domingo, 12 de julio de 2015

Espacio y tiempo: Años ochenta, erudición y cachondeo

  

No deben de haberse escrito muchas novelas eróticas cuyos personajes sean todos reales y el autor ficticio. Es lo que ocurre con Cinco lobitos tiene la loba de María Pía de la Roza. La novela se publicó en 1984 y narra un crucero por el Mediterráneo. El prólogo lo firma Víctor Botas: “¿Cómo, pues, no va a sentirse uno atraído por ese mar profético en cuyos abismos reposa, rodeado de diosecillos y de sirenas, de flexibles delfines y de orgullosos vasos de murrina, la memoria del mundo? Los asiduos de Óliver no íbamoa a ser una excepción. Y menos aún cuando nos dimos cuenta de que la Suerte propicia se encargaba de ponernos las cosas como a Fernando VII: el clamoroso éxito comercial de nuestra revista nos permitía –balance en mano– medir con pie devoto las ilustres riberas prodigiosas del Mediterráneo, mojar nuestros resecos traseros invernales en el verde piafante de sus ondas y descubrir remotas genealogías en repentinos ojos topados a la vuelta de cualquier esquina blanqueada”.
            La tertulia Óliver había comenzado a funcionar a finales de 1980, en una cafetería de ese nombre que ya no existe, como ya no existen tantas otras cosas de entonces –la Unión Soviética, el Muro de Berlín– que por aquellas fechas parecían eternos. En seguida comenzamos a publicar una revista con apariencia de artesanal fanzine. Eran los años de la movida y al releer ahora aquellos cuadernos compruebo que están escritos con una libertad y una irresponsabilidad hace tiempo perdidas. El cine del primer Almodóvar no resulta muy ajeno a aquella desaforada estética. Todos creemos ir a nuestro aire y siempre acabamos bailando al aire de nuestro tiempo.
            Las peripecias eróticas de Cinco lobitos, que entonces nos hacían tanta gracia, hoy me resultan incómodas (en especial mis inverecundas andanzas tangerinas) y, discretamente, he procurado, como Juan Ramón, eliminar cuantos ejemplares de la novela he ido encontrado.
            Pero hay un capítulo que todavía me agrada releer. Es el dedicado a Capri. Víctor Botas nos guía por los lugares que conservan la huella de Tiberio. En Villa Iovis, “no dejó de contarnos anécdotas, algunas sabrosísimas, de la vida y andanzas del viejo César solitario. Se le notaba embelesado con todo aquello, yendo de acá para allá absolutamente ajeno al calor y al cansancio que la penosa ascensión sin duda tuvo que producirle”. Por un momento, María Pía de la Roza se olvida de ridiculizar nuestras peripecias eróticas.
            Nada hay en la realidad que no haya sido antes un sueño, escribió Salinas y yo he repetido más de una vez. Los recuerdos de aquel viaje a Capri, que no existió nunca, se entremezclan ahora con los de otro viaje, veinte años después, acompañado de varios amigos de la tertulia. Seguìamos los pasos del César Gónzález-Ruano de los años treinta, cuando incluso llegó a conocer a Axel Munthe: “Era un gigante como hecho de niebla melancólica. Un gigante que ya estaba ciego. Me recibió en el jardín y después me llevó a su torreón. Tenía un verdadero museo, pero muchas de sus antigüedades eran más que sospechosas”.
            Botas estaba obsesionado con un delicioso ser femenino del que había hablado Ruano. En la Grotta Azzurra y en otros afamados lugares de Capri, nunca se había encontrado nada interesante: “En cambio, el primer día que entré en una tiendecita del centro de Capri, tuve, por ejemplo, la oportunidad de ver un delicioso ser femenino que cambiaba sus ropas por un traje de marinero. Me la presentaron por la tarde en el bar Quisisana”.
            El hotel Quisisana, a medio camino entre la piazzeta y los jardines de Augusto, de los que parte la serpenteante y casi vertical via Krupp, sigue siendo un lugar propicio para la aparición de seres que no parecen de este mundo. Puedo dar fe de ello.
            Pero estamos en los ochenta y la tertulia Óliver se ejercita en escribir descacharrantes vidas de santos, sin apenas añadir nada a los delirios misóginos y a los ejercicios de áspera bondage de la Leyenda áurea. Mi preferida es la vida de Santa Tais, que quizá no habría desdeñado firmar el Aretino.
            Hay también lugar para la sátira de costumbres literarias y por las páginas de los cuadernos aparecen, con nombre y apellidos, poetisas y poetisos varios retratados con fidelidad de fotomatón, aunque parecen proceder de los espejos del Callejón del Gato.
            Afortunadamente, entonces no era posible la difusión viral de Internet y así pudimos ejercitarnos en la sátira y el humor sin barreras. Traducimos por primera vez los versos de Antonio Becadelli, el Panormita, y los Carmina Priapea y los sonetos eróticos de Il vaso de Pandora: “Esta mañana estaba en cama un poco / triste, desnudo como vine al mundo…”. Y hasta aquí puedo leer.
            En Lira última, de Fanny Rucio –no confundir con cierta profesora jiennse de nombre similar–, parodiamos la poesía última, de Antonio Carvajal a Blanca Andreu (“Desnuda ante el umbral” se titula su colaboración). Pero lo más curioso es que el prólogo y el epílogo –de un hoy olvidado poeta manchego el primero, de un todavía recordado premio Nóbel el segundo– son auténticos y lo más ridículo del conjunto: “¿Por qué, pues, estos jóvenes se levantan, imperan, hacen sus signos, nacen como el sol por el horizonte?”.
            Mi pieza favorita en Lira última  sigue siendo la sonatina que Miguel d’Ors le dedica a Lech Walesa, el entonces afamado líder de Solidaridad: “¡Pobrecita Walesa de los ojos azules! / Está presa en sus oros, está presa en sus tules. / en la jaula de oro del socialismo real; / el socialismo altivo que vigilan los guardas, / que custodian cien rusos con sus cien alabardas, / un lebrel que no duerme y un misil colosal”.
            Con el título de Viernes Santos se publicó un diario de la tertulia en 1985. Eran los años del primer felipismo y en esas páginas queda un paródico recuerdo de las polémicas de entonces. Cuenta el cronista, Luis Salas, que cierto viernes escasamente concurrido yo afirmé irónico: “Al gobierno socialista se le podrá criticar mucho, pero lo que no se puede decir es que no dé una a derechas, porque las da todas”. Fue como apretar un resorte, señala el fiel cronista, ese es un tema en el que Víctor Botas no admite bromas: “En exaltado monólogo cayeron sobre nosotros la OTAN, los ochocientos mil puestos de trabajo, las pifias de Boyer, el martirologio de Ruíz Mateos (el hombre más grande que ha dado España desde Isabel la Católica), la manipulación televisiva, el crimen del aborto, la falta de libertades, la necesidad de un golpe de timón, etc, etc”.
            Me gustan los diarios porque son la huella del tiempo perdido sin las manipulaciones de la memoria. Sigo leyendo a Luis Salas y me reconozco en ese personaje tan aficionado a sacar a los demás de sus casillas: “Todo el café nos miraba, porque los gritos de Botas se oían hasta en el Campo de San Francisco y un servidor no sabía dónde esconderse de vergüenza. Martín, en cambio, cuando el energuménico vociferar daba muestras de apaciguarse, le proporcionaba nuevos bríos con una frasecita insidiosa”.
            Años ochenta, la tertulia imaginada en los solitarios días de Jugar con fuego se hace realidad en una cafetería de la ovetense avenida de Galicia. Se hablaba de todo, sobre todo de mujeres y de política (mi preferido era el segundo tema), y había tiempo para la traducción, no solo del inglés o del portugués, también del griego o del chino (recuerdo aquel dístico de Estratón de Sardes: “Si te he ofendido con un beso, págame / con la misma moneda: bésame también tú”), y para discutir sobre la nueva literatura en asturiano que por entonces algunos de los contertulios, como Antón García o Xuan Bello, estaban contribuyendo decisivamente a crear.
            No todos los viajes que se narran en estos cuadernillos fueron fantaseados: “Hastiados de convencionales periplos eróticos, del fasto de ciudades legendarias –Venecia, Roma, Dakar, Ispahan, Upsala Salzburgo–, los contertulios de Óliver han decidido (por una vez y sin que sirva de precedente) recorrer minuciosamente su ciudad en el prosaico autobús, y luego contarlo –para deleite del lector– en este cuadernillo”.
            Aquel viaje en autobús tuvo lugar en 1985, hace ahora treinta años. ¿Qué ha sido de los viajeros de entonces? Carlos González Espina, que narró el trayecto Colloto-Plaza de Occidente, sigue con sus labores de esforzado editor y benemérito bibliotecario a merced, como Borges, de los cambios de humor municipales; Luis Salas (Lugones-Residencia) se trasladó a Noruega y desde allí sigue cultivando, en varias lenguas, la literatura sicalíptica; Víctor Botas (Pando-San Claudio) se mudó a vivir, como es bien sabido, a la historia de la literatura; al fotógrafo Juan Hevia (Oviedo-Trubia) le hemos perdido la pista; Eduardo Errasti (Otero-Lavapiés) fue pronto expulsado, por motivos que no hacen al caso, y por ahí sigue demostrando que hay vida fuera de la tertulia; Felicísimo Blanco (Marqués de Pidal-Naranco) es otro desaparecido, parece que se dedica a la vida contemplativa en un pueblo de Valladolid.


            Antes del invento de la Semana Negra, ya cultivamos el género en la tertulia. Besos negros (negros como el carbón) pretendía ser “el intrigante comienzo de una saga que saca a la luz algunos de los más turbios vericuetos de la España de las autonomías”. No tuvo continuación. Ni tampoco consecuencias las transparentes claves sobre algún que otro villano muy amigo de mi entonces tan admirado Alfonso Guerra. Pero hubo anónimos amenazantes y un episodio de novela negra: un día, a la puerta de mi casa –acababa de mudarme a la calle Murillo– me encontré una caja de zapatos envuelta en el suplemento cultural de un periódico  y dentro una sanguinolenta cabeza de conejo. Pero no fue por nuestras denuncias de la corrupción sino porque, comentando una exposición en el Fontán, yo dije que “la poesía visual era la pintura de los que no sabían pintar, la escultura de los que no sabían esculpir y la escritura de los que no sabían escribir”. Uno de aquellos anónimos ya ha muerto. Los otros todavía andan con sus exposiciones y recitales por ahí. Aún no me han perdonado y yo debo seguir mirando debajo del coche antes de ponerlo en marcha.
            Desaparecieron los cuadernos Óliver a finales de los ochenta, cuando otra generación literaria –Pelayo Fueyo, José Luis Piquero, Javier Almuzara, Lorenzo Oliván, Marcos Tramón– llega a la tertulia. Eran tiempos menos subversivoa y debían reflejarse en otras publicaciones: Escrito en el agua, Reloj de arena. Y luego seguirían llegando nuevas promociones, hasta la actual, la de Anáfora. Es preciso que algo cambie para que todo, o por lo menos yo, siga igual.
            Mucho parodiamos, en los viejos cuadernos mecanografiados y fotocopiados, a los premios Príncipe de Asturias, otra de las creaciones de aquella década que todavía felizmente sobrevive. Incluso llegué a declarar en una entrevista que solo aceptaría ese premio cuando lo entregara el hijo mayor del presidente de la República. Y ahora, en cambio…
            Habría que citar, una vez más, el poema “Reunión de antiguos camaradas”, de José Emilio Pacheco: “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”.


                       


1 comentario:

  1. Ahí está la clave José Luis: "Me gustan los diarios porque son la huella del tiempo perdido sin las manipulaciones de la memoria", en tu caso, la crónica palpitante de intimidad inmediata y cálida, una realidad doméstica que siempre persigues en tu literatura

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