisas indicaciones: “Tome un taxi en Genève. Díga que le lleve hasta Meyren-Saint Denis, Grozet. En realidad, no es necesario llegar a Grozet. A la izquierda antes de llegar se abre el camino a La Pièce. Mi casa está pegada a otra con conejos y un perro. Se reconoce por una especie de gallinero delante de mi ventana para proteger a mis gatos. Enfrente hay un tilo. Aquí la única distracción es un camino para pasear y los senderos de montaña”. Y charlar con ella, claro.
            La primera vez que José Ángel Valente llegó hasta La Pièce comenzaron a hablar a media tarde, anocheció, llegó la madrugada y seguían hablando. Para ambos fue una revelación, un encantamiento. El Ángel del Señor se había aparecido a María.
            Para saber de mi vida, siempre me ha interesado curiosear otras vidas. En Ginebra, alojado en un hotel cercano a la estación de Cornavin, me entretengo en seguir los pasos de un escritor admirado y detestado, como quien sigue las huellas de una vida que pudo haber sido la suya.
            Era muy consciente de su grandeza. Por eso procuró guardar hasta el más mínimo papelito que tuviera que ver con él, incluso sacaba copia de las cartas que enviaba, no fuera a ser que los destinatarios las perdieran. Todo ese material, donado a una universidad española, cuidadosamente custodiado por Claudio Rodríguez Fer, me permite a mí ahora seguir sus pasos en el espacio y en el tiempo.
            Borges, que también vivió y murió aquí, consideraba Ginebra “uno de los lugares más propicios a la felicidad”. Para Valente era de un insoportable color gris, “que el lago inmóvil multiplica”. Nunca encontró en ella “reposo ni morada”, aunque fuera su lugar de residencia durante casi treinta años.
            Quizá tampoco Borges fue feliz los años adolescentes que vivió cerca de la Iglesia rusa y estudió en el Collège Calvin: tímido, miope, tartamudo, sufrió la burla de sus condiscípulos. Pero la memoria mitifica y todo lo envuelve en luz dorada. Luego vendrían las gratas estancias con María Kodama y los  reencuentros de antiguos compañeros con los que compartir viejos latines, elucubrar sobre la Kabala, rememorar un tiempo tan remoto ya, para decirlo con una expresión que le era grata, “como el paso de Aquiles por los Andes”.


            Las ciudades pequeñas hacen las mentes pequeñas. Y todas eran pequeñas en el cerrado mundo del franquismo. Venirse a vivir a Ginebra fue para Valente una manera de librarse de aquella asfixia. No era solo la heredera puritana de Calvino, la capital de “las pálidas usuras”, sino un lugar abierto al mundo.
            Allí colaboró con los emigrantes gallegos y asturianos, con los resistentes antifranquistas, se puso en contacto con el exilio republicano, especialmente con Alberto Jiménez Fraud, que se convirtió en su mentor, y con María Zambrano, que tenía tanto de maga o de bruja como de filósofa.
            Cuando murió, en lugar de la habitual necrología, le dedicó un cruel cuento en verso disfrazado de artículo: “Bramaban en los altos de la granja / perdida en las faldas del Jura / treinta gatos de libertad privados. / Almas forzadas a feroz condena / que las hermanas iban convirtiendo en gato / cuando en su mágico recinto entraban. / Círculos, chales, largas / boquillas de otro tiempo, / imantados recuerdos de las grandes metrópolis: / Roma, París, La Habana. / Era necesario defenderse, llevar / un amuleto para neutralizar el negro / poder de los conjuros”.
            El amuleto que a Valente le salvó del hechizo, y le cambió para siempre la vida, se llamaba Coral. Yo tomo un taxi en Ginebra, como la filósofa recomendaba, y me acerco hasta el lugar de los encantamientos, con el recorte del diario en que apareció aquella historia de fantasmas: “Aquí en el Jura estaba, aquí estuvo, la granja de las dos hermanas, el gran tilo sagrado de la entrada, el campo donde heráldica crecía la cicuta. Ahora ya están muertas las dos o desaparecidas, las dos hermanas que eran una sola, Araceli, María; María, Araceli”.
            Araceli sedujo a un oficial de la Gestapo para tratar de salvar a su marido, detenido en Francia y ejecutado en España. Inútilmente. Luego, perdida la razón, veía nazis por todas partes. Mataba a sus gatos para evitar que cayeran en manos de los alemanes: “La granja se llenaba de infinitos maullidos. Cada vez que un gato prisionero huía a la libertad, Araceli gemía largamente y agotaba una botella de whisky”. Poco antes de morir, en 1972, le dijo a su hermana: “María, desenróscate, que te prendes de mí como una serpiente. ¡Déjame morir!”
            Sigo las huellas de quien no fui, de quien quise ser. En Ginebra, Valente vivió rodeado de mujeres fascinadas que le ayudaban en todo, que estaban siempre a su servicio. Una de ellas era Vicenta del Valle, “a la que llamaba Vicentiña y que se convertiría en un miembro más de la familia”, cuenta Rodríguez Fer;  cuidaba de sus hijos; cuando había una visita especial preparaba en su propia casa una paella que se hizo célebre; transcribía a máquina los textos literarios y las cartas personales del poeta, además claro de realizar su propio trabajo en la Organización Mundial de la Salud. Otra, la principal, María Zambrano, casi un personaje de novela gótica, Minerva con largas uñas luciferinas. Todo ese círculo de mujeres que le adoraban, incluida su propia mujer, desapareció cuando apareció el amor, el loco amor, el que pone el mundo boca abajo, un día de 1974, exactamente el 9 de mayo.
            Pero los dioses venden, y a buen precio, cuanto dan. “Compra-se a glória com desgraça”, escribió Pessoa. Los años de gloria de Valente, los de continuos homenajes y despectivas declaraciones para sus compañeros de generación, estuvieron acompañados de triviales, o no tan triviales, miserias de las que él se ocupó en dejar minuciosa constancia documental.
            “Las ciudades pequeñas hacen las mentes pequeñas” me repito a menudo. Si eso fuera verdad, ninguna más pequeña que la mía. Solo he vivido en Aldeanueva del Camino, Avilés y Oviedo. O quizá no, quizá solo he vivido en una biblioteca y por eso me he convertido en un ladrón de vidas.
            Vuelvo a Ginebra y pienso en lo que habría sido mi vida si hubiera tenido valor para salir al mundo, para ser lo que me habría gustado ser.
            Siempre he pensado, pero nunca se lo diría a nadie (no conviene tirar piedras contra el propio tejado), que a escribir se dedica el que no sirve para otra cosa. Lo que yo habría querido ser, en primer lugar, es matemático. Siempre me ha seducido el pensamiento abstracto, la capacidad del razonamiento deductivo para, a partir de unos pocos axiomas, crear mundos inagotablemente rigurosos que no son de este mundo. Las matemáticas crean otra realidad imaginaria, que no sabe de imperfecciones, y sin embargo acaban convirtiéndose en la más precisa herramienta para entender y transformar la realidad. Tal vez no soy más que un matemático frustrado.
            O un político frustrado. Se habla mucho, negativamente, de “la soledad del poder”. Pero a mí ambas cosas me atraen: la soledad y el poder. En broma he dicho que el único cargo político para el que me considero capacitado es para el de dictador. Como siempre que hablo en broma, no estoy seguro de que hable en broma.
            Pilar Gutiérrez Sampedro, a quien sus amigos llamaban Coral, tenía treinta y cuatro años cuando se encontró con Valente. Este nunca se arrepintió de aquel encuentro, que le volvió la vida del revés, que le trajo tanta felicidad y tanto dolor a él y a los que más le querían. “La infelicidad de mi familia me produce angustia. ¿Hice yo todo lo necesario para que fueran felices?”, escribió en su diario póstumo el 19 de diciembre de 1980.
            Con Coral me encontré solo una vez. En Barcelona, cuando fue a recoger el Premio Nacional que le dieron a Valente por sus Fragmentos para un libro futuro, el mejor de sus libros. Pero con sus equivalentes –masculinos o femeninos– me encontré más de una vez, siete para ser exactos, y siempre dijo no.
            Quizá solo uno de ellos era el amor verdadero, pero todos lo parecían y, por si acaso, de todos escapé en el último momento. Siempre he soñado con cambiar de vida, pero nunca me ha gustado que me cambien la vida.


            Tras los pasos de Valente, voy hasta Collonges-sous-Salève. Allí sus huellas se cruzan con las de Azaña, otra de mis posibles vidas. A este rincón de la Alta Saboya llegó con frío y nieve un día de febrero. A la puerta de la casa en que iba a alojarse, tres niños, los hijos de su mejor amigo, Rivas Cherif, “orgullosamente vestidos con sus uniformes de la Guardia Presidencial, se cuadraron al descender del coche el Presidente”. Que muy poco después, tras firmar el escrito de dimisión, dejó de serlo.
            Desde Collonges-sous-Salève, allá por 1978, me escribió Valente algunas cartas. La poco diplomática manera de expresar sus opiniones me hizo sonreír. En eso sí que nos parecíamos: “Ángel González siempre ha sido bueno. No hay en esta información ni un átomo de ironía. Recuerdo de la época de las publicaciones relativamente clandestinas que cambió alguna vez su nombre en Serafín González. Sí, Ángel siempre ha sido seráfico. Yo no conozco la antología de Hernández, a quien rogué que tuviera la bondad de excluirme de ella. Si Ángel González establece allí una relación filial con Celaya, será la del hijo piadoso con respecto de la madre viuda, locuaz y tonta. Qué deriva hacia las madres oligofrénicas. Vea usted al irreparable Rafael Alberti”.


            Desde que lo leí por primera vez, se me ha quedado en la memoria un poema de Luis Rosales que habla de un náufrago metódico – a mí a metódico no me gana nadie– que cuenta o sé si las horas o las olas que le bastan para morir y afirma que ha vivido con la inútil prudencia de “un caballo de cartón en el baño” y que jamás se ha equivocado en nada, “salvo en las cosas que más quería”.
            Yo me he empeñado en ser siempre razonable y sin duda lo he sido, lo sigo siendo. Pienso ahora que me equivocado en muy pocas cosas, solo en las dos o tres que de verdad importan.



domingo, 19 de julio de 2015

Espacio y tiempo: El puente de la espada


Hay en la vida de cualquier hombre, como en la historia de los pueblos, espacios y tiempos en los que la realidad se entremezcla con el mito.
            Volver a Aldeanueva del Camino es regresar al origen del mundo, un mundo que para mí no comenzó a ser verdadero hasta que no se me apareció en forma de libro.
            Los poderosos olmos junto a la escuela, gigantes para la mirada del niño, se han secado, pero siguen de pie sus troncos inmensos, ahora cubiertos de hiedra. Alzo los ojos al cielo, en esta noche clara de verano, y ahí en lo alto siguen las estrellas, más hermosas que en ninguna otra parte del universo, con su escritura secreta que aún no he aprendido a descifrar.


            Armando Palacio Valdés narra en La novela de un novelista las peleas entre los niños de las calles Rivero y  Galiana. Siempre he recordado, al leerlo, los enfrentamientos épicos, dignos también de un irónico Homero, entre los niños de la Parte Arriba y la Parte Abajo en Aldeanueva del Camino.
            Luego supe que detrás de esos violentos juegos de niño había mucha historia, que la frontera entre una y otra parte, había sido alguna vez una frontera real, tan real como que separaba el reino de Castilla y el de León, las tierras de los Zúñiga, duques de Béjar, de las de los Álvarez de Toledo, duques de Alba, en cuyo cercano palacio de la Abadía se habían alojado Garcilaso y Lope de Vega.
            Cuando me bañaba en las aguas del río Ambroz, a dos pasos del pueblo, no sabía que en ellas también se habían refrescado, una calurosa tarde del verano extremeño, el poeta que cantó el dulce lamentar de dos pastores y algunos otros cortesanos, espiados entre risas por algunas damas ocultas entre las arboledas del jardín.
            No sabía que esas aguas, muchos años antes que al poeta, habían rodeado los muros de una ciudad romana, devastada por los siglos, pero que aún alza orgullosa la frente en el arco de Cáparra.
            Me asomó al balcón de mi casa, junto a la carretera, y recuerdo que por allí pasó, montado a caballo, Unamuno camino de las Hurdes, y también, unos años después, Marañón acompañando al rey Alfonso XIII.
            Heredamos la historia del lugar en que nacemos, aunque tardemos en saber de ella, aunque haya episodios que no sepamos nunca. En 1829, la Real Audiencia de Extremadura preguntó a los vecinos de la Parte de Arriba y a los de la Parte de Abajo, que entonces eran dos pueblos diferentes, cual era su opinión sobre la división administrativa de la comarca. Unos y otros respondieron que deseaban acabar con aquella absurda separación, con aquel muro invisible heredado de tiempos remotos. Y en 1834, ya muerto el rey Fernando –de ominosa memoria en la liberal Aldeanueva, donde Martín Batuecas había publicado un Catecismo constitucional–, ya con María Cristina como reina gobernadora, se creó un único Ayuntamiento.
            La separación eclesiástica, sin embargo, se mantuvo todavía durante más de un siglo. Pocos pueblos pueden contar la simultánea visita de dos obispos, el de Coria y el de Plasencia, llegados a las parroquias de San Servando y de Nuestra Señora del Olmo para la confirmación de unos y otros feligreses. En mi memoria infantil cada obispo rivalizaba en pompa con el otro y hubo peleas, ya al anochecer, entre los que habían recibido la confirmación de uno y otro para decidir cuál era el mejor.
            En la iglesia de la parte de Arriba, Nuestra Señora del Olmo, donde a mí me bautizaron, ocurrió en 1506, un sacrilegio que movilizó a la Santa Inquisición y que motivó incluso la intervención de Felipe el Hermoso. Un cristiano viejo, Juan Sastre, robó una hostia consagrada supuestamente a instancia de varios cristianos nuevos de Aldeanueva y de la cercana Hervás para que luego ellos pudieran practicar sus siniestras ceremonias sobre el cuerpo de Cristo. Se arrepintió y confesó su delito a grandes voces cuando vio a un Cristo pintado en la pared sudar sangre verdadera.  
            Esta es tierra de fuerte impronta judía. "En Hervás, judíos los más". decíamos para insultar a los del pueblo vecino y ellos respondían: "Y en Aldeanueva, la judiá entera". Ahora la herencia judía de Hervás ha dejado de ser algo de lo que avergonzarse para convertirse en el principal atractivo turístico del pueblo, en una lucrativa seña de identidad.
            Los judíos se fueron de estas tierras, malvendiendo sus propiedades, en 1492, como es bien sabido. Lo que no es tan sabido es que bastantes de ellos volvieron poco después y pudieron recuperarlas, previa conversión, dudosamente sincera, al cristianismo.
            Más de una vez he discutido con Jon Juaristi, uno de los pocos conversos de la España actual, sobre la presunta presencia de la cultura judía en la obra de Antonio Machado. A esas charlas se refiere en un breve libro reciente, Estrella de la paciencia, donde habla de otro Antonio Machado, sastre, cuyos restos fueron desenterrados y quemados en un gran auto de fe celebrado el 25 de marzo de 1601. Pero aunque ese y otros Machado, cristianos nuevos portugueses, fueran antepasados del poeta, si él los ignoraba–argumentaba yo–, ninguna presencia judía podía haber dejado en su obra.
            Una religión, sin embargo, es algo más que una religión, es también una cultura y una forma de estar en el mundo. Y eso no siempre cambia cuando se cambia de un Dios a otro. Los cristianos nuevos podían ser sinceramente cristianos y conservar ciertas formas de comportamiento, como el hábito de la lectura, que se transmitían de padres a hijos y que les hacían diferentes de los cristianos viejos. De ahí las leyes de limpieza de sangre, tan necesarias –aunque nada se transmita por la sangre– para marginar a quienes tendían a copar los puestos claves en la enseñanza y en la economía, en todo lo que tenía que ver con el esfuerzo personal y el cultivo de la inteligencia.
            Mientras paseo por Hervás con mi amigo Marciano Martín, que es quien más sabe de estas cosas, pienso en mis posibles antepasados judíos. Américo Castro descubrió que esa era la ascendencia de buena parte de los literatos del Siglo de Oro y a mí no me molestaría, todo lo contrario, emparentarme así con Santa Teresa, Cervantes, el autor de La Celestina.  
            Pero todo eso son fantasías sin fundamento documental alguno. Inventamos nuestra propia historia como inventamos la historia de nuestro país. Cuando yo era niño, uno de los héroes nacionales era Viriato, aquel pastor lusitano que fue traicionado por los suyos. Pero hoy preferimos identificarnos con los que lucharon contra él. En Zamora, donde se alza el monumento a Viriato que reproducía la enciclopedia Álvarez, el portillo de la traición, por el que salió Bellido Dolfos, hijo de Dolfos Bellido (“si gran traidor fue el padre, / mayor traidor será el hijo”) para asesinar al rey don Sancho, ahora quieren cambiarle el nombre por el de portillo de la Lealtad.
            "Toda historia es ficción, y más aún / solo como ficción la historia existe" escribió un poeta. Ficción basada en hechos reales es la historia del mundo, mi propia historia.
            El niño que yo fui no se sabía heredero de una inmensa fortuna. Nuestras vidas son los ríos, pero en cada río desembocan muchas aguas. Las del Ambroz, en que yo me bañaba de niño, siguen hasta el Alagón y luego, en Alcántara, se unen con el Tajo.
            El niño que yo fui soñó muchas veces con el puente de Alcántara, minuciosamente reproducido, como la estatua de Viriato, en la enciclopedia Álvarez, que para mí, crecido en un ambiente donde escaseaban los libros, fue la primera biblioteca de Alejandría.
            Esta tarde de julio he cruzado por primera vez ese gran puente tan precisamente dibujado en mi memoria. Lo he cruzado a pie, en una tarde calurosa en la que no parecía oírse "ningún ruido, ningún silencio", con la ciudad agazapada tras la colina en una de las orillas y la arruinada torre defensiva en la otra, con el muro del gigantesco embalse amenazante frente a él, como un monstruo capaz de llevárselo por delante de un bocado. Debajo las mansas aguas del Tajo, que parecían inmóviles, sin ninguna prisa por llegar al mar, que es el morir.
            Todos los días cruzamos el puente más inestable de todos, el que va de un instante a otro sobre el abismo de la eternidad. Quizá por eso me tranquiliza atravesar lentamente este sólido puente, construido hace casi veinte siglos por Cajo Julio Lacer “para durar por siempre en los siglos del mundo”, perpetui mansurum in saeculi mundi, según reza la inscripción en el tempo dedicado al emperador Trajano y a los dioses de Roma que hay en su margen izquierdo.
            Unos pocos kilómetros más allá, el mismo arquitecto hizo otro puente, menos monumental, pero no menos sólido, no menos destinado a durar por los siglos de los siglos, sobre el río Erges o Erjas, que nace en la sierra de Gata y durante casi todo su cauce sirve de frontera entre España y Portugal. Cruzo por primera vez a pie el puente de Segura, con la vigilante aldea portuguesa encaramada sobre una colina, y me detengo exactamente en el centro, donde un cartel indica el lugar exacto en que comienza cada país.


            Eugénio de Andrade, al saber que yo era del norte de Cáceres, me contó que su abuela materna era también de por estas tierras, de Valverde del Fresno, y que él se acordaba muy bien de los contrabandistas que en el verano atravesaban este río Erges o Erjas por Monfortinho, muy cerca de aquí, para hacer negocio. Su madre le compraba siempre un “sombrerito blanco” (me lo decía así, en español) y unas sandalias. “Con esas sandalias comienza mi alegría”, leí luego en uno de sus libros, Rostro precario: “Ellas, tan leves, tan frescas, con sus agujeritos que dibujaban una flor (¿o una estrella?), desterraban durante meses las pesadas botas. Con sandalias así, no andaba: danzaba o volaba, y la tierra era toda mía”.
            Como este río, español y portugués, también el río de mi vida lleva aguas portuguesas. Mi España sigue siendo Hispania y abarca la península entera. “Soy español y nada portugués me es ajeno” escribió Eugenio d’Ors y yo me lo repito en este puente que piso por primera vez y que quizá no he dejado de pisar nunca. También hay portugueses, como Andrade, a los que nada español les resulta ajeno: “Mamita fue la primera palabra que aprendí entera –le escuché decir– y en los romances que mi madre me cantaba se mezclaba continuamente el español y el portugués”.
            Como se mezclan en las aguas de este río Erges o Erjas, en cuyas orillas se han encontrado restos de las minas de oro explotadas por los romanos. Quizá con ese oro se forjó la espada que los árabes creyeron que estaba enterrada bajo el puente de Alcántara y que les sirvió para darle nombre: al-Kantara-as-Saif, el Puente de la Espada.
            No sé si bajo el puente, pero sí sé que en mi infancia, en cualquier infancia, no importa lo menesterosa que haya sido, hay enterrada una espada de oro que nos vuelve en invencibles. “Una infancia pobre es una riqueza que no se agota nunca” le escuché decir en una entrevista a Nanni Moretti.
            Una infancia, cualquier infancia, es una riqueza que no se agota nunca. Creemos nacer en un lugar remoto y nacemos exactamente en el centro del mundo, herederos de toda la historia universal.




domingo, 12 de julio de 2015

Espacio y tiempo: Años ochenta, erudición y cachondeo

  

No deben de haberse escrito muchas novelas eróticas cuyos personajes sean todos reales y el autor ficticio. Es lo que ocurre con Cinco lobitos tiene la loba de María Pía de la Roza. La novela se publicó en 1984 y narra un crucero por el Mediterráneo. El prólogo lo firma Víctor Botas: “¿Cómo, pues, no va a sentirse uno atraído por ese mar profético en cuyos abismos reposa, rodeado de diosecillos y de sirenas, de flexibles delfines y de orgullosos vasos de murrina, la memoria del mundo? Los asiduos de Óliver no íbamoa a ser una excepción. Y menos aún cuando nos dimos cuenta de que la Suerte propicia se encargaba de ponernos las cosas como a Fernando VII: el clamoroso éxito comercial de nuestra revista nos permitía –balance en mano– medir con pie devoto las ilustres riberas prodigiosas del Mediterráneo, mojar nuestros resecos traseros invernales en el verde piafante de sus ondas y descubrir remotas genealogías en repentinos ojos topados a la vuelta de cualquier esquina blanqueada”.
            La tertulia Óliver había comenzado a funcionar a finales de 1980, en una cafetería de ese nombre que ya no existe, como ya no existen tantas otras cosas de entonces –la Unión Soviética, el Muro de Berlín– que por aquellas fechas parecían eternos. En seguida comenzamos a publicar una revista con apariencia de artesanal fanzine. Eran los años de la movida y al releer ahora aquellos cuadernos compruebo que están escritos con una libertad y una irresponsabilidad hace tiempo perdidas. El cine del primer Almodóvar no resulta muy ajeno a aquella desaforada estética. Todos creemos ir a nuestro aire y siempre acabamos bailando al aire de nuestro tiempo.
            Las peripecias eróticas de Cinco lobitos, que entonces nos hacían tanta gracia, hoy me resultan incómodas (en especial mis inverecundas andanzas tangerinas) y, discretamente, he procurado, como Juan Ramón, eliminar cuantos ejemplares de la novela he ido encontrado.
            Pero hay un capítulo que todavía me agrada releer. Es el dedicado a Capri. Víctor Botas nos guía por los lugares que conservan la huella de Tiberio. En Villa Iovis, “no dejó de contarnos anécdotas, algunas sabrosísimas, de la vida y andanzas del viejo César solitario. Se le notaba embelesado con todo aquello, yendo de acá para allá absolutamente ajeno al calor y al cansancio que la penosa ascensión sin duda tuvo que producirle”. Por un momento, María Pía de la Roza se olvida de ridiculizar nuestras peripecias eróticas.
            Nada hay en la realidad que no haya sido antes un sueño, escribió Salinas y yo he repetido más de una vez. Los recuerdos de aquel viaje a Capri, que no existió nunca, se entremezclan ahora con los de otro viaje, veinte años después, acompañado de varios amigos de la tertulia. Seguìamos los pasos del César Gónzález-Ruano de los años treinta, cuando incluso llegó a conocer a Axel Munthe: “Era un gigante como hecho de niebla melancólica. Un gigante que ya estaba ciego. Me recibió en el jardín y después me llevó a su torreón. Tenía un verdadero museo, pero muchas de sus antigüedades eran más que sospechosas”.
            Botas estaba obsesionado con un delicioso ser femenino del que había hablado Ruano. En la Grotta Azzurra y en otros afamados lugares de Capri, nunca se había encontrado nada interesante: “En cambio, el primer día que entré en una tiendecita del centro de Capri, tuve, por ejemplo, la oportunidad de ver un delicioso ser femenino que cambiaba sus ropas por un traje de marinero. Me la presentaron por la tarde en el bar Quisisana”.
            El hotel Quisisana, a medio camino entre la piazzeta y los jardines de Augusto, de los que parte la serpenteante y casi vertical via Krupp, sigue siendo un lugar propicio para la aparición de seres que no parecen de este mundo. Puedo dar fe de ello.
            Pero estamos en los ochenta y la tertulia Óliver se ejercita en escribir descacharrantes vidas de santos, sin apenas añadir nada a los delirios misóginos y a los ejercicios de áspera bondage de la Leyenda áurea. Mi preferida es la vida de Santa Tais, que quizá no habría desdeñado firmar el Aretino.
            Hay también lugar para la sátira de costumbres literarias y por las páginas de los cuadernos aparecen, con nombre y apellidos, poetisas y poetisos varios retratados con fidelidad de fotomatón, aunque parecen proceder de los espejos del Callejón del Gato.
            Afortunadamente, entonces no era posible la difusión viral de Internet y así pudimos ejercitarnos en la sátira y el humor sin barreras. Traducimos por primera vez los versos de Antonio Becadelli, el Panormita, y los Carmina Priapea y los sonetos eróticos de Il vaso de Pandora: “Esta mañana estaba en cama un poco / triste, desnudo como vine al mundo…”. Y hasta aquí puedo leer.
            En Lira última, de Fanny Rucio –no confundir con cierta profesora jiennse de nombre similar–, parodiamos la poesía última, de Antonio Carvajal a Blanca Andreu (“Desnuda ante el umbral” se titula su colaboración). Pero lo más curioso es que el prólogo y el epílogo –de un hoy olvidado poeta manchego el primero, de un todavía recordado premio Nóbel el segundo– son auténticos y lo más ridículo del conjunto: “¿Por qué, pues, estos jóvenes se levantan, imperan, hacen sus signos, nacen como el sol por el horizonte?”.
            Mi pieza favorita en Lira última  sigue siendo la sonatina que Miguel d’Ors le dedica a Lech Walesa, el entonces afamado líder de Solidaridad: “¡Pobrecita Walesa de los ojos azules! / Está presa en sus oros, está presa en sus tules. / en la jaula de oro del socialismo real; / el socialismo altivo que vigilan los guardas, / que custodian cien rusos con sus cien alabardas, / un lebrel que no duerme y un misil colosal”.
            Con el título de Viernes Santos se publicó un diario de la tertulia en 1985. Eran los años del primer felipismo y en esas páginas queda un paródico recuerdo de las polémicas de entonces. Cuenta el cronista, Luis Salas, que cierto viernes escasamente concurrido yo afirmé irónico: “Al gobierno socialista se le podrá criticar mucho, pero lo que no se puede decir es que no dé una a derechas, porque las da todas”. Fue como apretar un resorte, señala el fiel cronista, ese es un tema en el que Víctor Botas no admite bromas: “En exaltado monólogo cayeron sobre nosotros la OTAN, los ochocientos mil puestos de trabajo, las pifias de Boyer, el martirologio de Ruíz Mateos (el hombre más grande que ha dado España desde Isabel la Católica), la manipulación televisiva, el crimen del aborto, la falta de libertades, la necesidad de un golpe de timón, etc, etc”.
            Me gustan los diarios porque son la huella del tiempo perdido sin las manipulaciones de la memoria. Sigo leyendo a Luis Salas y me reconozco en ese personaje tan aficionado a sacar a los demás de sus casillas: “Todo el café nos miraba, porque los gritos de Botas se oían hasta en el Campo de San Francisco y un servidor no sabía dónde esconderse de vergüenza. Martín, en cambio, cuando el energuménico vociferar daba muestras de apaciguarse, le proporcionaba nuevos bríos con una frasecita insidiosa”.
            Años ochenta, la tertulia imaginada en los solitarios días de Jugar con fuego se hace realidad en una cafetería de la ovetense avenida de Galicia. Se hablaba de todo, sobre todo de mujeres y de política (mi preferido era el segundo tema), y había tiempo para la traducción, no solo del inglés o del portugués, también del griego o del chino (recuerdo aquel dístico de Estratón de Sardes: “Si te he ofendido con un beso, págame / con la misma moneda: bésame también tú”), y para discutir sobre la nueva literatura en asturiano que por entonces algunos de los contertulios, como Antón García o Xuan Bello, estaban contribuyendo decisivamente a crear.
            No todos los viajes que se narran en estos cuadernillos fueron fantaseados: “Hastiados de convencionales periplos eróticos, del fasto de ciudades legendarias –Venecia, Roma, Dakar, Ispahan, Upsala Salzburgo–, los contertulios de Óliver han decidido (por una vez y sin que sirva de precedente) recorrer minuciosamente su ciudad en el prosaico autobús, y luego contarlo –para deleite del lector– en este cuadernillo”.
            Aquel viaje en autobús tuvo lugar en 1985, hace ahora treinta años. ¿Qué ha sido de los viajeros de entonces? Carlos González Espina, que narró el trayecto Colloto-Plaza de Occidente, sigue con sus labores de esforzado editor y benemérito bibliotecario a merced, como Borges, de los cambios de humor municipales; Luis Salas (Lugones-Residencia) se trasladó a Noruega y desde allí sigue cultivando, en varias lenguas, la literatura sicalíptica; Víctor Botas (Pando-San Claudio) se mudó a vivir, como es bien sabido, a la historia de la literatura; al fotógrafo Juan Hevia (Oviedo-Trubia) le hemos perdido la pista; Eduardo Errasti (Otero-Lavapiés) fue pronto expulsado, por motivos que no hacen al caso, y por ahí sigue demostrando que hay vida fuera de la tertulia; Felicísimo Blanco (Marqués de Pidal-Naranco) es otro desaparecido, parece que se dedica a la vida contemplativa en un pueblo de Valladolid.


            Antes del invento de la Semana Negra, ya cultivamos el género en la tertulia. Besos negros (negros como el carbón) pretendía ser “el intrigante comienzo de una saga que saca a la luz algunos de los más turbios vericuetos de la España de las autonomías”. No tuvo continuación. Ni tampoco consecuencias las transparentes claves sobre algún que otro villano muy amigo de mi entonces tan admirado Alfonso Guerra. Pero hubo anónimos amenazantes y un episodio de novela negra: un día, a la puerta de mi casa –acababa de mudarme a la calle Murillo– me encontré una caja de zapatos envuelta en el suplemento cultural de un periódico  y dentro una sanguinolenta cabeza de conejo. Pero no fue por nuestras denuncias de la corrupción sino porque, comentando una exposición en el Fontán, yo dije que “la poesía visual era la pintura de los que no sabían pintar, la escultura de los que no sabían esculpir y la escritura de los que no sabían escribir”. Uno de aquellos anónimos ya ha muerto. Los otros todavía andan con sus exposiciones y recitales por ahí. Aún no me han perdonado y yo debo seguir mirando debajo del coche antes de ponerlo en marcha.
            Desaparecieron los cuadernos Óliver a finales de los ochenta, cuando otra generación literaria –Pelayo Fueyo, José Luis Piquero, Javier Almuzara, Lorenzo Oliván, Marcos Tramón– llega a la tertulia. Eran tiempos menos subversivoa y debían reflejarse en otras publicaciones: Escrito en el agua, Reloj de arena. Y luego seguirían llegando nuevas promociones, hasta la actual, la de Anáfora. Es preciso que algo cambie para que todo, o por lo menos yo, siga igual.
            Mucho parodiamos, en los viejos cuadernos mecanografiados y fotocopiados, a los premios Príncipe de Asturias, otra de las creaciones de aquella década que todavía felizmente sobrevive. Incluso llegué a declarar en una entrevista que solo aceptaría ese premio cuando lo entregara el hijo mayor del presidente de la República. Y ahora, en cambio…
            Habría que citar, una vez más, el poema “Reunión de antiguos camaradas”, de José Emilio Pacheco: “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”.


                       


domingo, 5 de julio de 2015

Espacio y tiempo: Jugar con fuego


Un día de febrero de 1969, cumplidos ya los setenta años, hacia las diez de la mañana, Jorge Luis Borges se encontraba sentado en un banco frente al río Charles en Cambridge (Massachusetts). Miraba las aguas del río y recordaba a Heráclito. Al otro lado del banco se sentó un joven y se puso a canturrear en voz baja. Reconoció el acentoy no pudo por menos de preguntarle: “Disculpe, ¿usted es oriental o argentino?”
            ––Argentino, pero desde el 14 vivo en Ginebra.
            ––¿En el número 17 de la calle Malagnou, frente a la iglesia rusa?
            El Jorge Luis Borges de setenta años había reconocido al Jorge Luis Borges de medio siglo atrás, cuando vivía en Ginebra y trataba de escribir un libro de versos revolucionarios titulado Los himnos rojos. Luego lo contó en un cuento como si se tratara de un sueño, pero siempre insistió en que aquel encuentro había sido realidad.
            En mi caso también fue realidad, no un sueño. Caminaba yo por la calle Rivero, como cada sábado, cuando al pasar por delante de Gráficas Careaga recordé que allí se había impreso la revista Jugar con fuego y me vi saliendo emocionado un día de julio  de hace cuarenta años con los primeros ejemplares del número uno.
            Era el año 1975, faltaban pocos meses para que muriera Franco. Yo trabajaba, estudiaba, había conocido los sótanos de la Dirección General de Seguridad y la séptima galería de Carabanchel, por razones propias de aquellos tiempos, nada deshonrosas para mí; no tenía amigos con quienes hablar de literatura, aunque ya había publicado un libro y mantenía asidua correspondencia con diversos poetas o aprendices de poeta.
            Pero era un joven solitario al que nada le habría gustado más que formar parte de un grupo de jóvenes de su edad con los que discutir, intercambiar poemas, tratar de transformar el mundo. Y como no lo encontraba me lo inventé. Aquel primer número de la revista, con el que ahora me veo salir ilusionado de Gráficas Careaga, en la calle Rivero, estaba redactado íntegramente por mí. Yo era Pedro Tordasens, que escribía sonetos postistas, y Alfonso Sanz Echevarría (“Solo amo palabras / que nada significan: / luz, amor, todavía”) y el italiano Luigi Durutti, del que yo aparecía como traductor, y Bernardo Delgado, que firmaba las reseñas finales. Ahora todo eso nos resulta familiar, nos suena a Fernando Pessoa, pero yo entonces ni siquiera había oído hablar de Pessoa. Sí había leído a Antonio Machado, a quien casi me sabía entero de memoria, y seguramente algo habían tenido que ver en mi invención sus apócrifos. Bernardo Delgado era un crítico marxista y su análisis de Ensayo de una despedida terminaba con un reproche que Francisco Brines nunca me perdonaría: “Terminada la relectura del volumen, la impresión, muy subjetiva, del crítico es la de haber estado respirando en un cuarto de aire demasiado enrarecido. Dan ganas de abrir las ventanas para que entre el aire de la historia y purifique el ambiente”. Admirando los versos, encontraba en ellos “un cierto refinamiento burgués que, de espaldas al mundo, sufre de males en gran medida imaginarios”.
            No era lo que yo pensaba, sino Bernardo Delgado, un poeta entonces social, que también encontraba, hablando de Jenaro Talens, el mimetismo gratuito de “la fiebre experimentalista que a partir de los últimos años sesenta le ha entrado a nuestros escritores”.
            La redacción de Jugar con fuego estaba en el número 99 de la calle Rivero, que todavía sigue siendo mi casa, aunque ahora solo la habiten fantasmas. En ella encuentro la colección completa de la revista, no sé si existirá alguna más, y la hojeo como quien se mira a un espejo y se topa con un desconocido.


            Los versos de todas aquellas ficciones mías me interesan poco, pero las reseñas me parece que todavía conservan algún valor. Entonces era yo mejor crítico que poeta, como parece propio de quien tenía más experiencia de los libros que de la vida. No falta quien piensa, y quizá con razón, que sigue ocurriendo lo mismo. “Las tres voces de Ángel González”, firmado por Bernardo Delgado, todavía sigue apareciendo en las bibliografías del poeta.
            En el número tres de la revista aparece una primera entrega de mi diario, atribuida a Luigi Durutti. Todavía me reconozco en alguna de esas anotaciones, aunque el joven ingenuo con el que me he vuelto a tropezar, después de cuarenta años, en la calle Rivero se sentía más viejo de lo que me siento ahora: “Vivir a la espera de lo que no llegará jamás, nostálgicos de lo que no ha existido nunca”.
            Una serie de breves poemas, firmados con mi nombre, llevaban como título un verso de Gil de Biedma y ese fue el pretexto para una breve correspondencia con el poeta: “Desandas lo soñado / y la luz y la vieja / costumbre de estar solo / mientras la vida llega”.
            Los primeros números de Jugar con fuego cumplieron su función. Yo era autor único, editor y distribuidor: desde la oficina de correos, en la calle de la Ferrería, iba la revista a mano de los escritores que a mí me interesaban y despertaron su curiosidad. También la de otros escritores asturianos, como el grupo que se reunía en casa de Ana de Valle, o la de un inédito Víctor Botas que encontró algún ejemplar en la librería Cervantes y le pidió a su mujer, Paulina Cervero, que se pusiera en contacto conmigo.
            Paulina me llevó el manuscrito de Las cosas que me acechan, un libro que había enviado sin éxito al Adonais y que, reelaborado, se publicaría poco después en las ediciones de la revista.
            A partir del número cinco, de 1978, los colaboradores ficticios y los reales alternan en Jugar con fuego. En ese número publica sus primeros poemas quien pronto se convertiría en prestigioso editor, Abelardo Linares, y comienza a configurarse la nómina de Las voces y los ecos, punta de la lanza de la poesía figurativa (que luego se banalizaría con el nombre de poesía de la experiencia) contrapuesta a la estética novísima.
            Hojeo con sorpresa el único número publicado en 1979, un tomo de más de ciento cincuenta páginas en el que no me parece que sobre ni falte nada, al contrario que en los anteriores. Quizá se deba esta buena impresión a que no hay ningún poema mío  Aparecen inéditos de Francisco Brines, Antonio Colinas, Ángel González, Luis Antonio de Villena, Jaime Siles y Carlos Sahagún. Los poemas de Villena, al que entonces admiraba mucho y ahora bastante menos, me parece que están entre los mejores de los suyos, especialmente el que se refiere a “la suave dulzura de la nada”.
            Cada poeta lleva una breve presentación y la de Ángel González termina señalando que en su poema “disuena el tópico verso final”. Y Ángel González no solo no se enfadó ante semejante impertinencia, sino que cuando, años después, lo incluyó en Prosemas o menos el “tópico verso final” (“la belleza fragante de una rosa”) se convirtió en “la belleza impasible de una rosa”.
            Ángel González era muy dubitativo. Nunca publicaba un libro sin dárselo a leer a algunos amigos, especialmente Emilio Alarcos. El último, Otoños y otras luces, no se decidía a darlo por concluido y a través de Josefina, ya había muerto Alarcos, me preguntó si me importaría leer el original. Recuerdo que, como un poeta joven de los que a veces se acercan a conocer mi opinión, se sentó frente a mí, en la cafetería del Rosal que yo entonces frecuentaba una tarde en que me acompañaba Silvia Ugidos. Dije las palabras de elogio esperables y esperadas, pero además –no sería yo si no lo hiciera– me animé a sugerirle algo: muchos poemas no tenían título y a mí me parecía que ganarían con él, incluso me había atrevido a proponer alguno en el texto que me había pasado. Todos me los encontré luego en volumen de Tusquets.
            La crítica oral y la escrita siempre han ido por caminos separados. En Jugar con fuego, una revista que no dependía de nada ni de nadie, jugué a decir lo que muchos pensaban pero nadie decía, o solo lo decían en voz baja y entre amigos. Y me pasé un poco, la verdad.
            “Libros y revistas recibidos” se titula la sección que cierra el número diez. Se trata de un largo diálogo en que un apócrifo Víctor Botas y Bernardo Delgado comentan publicaciones recientes. También se transcriben fragmentos de cartas particulares, pero solo cuando tratan de asuntos literarios. “A mí, Valente y Celaya –escribe Manuel Mantero– me parecen poetas segundones, buenos para rellenar una aspiración en un momento dado, pero solo eso: una aspiración. Han asesinado el valor en/cantatorio de la poesía, el valor órfico. Es música de lata de sardinas. Claro que esto es una opinión… En la posguerra no solo hubo eso de que habla Fernando Ortiz en la revista, Brines, Cántico y no sé quién más (Valente, ¿no?) para enlazar con el 27… ¿Enlazar? ¿Por qué? Con todos los respetos, es una regresión. El poema de Brines que abre el número, con su estilo, su tono…, pero sin cambiar. Se repite, y Paco Brines podía ser una especie de Cavafis en mejor, si lograra trascender lo sexual. Ha dado origen a una tropa de malos imitadores que empalagan con tanto elogio a los rubios donceles”.
            A continuación viene una algo desaforada réplica de Fernando Ortiz en la que define la poesía de uno de sus compañeros de generación como “un hermoso rebuzno sostenido sin desmayo”. Esas cartas, que no deberían haberse publicado, causaron un pequeño revuelo y me ocasionaron una fama de indiscreto que todavía persiste.
            En lugar de enmendarme, el siguiente número de la revista dio otra vuelta de tuerca. Colaboran, entre otros, Francisco Brines, Víctor Botas, Fernando Ortiz, Luis Antonio de Villena. Pero todos los textos son apócrifos. Uno de los poemas de Villena causó un cierto escándalo. Se titula “Recital en provincias” y algunos vieron en él no solo una sátira contra quienes le habían invitado recientemente a presidir un jurado literario en Asturias, sino también cierto menosprecio contra la región (recuerdo el indignado artículo de Evaristo Arce): “Quien quiera castigarme que me envíe / donde el sol esté ausente, donde el aire / perfumado no vibre con los cuerpos desnudos. / El cielo gris me pone gris el alma / y la melancolía de la lluvia / me hace soñar la muerte como un dulce reposo. / Yo no amo esta tierra que levantó montañas / contra la luz de Roma, esta tierra que nunca / supo de las delicias del árabe y del persa”.
            Carlos Bousoño me contó lo ocurrido un día en que Brines fue a visitar a Aleixandre. “No sabía que habías vuelto a escribir poemas, Paco. Me ha gustado mucho el segundo de los que publicas en esa revista de Avilés”. “¿Qué poemas? Yo  no he publicado nada”, respondió Brines sorprendido e indignado. Y con razón. Todavía, en algún erudito estudio, se le atribuyen esos textos.
            En el apócrifo poema de Víctor Botas se habla de aquella España –la España de la transición– como una “jaula de democráticos grillos y de sables impacientes”. Tan impacientes que estábamos con las pruebas de ese número, en la cafetería La Serrana, cuando un camarero se nos acercó y dijo: “Han asaltado el congreso, parece que hay un golpe de Estado”. Botas volvió de inmediato a Oviedo y se pasó la noche destruyendo cualquier rastro de un antiguo viaje a Moscú.
            Hay también en este último número un diario, firmado por Alfonso Sanz Echevarría, anticipo de los que vendrían después. Al releerlo ahora, un fragmento me sorprende especialmente: “¿Viajar? Solo a países que no existen. El mundo es más hondo que extenso. Yo podría pasarme tardes enteras contemplando una pared blanca y nunca terminaría de descubrir maravillas. Esta calle que recorro cada día a la misma hora –de casa a la Biblioteca, de la Biblioteca a casa– encierra ya toda la infinita variedad del Universo. ¿Viajar? Que viaje el que huye o el que no sabe ver”.
            Podría ser un fragmento del Libro del desasosiego y de hecho yo siempre he citado una de esas frases –“el mundo es más hondo que extenso”– como si fuera de Fernando Pessoa. Y quizá lo sea, aunque la escribiera yo.