domingo, 5 de julio de 2015

Espacio y tiempo: Jugar con fuego


Un día de febrero de 1969, cumplidos ya los setenta años, hacia las diez de la mañana, Jorge Luis Borges se encontraba sentado en un banco frente al río Charles en Cambridge (Massachusetts). Miraba las aguas del río y recordaba a Heráclito. Al otro lado del banco se sentó un joven y se puso a canturrear en voz baja. Reconoció el acentoy no pudo por menos de preguntarle: “Disculpe, ¿usted es oriental o argentino?”
            ––Argentino, pero desde el 14 vivo en Ginebra.
            ––¿En el número 17 de la calle Malagnou, frente a la iglesia rusa?
            El Jorge Luis Borges de setenta años había reconocido al Jorge Luis Borges de medio siglo atrás, cuando vivía en Ginebra y trataba de escribir un libro de versos revolucionarios titulado Los himnos rojos. Luego lo contó en un cuento como si se tratara de un sueño, pero siempre insistió en que aquel encuentro había sido realidad.
            En mi caso también fue realidad, no un sueño. Caminaba yo por la calle Rivero, como cada sábado, cuando al pasar por delante de Gráficas Careaga recordé que allí se había impreso la revista Jugar con fuego y me vi saliendo emocionado un día de julio  de hace cuarenta años con los primeros ejemplares del número uno.
            Era el año 1975, faltaban pocos meses para que muriera Franco. Yo trabajaba, estudiaba, había conocido los sótanos de la Dirección General de Seguridad y la séptima galería de Carabanchel, por razones propias de aquellos tiempos, nada deshonrosas para mí; no tenía amigos con quienes hablar de literatura, aunque ya había publicado un libro y mantenía asidua correspondencia con diversos poetas o aprendices de poeta.
            Pero era un joven solitario al que nada le habría gustado más que formar parte de un grupo de jóvenes de su edad con los que discutir, intercambiar poemas, tratar de transformar el mundo. Y como no lo encontraba me lo inventé. Aquel primer número de la revista, con el que ahora me veo salir ilusionado de Gráficas Careaga, en la calle Rivero, estaba redactado íntegramente por mí. Yo era Pedro Tordasens, que escribía sonetos postistas, y Alfonso Sanz Echevarría (“Solo amo palabras / que nada significan: / luz, amor, todavía”) y el italiano Luigi Durutti, del que yo aparecía como traductor, y Bernardo Delgado, que firmaba las reseñas finales. Ahora todo eso nos resulta familiar, nos suena a Fernando Pessoa, pero yo entonces ni siquiera había oído hablar de Pessoa. Sí había leído a Antonio Machado, a quien casi me sabía entero de memoria, y seguramente algo habían tenido que ver en mi invención sus apócrifos. Bernardo Delgado era un crítico marxista y su análisis de Ensayo de una despedida terminaba con un reproche que Francisco Brines nunca me perdonaría: “Terminada la relectura del volumen, la impresión, muy subjetiva, del crítico es la de haber estado respirando en un cuarto de aire demasiado enrarecido. Dan ganas de abrir las ventanas para que entre el aire de la historia y purifique el ambiente”. Admirando los versos, encontraba en ellos “un cierto refinamiento burgués que, de espaldas al mundo, sufre de males en gran medida imaginarios”.
            No era lo que yo pensaba, sino Bernardo Delgado, un poeta entonces social, que también encontraba, hablando de Jenaro Talens, el mimetismo gratuito de “la fiebre experimentalista que a partir de los últimos años sesenta le ha entrado a nuestros escritores”.
            La redacción de Jugar con fuego estaba en el número 99 de la calle Rivero, que todavía sigue siendo mi casa, aunque ahora solo la habiten fantasmas. En ella encuentro la colección completa de la revista, no sé si existirá alguna más, y la hojeo como quien se mira a un espejo y se topa con un desconocido.


            Los versos de todas aquellas ficciones mías me interesan poco, pero las reseñas me parece que todavía conservan algún valor. Entonces era yo mejor crítico que poeta, como parece propio de quien tenía más experiencia de los libros que de la vida. No falta quien piensa, y quizá con razón, que sigue ocurriendo lo mismo. “Las tres voces de Ángel González”, firmado por Bernardo Delgado, todavía sigue apareciendo en las bibliografías del poeta.
            En el número tres de la revista aparece una primera entrega de mi diario, atribuida a Luigi Durutti. Todavía me reconozco en alguna de esas anotaciones, aunque el joven ingenuo con el que me he vuelto a tropezar, después de cuarenta años, en la calle Rivero se sentía más viejo de lo que me siento ahora: “Vivir a la espera de lo que no llegará jamás, nostálgicos de lo que no ha existido nunca”.
            Una serie de breves poemas, firmados con mi nombre, llevaban como título un verso de Gil de Biedma y ese fue el pretexto para una breve correspondencia con el poeta: “Desandas lo soñado / y la luz y la vieja / costumbre de estar solo / mientras la vida llega”.
            Los primeros números de Jugar con fuego cumplieron su función. Yo era autor único, editor y distribuidor: desde la oficina de correos, en la calle de la Ferrería, iba la revista a mano de los escritores que a mí me interesaban y despertaron su curiosidad. También la de otros escritores asturianos, como el grupo que se reunía en casa de Ana de Valle, o la de un inédito Víctor Botas que encontró algún ejemplar en la librería Cervantes y le pidió a su mujer, Paulina Cervero, que se pusiera en contacto conmigo.
            Paulina me llevó el manuscrito de Las cosas que me acechan, un libro que había enviado sin éxito al Adonais y que, reelaborado, se publicaría poco después en las ediciones de la revista.
            A partir del número cinco, de 1978, los colaboradores ficticios y los reales alternan en Jugar con fuego. En ese número publica sus primeros poemas quien pronto se convertiría en prestigioso editor, Abelardo Linares, y comienza a configurarse la nómina de Las voces y los ecos, punta de la lanza de la poesía figurativa (que luego se banalizaría con el nombre de poesía de la experiencia) contrapuesta a la estética novísima.
            Hojeo con sorpresa el único número publicado en 1979, un tomo de más de ciento cincuenta páginas en el que no me parece que sobre ni falte nada, al contrario que en los anteriores. Quizá se deba esta buena impresión a que no hay ningún poema mío  Aparecen inéditos de Francisco Brines, Antonio Colinas, Ángel González, Luis Antonio de Villena, Jaime Siles y Carlos Sahagún. Los poemas de Villena, al que entonces admiraba mucho y ahora bastante menos, me parece que están entre los mejores de los suyos, especialmente el que se refiere a “la suave dulzura de la nada”.
            Cada poeta lleva una breve presentación y la de Ángel González termina señalando que en su poema “disuena el tópico verso final”. Y Ángel González no solo no se enfadó ante semejante impertinencia, sino que cuando, años después, lo incluyó en Prosemas o menos el “tópico verso final” (“la belleza fragante de una rosa”) se convirtió en “la belleza impasible de una rosa”.
            Ángel González era muy dubitativo. Nunca publicaba un libro sin dárselo a leer a algunos amigos, especialmente Emilio Alarcos. El último, Otoños y otras luces, no se decidía a darlo por concluido y a través de Josefina, ya había muerto Alarcos, me preguntó si me importaría leer el original. Recuerdo que, como un poeta joven de los que a veces se acercan a conocer mi opinión, se sentó frente a mí, en la cafetería del Rosal que yo entonces frecuentaba una tarde en que me acompañaba Silvia Ugidos. Dije las palabras de elogio esperables y esperadas, pero además –no sería yo si no lo hiciera– me animé a sugerirle algo: muchos poemas no tenían título y a mí me parecía que ganarían con él, incluso me había atrevido a proponer alguno en el texto que me había pasado. Todos me los encontré luego en volumen de Tusquets.
            La crítica oral y la escrita siempre han ido por caminos separados. En Jugar con fuego, una revista que no dependía de nada ni de nadie, jugué a decir lo que muchos pensaban pero nadie decía, o solo lo decían en voz baja y entre amigos. Y me pasé un poco, la verdad.
            “Libros y revistas recibidos” se titula la sección que cierra el número diez. Se trata de un largo diálogo en que un apócrifo Víctor Botas y Bernardo Delgado comentan publicaciones recientes. También se transcriben fragmentos de cartas particulares, pero solo cuando tratan de asuntos literarios. “A mí, Valente y Celaya –escribe Manuel Mantero– me parecen poetas segundones, buenos para rellenar una aspiración en un momento dado, pero solo eso: una aspiración. Han asesinado el valor en/cantatorio de la poesía, el valor órfico. Es música de lata de sardinas. Claro que esto es una opinión… En la posguerra no solo hubo eso de que habla Fernando Ortiz en la revista, Brines, Cántico y no sé quién más (Valente, ¿no?) para enlazar con el 27… ¿Enlazar? ¿Por qué? Con todos los respetos, es una regresión. El poema de Brines que abre el número, con su estilo, su tono…, pero sin cambiar. Se repite, y Paco Brines podía ser una especie de Cavafis en mejor, si lograra trascender lo sexual. Ha dado origen a una tropa de malos imitadores que empalagan con tanto elogio a los rubios donceles”.
            A continuación viene una algo desaforada réplica de Fernando Ortiz en la que define la poesía de uno de sus compañeros de generación como “un hermoso rebuzno sostenido sin desmayo”. Esas cartas, que no deberían haberse publicado, causaron un pequeño revuelo y me ocasionaron una fama de indiscreto que todavía persiste.
            En lugar de enmendarme, el siguiente número de la revista dio otra vuelta de tuerca. Colaboran, entre otros, Francisco Brines, Víctor Botas, Fernando Ortiz, Luis Antonio de Villena. Pero todos los textos son apócrifos. Uno de los poemas de Villena causó un cierto escándalo. Se titula “Recital en provincias” y algunos vieron en él no solo una sátira contra quienes le habían invitado recientemente a presidir un jurado literario en Asturias, sino también cierto menosprecio contra la región (recuerdo el indignado artículo de Evaristo Arce): “Quien quiera castigarme que me envíe / donde el sol esté ausente, donde el aire / perfumado no vibre con los cuerpos desnudos. / El cielo gris me pone gris el alma / y la melancolía de la lluvia / me hace soñar la muerte como un dulce reposo. / Yo no amo esta tierra que levantó montañas / contra la luz de Roma, esta tierra que nunca / supo de las delicias del árabe y del persa”.
            Carlos Bousoño me contó lo ocurrido un día en que Brines fue a visitar a Aleixandre. “No sabía que habías vuelto a escribir poemas, Paco. Me ha gustado mucho el segundo de los que publicas en esa revista de Avilés”. “¿Qué poemas? Yo  no he publicado nada”, respondió Brines sorprendido e indignado. Y con razón. Todavía, en algún erudito estudio, se le atribuyen esos textos.
            En el apócrifo poema de Víctor Botas se habla de aquella España –la España de la transición– como una “jaula de democráticos grillos y de sables impacientes”. Tan impacientes que estábamos con las pruebas de ese número, en la cafetería La Serrana, cuando un camarero se nos acercó y dijo: “Han asaltado el congreso, parece que hay un golpe de Estado”. Botas volvió de inmediato a Oviedo y se pasó la noche destruyendo cualquier rastro de un antiguo viaje a Moscú.
            Hay también en este último número un diario, firmado por Alfonso Sanz Echevarría, anticipo de los que vendrían después. Al releerlo ahora, un fragmento me sorprende especialmente: “¿Viajar? Solo a países que no existen. El mundo es más hondo que extenso. Yo podría pasarme tardes enteras contemplando una pared blanca y nunca terminaría de descubrir maravillas. Esta calle que recorro cada día a la misma hora –de casa a la Biblioteca, de la Biblioteca a casa– encierra ya toda la infinita variedad del Universo. ¿Viajar? Que viaje el que huye o el que no sabe ver”.
            Podría ser un fragmento del Libro del desasosiego y de hecho yo siempre he citado una de esas frases –“el mundo es más hondo que extenso”– como si fuera de Fernando Pessoa. Y quizá lo sea, aunque la escribiera yo.


11 comentarios:

  1. ¿Y un poema de Víctor Botas que se llegó a publicar como tuyo en cierta antología? Porque la cosa iba en dos direcciones...

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  2. Pues ya me dirás porque no recuerdo ese poema ni esa antología, Piquero.

    JLGM

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  3. "Unos papeles con desgana", en la antología "Trece poetas".

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  4. Ese poema forma parte de "Los fantasmas del deseo", el número XI de "Jugar con fuego" en el que yo escribí todos los poemas.

    JLGM

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  5. Lisandro Torreblanca7 de julio de 2015, 7:50

    ¡ Qué contento está José Luis García Martín de haber sido y de continuar siendo José Luis García Martín !

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  6. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  7. Profesor,
    Estoy tratando de contactarlo desde Chile y no he podido encontrar un correo electrónico donde escribirle. Le pido pueda escribirme a nicanor.galleguillos@gmail.com para poder conversar con Ud. Desde ya muchas gracias. Saludos cordiales.

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  8. F., a Piquero: un poco de hielo pa la caló tartesa.8 de julio de 2015, 13:54

    En una bodega de Lavapiés, entre andas procesionales polvorientas a la carcoma, odres de Jumilla más resecos que el Kalahari, fardos amarillentos de El Imparcial y cartillas de racionamiento, hay mujeres hacendosas que trasiegan botellas de agua del padre Manzanares. No tiene esta la pureza de cuarzo de la del Lozoya en Peñalara, pero congela bien y da icebergs de dureza diamantina. Y en ello están las mujeres hacendosas de Madrí, con Manola la Mojada a la cabeza. Doy fe de que la batea se va colmando y de que los viejos frigoríficos resoplan su asma día y noche. Una tarde, allá por las postrimerías del año de gracia, el enorme prisma de hielo saldrá a descomponer la luz velazqueña de la city en un espectro de colores tal que la bandera de los gays pero a lo universal y plebeyo. Y una cuerda de galeotes voluntarios jalará de maromas y enrollará los cabestrantes hasta situar la mole blanca en el Paseo del Prado, más o menos delante del edificio del antiguo Ministerio de Marina. Y allí habrá de producirse la colisión. Y el barco se hundirá.

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    1. Si eres camarada -como supongo- te has de alegrar de que las hacendosas mujeres de Madrí se esfuercen por congelar agua del Manzanares para que el iceberg resultante eche a pique el galeón neo(páleo)cón; ¿no?, Piquero.

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  9. Viajes alrededor de mi cuarto (o de mi quinta)....

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