domingo, 27 de noviembre de 2016

Sin trampa ni cartón: Informes reservados


Sábado, 19 de noviembre
EN COLOMBRES
              
En la escalera de la Quinta Guadalupe, en Colombres, me sorprende un cuadro con el aviso de “Se prohíbe hablar de política”.
            ––Cuando los reyes vinieron por lo del Premio al Pueblo Ejemplar –me cuenta el guía–, también les hizo mucha gracia. Comenzaron a reírse los dos nada más verlo.
            Ayer fui a Colombres, ya en la linde de Cantabria, para hablar de Rubén Darío. Era una tarde gris, muy asturiana, con los fantasiosas casonas de indianos como ancianos aburridos dispuestos a contar su historia al primero que se les acercara.
            Comimos, muy bien, en La Barata, y durante la comida el joven encargado de la Casa de Cultura nos habló del grupo de teatro que dirige. Participa medio pueblo y su problema, al contrario que el habitual, es encontrar obras con muchos personajes para que todos tengan su papel. Ahora están ensayando El inspector, de Gógol, que cuenta cómo un aventurero llega a un remoto pueblo ruso y todos los corruptos del lugar –desde el alcalde hasta el último funcionario– le adulan e intentan sobornarle porque le confunden con un enviado del zar que viene a inspeccionar su labor.
            ––No queremos obras extranjeras, me dicen. Para ellos la cumbre del teatro está en Después de vieyos, gaiteros, de Eloy Fernández Caravera, y cosas así. Las obras las adaptamos una profesora jubilada que vivió en Colombia y yo. Muchas no conseguimos que las acepten, como La asamblea de las mujeres, de Aristófanes, que a mí me parece muy actual. Y luego hay que pelear con unos y con otros: “A mí cámbiame mi papel, que no quiero ser tan antipático”,  “¿Y yo por qué hablo tan poco?”. Resulta difícil mantener la autoridad cuando entre los actores está mi madre y también la que fue mi maestra en la escuela. A veces me tratan como más como a un niño que como al director. Pero lo pasamos bien.
            Mientras él habla, yo me imagino una serie de televisión en la que cada episodio de una hora gira en torno al estreno de una obra. Teatro dentro del teatro, algo que siempre funciona, unos pocos personajes bien caracterizados y otros que van cambiando en cada episodio, costumbrismo y magia: de pronto la entrañable carnicera se convierte en la feroz Medea o el tímido estudiante de Magisterio, que enrojece cuando le dirige la palabra una chica, en un fanfarrón seductor recitando los versos del Tenorio.
            Para el papel de director habría que buscar un actor que se pareciera a Javier Sampedro, con su barbuda apariencia, entre tierna y feroz, de nihilista ruso. Mientras comemos, se me ocurre el argumento de dos o tres guiones y sigo dándole vueltas al asunto durante el paseo por el pueblo y los jardines de la Quinta.
            Me olvido luego del asunto para imaginarme a los reyes riéndose ante el cartel que prohibe hablar de política. “¡A quien se lo van a decir!”, debieron pensar. “Nosotros solo hablamos de política en el dormitorio y eso después de mirar bien que no haya ningún micrófono oculto”.
            Yo he decidido seguir su ejemplo y hasta que no se acerquen nuevas elecciones no pienso hablar más en público de política. ¿Para qué? Prefiero hablar de Rubén Darío, “corazón asombrado de la música astral”, como le llamó Machado, y fantasear obras que no escribiré, vidas que no he vivido. De la serie sobre el teatro de aficionados, paso a otra sobre los diálogos de Felipe y Letizia acerca de la situación política cuando se quedan solos. En la ficción, ninguno de los dos muestra la menor simpatía ni por Rajoy ni por el descabezado PSOE; él es más de Ciudadanos, una derecha moderna sin alforjas de corrupción; a ella se le nota más próxima a Podemos, pero al Podemos de Tania Sánchez y Errejón. ¿Algún día podremos ver en la televisón una serie así? Quizá en la BBC. O en El Intermedio.  



Domingo, 20 de noviembre
DESMONTAR EL POEMA

“¿De qué eres profesor?”, le pregunta al protagonista de Traidor como los nuestros (Ewan McGreogor) la joven a la que se encuentra en una fiesta.
            ––De algo muy aburrido. De poesía.
            ––¡La poesía no es aburrida!
            ––Lo es si se la analiza en sus mínimos elementos como si se hiciera la autopsia.
            Pero desmontar el poema como si se tratara de un reloj y luego volverlo a montar y que siga dando la hora es una de las ocupaciones más divertidas que existen.
            En otra escena de la película, asistimos a una de las clases del profesor.
             “Ciudad irreal, / bajo la niebla oscura de un amanecer de invierno, / la multitud fluía por el puente de Londres, tantos, / jamás pensé que la muerte hubiera deshecho a tantos…”
            Recita los versos de Eliot ante los alumnos distraídos y luego los de Dante que están tras ellos; “tan larga fila / de gente que no hubiese creído yo / que la muerte hubiese deshecho a tanta”.
            No, no es aburrido comentar poemas en clase. No es necesario que un mafioso ruso arrepentido nos pida ayuda mientras viajamos por Marruecos, como la profesor dela película, para que la vida resulte apasionante. Basta con desmontar minuciosamente el reloj del poema y luego volverlo a montar y escuchar que da la hora exacta en los ojos emocionados de algún alumno (casi siempre, alumna).
            La literatura abre puertas por las que se cuela en nuestra casa el aire del mundo; el poema es una ventana por la que asomarnos al espacio infinito o al interior de nosotros mismos.
           

Lunes, 21 de noviembre
MUY RESERVADO

“Muy reservado” se lee al frente de estos amarillentos folios que un amigo encontró en el Rastro. Se trata de un Boletín de información política, mecanografiado, que el Ministerio de Asuntos Exteriores publicaba en los primeros años del franquismo. Sin duda llegaría a muy pocas manos. El boletín correspondiente al 15 de enero de 1941 da cuenta del discurso pronunciado por Mr. Cooks, del Partido Laborista, en el parlamento inglés tras la incorporación de Tánger al protectorado español: “Aprovechó la ocasión para hacer alusiones de mal gusto a los últimos acontecimientos, a la actividad diplomática europea y a S. E. el Caudillo, de quien dijo que ‘gobierna en España por los métodos del pelotón de fusilamiento y la partida de ejecución’. Dando pruebas de cuáles son los verdaderos móviles de quienes como Mr. Cooks se preocupan tanto de Tánger, el diputado laborista se extendió en consideraciones sobre el intento del gobierno inglés de expulsar de Inglaterra a Negrín. Según Mr. Cooks la presencia en Inglaterra del ex cabecilla rojo ‘podría servir de indirecta para el General Franco de que, si piensa unirse al Eje, nosotros tenemos aquí otro Presidente del Consejo, que contaría con el apoyo de la mayoría del pueblo de España”.
            Leo estas páginas reservadas, muy reservadas, que quizá llegaban solo a media docena de personas (¿también al propio general Franco?), como quien tiene la oportunidad de observar la historia entre bambalinas. Alemania y la URSS eran todavía aliados; en Inglaterra se cree “que el Fuhrer desea llegar cuanto antes a un arreglo, siempre sobre la base de consolidar las ganancias recibidas, prefieriendo esto aunque suponga la subsistencia del Imperio Británico, a una victoria final a largo plazo”.
            “Dícese –informa el duque de Alba– que en Alemania hay una fuerte mayoría favorable a la paz, entre los hombres de cierta edad, incluso entre las personas del círculo íntimo de Hítler, citándose al Mariscal Goering. Se asegura en Londres que fuerzas de ocupación a fuerza de gozar de buena vida en los países ocupados, prefieren esto a nuevas aventuras. Se habla de posibles desacuerdos entre Alemania e Italia que pudieran surgir, de extenderse y prolongarse el conflicto. Se subraya que, si bien está en el interés del Japón y la URSS seguir colaborando con Alemania, es sobre la base de un rápido triunfo de esta que traiga consigo el reconocimiento de las regiones anexionadas por uno y otro país y, por último, se llega incluso a sostener que tanto Alemania como Italia temen las consecuencias de una derrota total de Inglaterra por la desorganización consiguiente a esta, que se produciría en extensas regiones de Asia y África”.
            Si Churchil se resistía al acuerdo, estaba previsto colocar al frente del gobierno a un premier más propenso a la paz, en la línea de Chamberlain. “Cuesta trabajo comprender –añade el embajador en Londres– como no se apreciaron, en su justo valor, los esfuerzos que hizo para evitar a su patria un conflicto que, en su clara visión, preveía había de ser catastrófico para la Gran Bretaña”.



Miércoles, 23 de noviembre
LUGARES PROPICIOS A LA FELICIDAD

Esta tarde, a las cinco en punto, al llegar a mi oficina de Los Prados (un rincón del McDonald’s casi sin nadie a esa hora), y pedir el habitual café, el empleado me dijo: “Hoy quiero invitarle yo, hay que cuidar a los clientes habituales”. Sonreí agradecido y pensé que, si todos los clientes fueran como yo (que no gasto más que el euro del café), pronto se quedaría en la calle.
            Mis amigos jóvenes, tan refinados gastrónomos, desprecian la comida rápida y, si viajo con ellos, tengo a veces que caminar kilómetros para dar con un restaurante que han visto recomendado en Internet. Pero de mis viajes en solitario guardo una grata colección de McDonald’s: aquel de París, frente al jardín del Luxemburgo; el de Ginebra, en Rue du Mont Blanch; el de Pekín, en una inmensa calle comercial tras la Ciudad Prohibida de la que no recuerdo ahora el nombre; el de Roma, muy cerca de la escalinata de Santa Trinitá dei Monti; el de Venecia, en la Strada Nuova, al lado de Ca’ d’Oro ; el de Nueva York, frente a la Hearst Tower, el rascacielos que Foster construyó sobre otro de los años veinte; en Burdeos, junto a la plaza de la Victoria… Los restaurantes de comida rápida (recuerdo ahora también el Burger King de Palermo frente a la librería Feltrineli) son los únicos en los que no me deprime cenar solo cuando estoy fuera de casa. Acostarme solo, en cambio, no me ha deprimido nunca.



Jueves, 24 de noviembre
SÁLVAME

Ayer Carolina López, viuda de Roberto Bolaño, publicó un artículo en el que afirma que “es falso que Roberto compartiera su vida y los últimos seis años antes de su fallecimiento con Carmen Pérez”. Hoy, Ignacio Echevarría replica: “Como amigo que fui de Bolaño podría decir muchas cosas de su relación con Carolina. Me las callo de momento”. Pero no deja de aludir a una foto del último cumpleaños del escritor en que aparece abrazado a Carmen Pérez de Vega, “la mujer que pocas semanas después le llevaría al hospital en que murió”.
            Como las polémicas literarias sigan a este nivel, pronto tendrán tanta audiencia como el Sálvame de Jorge Javier Vázquez.



domingo, 20 de noviembre de 2016

Sin trampa ni cartón: Menos lobos


Viernes, 11 de noviembre
UNA CABAÑA EN SOMIEDO

A veces me da por pasar un fin de semana solo, en una cabaña que tengo en el más remoto rincón de Somiedo. Por allí cuidaba el ganado cuando era niño y muchas veces me juré a mí mismo no volver a pisar aquel lugar en cuanto lograra escaparme de él. Y ahora vuelvo con frecuencia, sin que nadie me obligue, no sé bien por qué razón.
            Dejo el coche en unos alojamientos rurales, que son de unos parientes míos, y subo a pie. A buen paso, según mi costumbre, son cinco o seis horas. Suelo llevar un libro en la mochila, solo uno, con frecuencia los fragmentos de los presocráticos, que compré en una librería cerca de la Sorbona hace muchos años; o una edición, también francesa del Libro de los muertos tibetano; o cualquier obra de Nietzsche. Los abro al azar y ya tengo materia para elucubrar durante horas y horas.
            Pero lo que más me gusta es abrir la ventana y quedarme mirando las estrellas. Conozco a muchas y las voy buscando y saludando una a una. Me parece que me hacen un guiño de reconocimiento cuando digo su nombre.
            Lo que voy a contar ocurrió una vez en que cayó una nevada tremenda. La cabaña quedó sepultada y yo tuve que abrir un boquete en el techo para poder asomarme fuera. Tenía comida y agua para tres días. No me quedaba otro remedio que aguantar a la espera de que mejorara el tiempo.
            Al segundo día, cuando puse de nuevo la escalera de mano y me asomé al tejado, vi a lo lejos, entre la nieve fina que seguía cayendo, una manchita oscura que me pareció de una figura humana. Cuando la tuve más cerca, vi que era una mujer. Una mujer joven, como de unos treinta años, el largo pelo rubio cayéndole sobre los hombros, y vestida como quien va a una fiesta, no como quien anda perdido por aquellas montañas.
            Me froté los ojos. Supuse que el mal comer y la larga abstinencia me jugaban una mala pasada y que se trataba de una fantasía erótica. Una fantasía, sin duda, porque cuando me quise dar cuenta la mujer estaba dentro de la cabaña, sentada junto al fuego, en el que, agotada la leña, ya había empezado a quemar algunos viejos muebles.
            “¿Por dónde ha entrado? –fue lo primero que se me ocurrió decir.– Mientras no baje la nieve, solo se pueden entrar y salir por el tejado”.
            Ella me miró sonriente (y tenía los ojos verdes más hermosos que yo haya visto nunca), cogió el libro que yo había dejado sobre la mesa y me leyó, en griego, el más famoso fragmento de Heráclito: “En los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos”.
            Luego se quitó la túnica y se quedó completamente desnuda. Tenía un cuerpo peludo, que no era de mujer, pero tampoco de hombre, no parecía un ser humano. Se lanzó sobre mí, pero yo, no sé cómo, di un salto hacia atrás y logre esquivar la acometida.
            Era un lobo, un lobo famélico, lo que se me había colado en casa. Subí rápidamente la escalera de mano que me llevaba al tejado y luego la retiré para que no pudiera seguirme. Prefería morir de frío allá fuera cuando llegara la noche, a ser devorado por aquel animal, que ya una vez, cuando era niño, había seguido mi rebaño y había estado a punto de alcanzarme. Sus ojos, desde entonces, brillan siempre en mis peores pesadillas, esas que le hacen a uno despertarse con un sudor frío.
            Yo estaba sobre el tejado, pero la cabaña ya no estaba sepultada por la nieve, que había comenzado a derretirse con una rapidez inusual. Bajé, miré por la ventana. En la cabaña no había nadie. Ni mujer ni lobo, pero la túnica que llevaba seguía en el suelo y el libro de los presocráticos que yo compré en París abierto por la página con los fragmentos de Heráclito el oscuro. “Ni aún recorriendo todos los caminos, llegarás a encontrar los limites del alma”, leí.
            Dos días después regresé a la Pola, me reincorporé a mi despacho en el Ayuntamiento, y nada le dije a nadie de lo que había pasado. Nunca se lo conté a nadie, hasta ahora, en que ha pasado tanto tiempo que puede pasar por un cuento.
            (Por un cuento lo tomamos todos en la tertulia, pero yo, que conozco al narrador desde hace años, me inclino a pensar que él lo vivió como verdad, y que quizá lo fuera.)



Sábado, 12 de noviembre
LA ACTUAL POESÍA ESPAÑOLA

Me piden un artículo sobre la actual poesía española para una nueva revista digital y yo me quito el compromiso de encima citando unas viejas palabras de Rubén Darío: “No hay una poesía actual española, sino muchos poetas españoles. Pocos excelentes, algunos buenos y los demás…”
            Los demás, que Darío tiene la cortesía de no calificar, son –¿somos—legión.



Domingo, 13 de noviembre
VENTAJAS DE LA VANIDAD

La vieja imagen de Dios que lo ve todo ha sido sustituida en mi por la del Ian Gibson del futuro, por la del minucioso biógrafo que no va a dejar secreto de mi vida, por inconfesable que sea, sin descubrir. Y yo me esfuerzo porque no haya nada de lo que yo, si pudiera leer esa biografía de dentro de cien años, tuviera que avergonzarme.



Lunes, 14 de noviembre
SIN DESDEÑAR A NADIE

“Para qué tantos libros, tantos papeles, tantas pamplinas” se pregunta en un poema Blas de Otero. Y continúa: “Cuanto mejor callejear a la deriva, / esto sí que es un libro, / lo que se dice un libro de tamaño natural, / lleno de gente, tiendas, puestos de periódicos, casas en construcción y otros versos”.
            Sin desdeñar a nadie, y menos que nadie a Antonio Machado o a Miguel de Cervantes, va siendo también cada día más el libro que yo prefiero.

Martes, 15 de noviembre
LA GRAN LUNA

Sí, yo también contemplé ayer, como todo el mundo, la gran luna sobre la ciudad. Nunca ninguna estrella despertó tanta expectación. En todas las esquinas, se arracimaba la gente para saludarla y fotografiarla. Pensé que sería bueno que, en noches como esta, se apagara el alumbrado callejero durante un tiempo para que pudiéramos contemplarla en todo su esplendor. No sé cómo a ninguno de los nuevos ayuntamientos, tan ecológicos ellos, se les ha ocurrido aún la idea.
            Pero la luna que yo vi ayer no tiene nada que ver con la que hoy aparece en la primera página de todos los periódicos. La que yo vi era tan hermosa como de costumbre, pero solo mínimamente mayor que la luna llena de todos los meses. La de los periódicos parece sacada de una película de Georges Méliès: dorada, inmensa, con la silueta de los que la observan recortada sobre ella, parece casi a punto de entrar en contacto con la Tierra.
            A quien debo creer, ¿a mis ojos o a las cámaras fotográficas, a la realidad o a los periódicos? Dicen que hay que esperar no sé cuántos años para volver a verla con el mismo esplendor, que allá por el 6 de diciembre de 2052 (yo ya habré cumplido los 102 años) estará más cerca de la Tierra que nunca, a solo trecientos cincuenta y seis mil cuatrocientos veintinueve kilómetros, pero yo me conformaría con que el próximo mes se apagaran durante un tiempo los focos que iluminan la torre de la catedral y las dejaran a las dos dialogar a solas, como en tiempos de Clarín.



Miércoles, 16 de noviembre
ESOS POETAS

Me fastidian esos poetas que se dedican solo a promocionarse a sí mismos en lugar de a algo más importante, como por ejemplo promocionarme a mí mismo.


Jueves, 17 de noviembre
AUTOBIOGRAFÍA Y FICCIÓN

¿La vida es una ficción  basada en hechos reales? Pienso en Los Golberg, esa serie autobiográfica en la que Adam F. Golberg cuenta su infancia allá por los años ochenta. Se trata de una algo tópica y divertidamente disparatada caricatura de una familia judía, con la madre sobreprotectora y manipuladora y el padre bonachón y calzonazos, pero de pronto nos incluye fragmentos de los vídeos que el niño Adam grababa entonces sobre su familia y esas imágenes borrosas dotan a la ficción de una sensación de verdad superior a la que ellas solas tienen.
            Lo mismo pasa con el final de Sully, la película de Clint Eastwood que cuenta el amerizaje de un avión sobre el Hudson en enero de 2009. Tras los títulos de crédito, cuando ya los más impacientes han salido del cine, las fotos del suceso y el piloto –Chesley Sullenberger, no Tom Hanks– hablando a los verdaderos pasajeros añaden verdad a lo que hemos visto, no se la quitan.
            La vida tiene muchas cosas que contar, pero no sabe hacerlo. Para eso está la ficción. Y la vida contada, la vida imaginativamente recreada, acaba siendo la verdadera vida, no la que se difumina en la memoria.

Viernes, 18 de noviembre
ACERCA DE LA POSTERIDAD

¡Uf! Qué pesadilla. Soñé que, como en el cuento de Max Beerbohm que reproduce Borges en su Antología de la literatura fantástica, se me aparecía el diablo y me ofrecía trasladarme en el tiempo para que pudiera echar una ojeada a las historias de la literatura de dentro de cien años, esas que, según mi secreta esperanza, me van a colocar definitivamente en mi lugar.
            Busqué, en la más voluminosa, el capítulo titulado “La poesía entre dos siglos: finales del siglo XX y principios del siglo XXI”. Se mencionaban nombres y más nombres, casi todos leídos y reseñados por mí, pero el mío no aparecía por ninguna parte.
            ¡No puede ser!, grité. Y el mismo grito me hizo despertar. Faltaba mi nombre, pero no –lo recuerdo bien– ni el de Karmelo C. Iribarren ni el de Vicente Luis Mora (este último, aparte de poeta, era el crítico más citado).





domingo, 13 de noviembre de 2016

Sin trampa ni cartón: De mi país, del amor y de Sevilla



Viernes, 4 de noviembre
LLUVIA EN MI CORAZÓN

Llego a Sevilla para hablar del libro póstumo de un poeta amigo, Rafael Suárez Plácido, y por teléfono me dan la noticia de que ha muerto Esther Segovia, amiga de los primeros tiempos de la tertulia Óliver. Una lluvia desapacible hace de esta ciudad, que recuerdo siempre luminosa, el decorado más acorde para mi estado de ánimo.
            No había cumplido veinte años Esther cuando comenzó a ir por la tertulia. Ya trabajaba en un periódico, ya estaba al tanto de todo, ya parecía dispuesta a comerse el mundo. Más tarde, cuando ya había dejado la tertulia, de vez en cuando me la encontraba en el aeropuerto o en la estación de autobuses y me contaba sus éxitos en Madrid. También algunas peripecias de su vida sentimental, siempre turbulenta.
            Luego volvió a Avilés y entró en un túnel oscuro y yo le perdí la pista. De sus desventuras últimas supe por Marian Suárez, que siempre mantuvo el contacto.
            “Llanto en mi corazón / y lluvia en la ciudad”, como en los versos de Verlaine. Más que llanto, algo de mala conciencia. A Esther Segovia no sé si la tratamos del todo bien en aquellos viejos tiempos de la tertulia tan descaradamente machistas. Nos molestaba un poco su impertinencia, su desparpajo, aquel alardear de sus conquistas –casi siempre celebridades– que tendíamos a considerar imaginarias, aunque quizá no siempre lo fueran, y de sus contactos con gente importante.
            En Sevilla me encuentro con José Luis Piquero, otro de los veteranos de Óliver, pero cuando él llegó Esther ya andaba por Madrid, trabajando en una productora de televisión. No creo que llegaran a encontrarse.
            El Primer cuaderno de Óliver, publicado en 1982, incluía una colaboración Esther Segovia, “Retrato de poeta (fragmentos de una novela inédita)”, que me caricaturizaba; yo me vengué haciéndola aparecer en La trama de Árgel, una olvidada novela juvenil que escribí por entonces.
            Las bromas para ella se tornaron pronto veras, desapareció en el lado oscuro mientras yo seguía con mi rutina de siempre. Alguna vez me llamó y su voz parecía venir ya de otro mundo.
            Junto al recuerdo de Esther me viene a la memoria el de otro infortunado amigo, Juan Manuel Pendás Benito, filósofo peripatético, empedernido escritor de cartas a los periódicos. Colaboró también en aquel cuaderno inicial de la tertulia y yo recuerdo ahora, tantos años después, uno de sus aforismos: “Las sandalias y las zapatillas viejas deberían utilizarse para enterrar a los ratones muertos”.
            Para enterrar a los recuerdos muertos, ¿qué debemos utilizar? Mañana me habré olvidado de Esther y de Pendás, pero hoy en Sevilla, en una Sevilla con negros crespones de lluvia, sus sombras se sientan frente a mí cuando hablo del libro póstumo de Rafael Suárez Plácido.
            Sentimientos mezclados: la alegría de ser un superviviente, la mala conciencia por serlo.


Sábado, 5 de noviembre
PASEO CON AMIGOS

En contraste con el día de ayer, hoy amanece soleado por dentro y por fuera. Ayer, este inmenso hotel me parecía el más apropiado para que Cesare Pavese se suicidara; hoy, ya me encuentro como en casa. Tras el café y la fruta del desayuno, me pongo a caminar, avenida de la Palmeras adelante, hasta el centro de la ciudad. No tengo ninguna prisa, me acompaña el sol, me entretengo contemplando los pabellones de la exposición del 29, que a veces, no sé bien por qué, me parecen inspirados en alguna viñeta de las aventuras de Tintín.
            A las diez he quedado en el museo arqueológico con Juan Lamillar, que es poeta minucioso  y conoce como nadie todos los secretos de Sevilla. Llego un poco antes y aprovecho para escuchar a Haendel en el iPod.
            Trajano, Adriano, un busto de Alejandro Magno que recuerda a Antinoo… ¡Cuántos admirados amigos tengo dentro de este museo! Pero mis favorita es Venus, la espléndida Venus que surge de las aguas sin avergonzarse de su desnudez, y Hermes, el mensajero de los dioses, cuyos alados pies quisiera que fueran los míos.
            Juan Lamillar me deja a la una y a esa hora me encuentro con José Luna Borge, amigo desde mis tiempos de estudiante en la Facultad. Le entregué en mano el primer número de la revista Jugar con fuego y ahora, más de cuarenta años después, le traigo un ejemplar de la edición facsímil. Vivir es ir cerrando círculos.
            Juntos visitamos la exposición dedicada a Borges y nos quedamos un largo rato oyéndole hablar de la ceguera en una vieja grabación en blanco y negro. No ha perdido nada de su encanto. “¡Cómo le gustaría a Botas estar aquí!”, dice de pronto Luna Borge y en ese mismo momento estaba yo pensando en ese otro amigo con el que tantas veces hablamos de Borges y que nunca ha dejado de acompañarnos.
            Con Botas estaba yo aquel día de 1986 en que nos enteramos de la muerte del escritor en Ginebra. Ahora contemplo aquí las primeras ediciones de sus libros, los dibujos de su hermana, docenas de fotografías, pero lo que más me fascina son las páginas de La Nación en que se publicaron por primera vez sus poemas. Se leen de otra manera, vistos así en su contexto, entre artículos de Eduardo Mallea o Julián Marías: “El hoy fugaz es tenue y es eterno; / otro cielo no esperes, ni otro infierno”.
            Acompaño luego a Luna Borge hasta su apartamento en un renovado palacio de la calle Pajaritos. Admiro el patio, con su fuente callada y sus arcos de mármol, subo hasta la terraza y me sorprende, pavoneándose junto a la Giralda, una rara torre, invisible desde la calle, con algo de faro: aquí podría vivir el capitán Nemo o cualquier desengañado personaje de Julio Verne, aquí podría vivir yo.
            José Luna Borge, como tantos amigos de mi edad, vive solo y siente que sus méritos literarios no son lo sufientemente reconocidos. Me identifico con él en ambas cosas, pero yo –siempre tan egoísta y precavido– en la primera de ellas he tenido la precaución de ahorrarme los enojosos trámites intermedios, y a la segunda no le doy demasiada importancia: soy de los que piensan que las pompas, fúnebres; y los homenajes, póstumos. 
            Cuando dejo a Luna Borge, me encuentro con Abelardo Linares. Me gusta esto de ir pasando de un amigo a otro mientras paseo por la ciudad. Ya se sabe que yo no me canso, pero canso. De esta forma soy más llevadero. Claro que Abelardo Linares, en el deporte de debatir sobre cualquier tema (en realidad solo dos: política o literatura) es casi tan incansable como yo. Últimamente parece estar perdiendo facultades: le gano siempre. Claro que es difícil no ganarle si discutimos sobre un libro, la antología de poesía española preparada por Araceli Iravedra, del que él solo conoce la lista de los poetas incluidos y yo me he leído de la primera a la última de sus mil páginas.
            Abelardo Linares paseó con Borges por Sevilla (también estuvo con él en Buenos Aires) y mientras tomamos un café en el Starbucks de la calle Alemanes me cuenta algunas de sus anécdotas. Un pésimo poeta local se empeñó en leerle, frente a la Giralda, media docena de sonetos que le había dedicado. “Debe ser triste, maestro, no poder contemplar esta maravilla”, le dijo. “Sí –respondió Borges–, es triste para mí ser ciego y es una suerte para ella ser sorda”.


Domingo, 6 de noviembre
POR LA ORILLA DEL GUALDALQUIVIR

Soy un ateo fascinado por la experiencia religiosa. Dios es un invento humano, pero un prodigioso invento humano, como el Quijote o el milagro de Internet.
            Gonzalo Gragera, otro amigo sevillano, me propone asistir a la procesión de Jesús del Gran Poder, que se celebra excepcionalmente por ser el año de la Misericordia: lo acepto como un regalo más.
            Tras darme una vuelta por el barrio de Santa Cruz (que mi amigo me dice que no es más que un invento historicista del siglo XIX), a las once en punto estoy frente a la catedral. Durante media hora desfilan lo cofrades en silencio; luego aparece la figura del Cristo con la cruz a cuestas y el silencio se hace más intenso.
            No es un espectáculo para turistas, ciertamente, no hay música ni palmas ni nada que tenga que ver con el folklore. El paseo del Gran Poder desde la catedral hasta su capilla de San Lorenzo durará más de seis horas. Cuando termina de pasar ante nosotros, mucha gente sale corriendo para verle de nuevo en otro lugar. Yo no he sentido más que curiosidad, al contrario que en Jerusalén cuando asistí al comienzo del sabbat ante el Muro de las Lamentaciones, la emoción de los demás no se me ha contagiado.
            Lo hace luego cuando visito el hospital de la Caridad, ese suntuoso monumento barroco que la modestia del arrepentido Miguel de Mañara edificó para su mayor gloria. Recorro la iglesia y el hospital, ahora asilo de ancianos, y me detengo largo tiempo ante los dos cuadros de Valdés Leal: “In ictu oculi”, “Finis gloria mundi”. En un abrir y cerrar de ojos la muerte nos arrebata toda la gloria del mundo.
            Pero de momento, mientras paseo por la orilla del Gualdalquivir en este azul domingo de noviembre, toda la gloria del mundo está conmigo. Y yo abro y cierro los ojos sin acabar de creérmelo, seguro de no merecerla.


Lunes, 7 de noviembre
CONFIDENCIAS DE UN SEXAGENARIO

Ya sé que es algo que no debe decirse y por eso yo nunca lo comento con nadie, pero los amores eternos que prefiero siguen siendo aquellos que no duran más de un fin de semana.
            (Una vez tuve uno que duró un mes y no que quedaron ganas de repetir la experiencia.)


Jueves, 10 de noviembre
AMOR Y DESAMOR

Durante la presentación de Nuestro desamor a España, de Juan Pedro Aparicio, leo Escribir y borrar, la antología que acaba de publicar Ada Salas. No por eso dejo de escuchar a Xuan Bello, que se mete en un jardín de buenas intenciones, ni a Pedro de Silva, que resume muy didácticamente la tesis del libro.
            “No estoy de acuerdo con el título”, comento yo a la salida.
            “Pues yo creo que el título es un acierto. Los españoles no amamos a España. Yo, por ejemplo, no amo a España. Me gusta, pero no la amo”.
            Miro al expresidente del Principado con sorpresa. Yo, en cambio, como la mayoría de mis conciudadanos (salvo los que no se consideran españoles), amo a mí país como a mí mismo, aunque haya cosas en él que no me gustan. También hay cosas en mí que detesto y no por eso me amo menos.









domingo, 6 de noviembre de 2016

Sin trampa ni cartón: No más política


Viernes, 28 de octubre
GUARDAR SECRETOS

En el taxi que nos devuelve desde el café Iruña hasta el hotel de Noáin, hablamos de los tres escritores que nacieron el año en que se inauguró –nada menos que Pessoa, Eliot y Gómez de la Serna– y luego comenzamos a recitar poemas. María José dice que ella solo recuerda los proverbios y cantares de Antonio Machado: “El que espera desespera, / dice la voz popular. / ¡Qué verdad tan verdadera! / La verdad es lo que es / y sigue siendo verdad / aunque se piense al revés”.
            Durante un rato vamos alternando los versos en coro amebeo –“Poned atención, / un corazón solitario / no es un corazón”– y de pronto oímos la voz del taxista: “Qué maravilla escuchar poesía. Creo que voy a tener que pagarles yo al final del trayecto en lugar de cobrarles a ustedes”.
            Un taxista al que le gusta la poesía no es algo a lo que estemos acostumbrados, pero lo que a mí más me sorprendió fue la facilidad con que se vuelven invisibles, como si no existieran, los que nos rodean. Recuerdo que una vez, comprando en el Mercadona, me saludó muy amablemente un desconocido: “Yo estuve muchos años de camarero en el Reconquista. ¿Sigue usted dando caña en el jurado de los Premios?”
            ¿Dando caña? Recordé algunas discusiones, un poco salidas de tono, con Anson, con Víctor de la Concha o con Sánchez Dragó, y también que de vez en cuando entraban a servirnos un café o a llenarnos la copa de agua. No recuerdo la cara de ninguno de ellos, pero resulta que ellos –al menos uno– se enteraban de todo.
            No hizo falta que se inventaran las redes sociales para nuestra intimidad fuera pública. La aireamos al hablar por teléfono o con un amigo en la cafetería,  mientras discutimos con la pareja en el taxi que nos lleva al aeropuerto.
            Quien quiera saber todo sobre cualquiera de nosotros lo tiene fácil. Inútil tomar precauciones. No se puede estar siempre hablando en voz baja, mirando alrededor, comprobando si el teléfono está pinchado, cambiando las claves de acceso al correo electrónico. Lo que de nosotros ignora el amigo más cercano lo sabe el taxista, el portero del hotel, aquel desconocido que se sentó a nuestro lado durante un largo viaje en tren.
            Lo mejor para conservar secretos nuestros secretos es airearlos como si no nos importaran. O no tenerlos, que es lo que me pasa a mí, aunque me guste fingir otra cosa para hacerme el interesante.


Sábado, 29 de octubre
INCIDENTE EN IRATI

El síndrome de Stendhal no solo puede darse recorriendo los museos vaticanos o paseando entre las maravillas renacentistas de Florencia. Yo lo sentí en la selva de Irati, ese prodigioso laberinto de hayas y de abetos, de susurrantes arroyos cristalinos y de buitres leonados sobre el azul del cielo. Comencé a caminar en la ermita de la Virgen de las Nieves, de asombro en asombro le di la vuelta al lago de Irabia, pero a mitad del camino de regreso tuve que tenderme en el suelo junto a una de las casas forestales porque de pronto me abandonaron las fuerzas –apenas si llevaba unas cuatro horas caminando, admirando, haciendo fotos– y temí desfallecer y rodar hasta el agua desde alguno de los empinados senderos.
            Cerré los ojos, sentí un sudor frío. No pude dejar de pensar en la extraña aventura de mi vida, de cualquier vida. Siempre he sido un hombre rutinario, al que nunca le pasa nada, al que le gusta que nunca le pase nada, y ahora me encontraba tendido en el suelo, casi desvanecido, sin cobertura en el móvil, en el centro de un bosque de bosques de cerca de veinte mil hectáreas, que los peregrinos del camino de Santiago que van desde San Juan de Pie de Puerto hasta Roncesvalles contemplan a su izquierda, inmenso, amenazador, casi impenetrable.
            Pero no solo el mítico Basajaun, señor de los bosques, y las Laminak, ninfas de los ríos, recorrieron estos lugares. También hubo carboneros y fabricantes de remos y de duelas y contrabandistas y cacerías de los reyes de Navarra. Ahora no hay lugar mejor para reconciliarse, en estos días soleados del otoño, con la belleza del mundo.
            Cerrados los ojos, no sabiendo si podré volver con mi propia pie o tendrán que venir a rescatarme, escucho distantes las esquilas de las vacas, como en un romance de Juan Ramón Jiménez, y también el silencio, la música mejor.
            Un ruido leve, el que hace un corazón al detenerse, y todo podría haber terminado aquí. Un sorprendente final para una vida tan predecible como la mía, en la que nunca pasa nada.


Domingo, 30 de octubre
EPISODIOS NACIONALES

Paseo por los jardines del parador de Argómaniz, contemplo la sierra Gorbea sobre la llanura alavesa, y me gusta pensar que Napoleón también se alojó en este viejo palacio. Muy cerca tuvo lugar la batalla que Galdós narra en El equipaje del rey José, la que decidió el final de la aventura napoleónica en España. De vivir entonces, yo habría sido sin duda uno de los afrancesados y, como Goya o Moratín, acabaría exiliado en Burdeos, que no me parece el peor lugar para vivir olvidado de las tribulaciones patrias, del gusto, tan español, de gritar “vivan las cadenas”..
            Me gustan los lugares que me cuentan una historia. Y raro es el sitio que no lo hace. Cierro los ojos y contemplo al batallón de húsares británicos cargar contra la berlina del rey José y a este saltar aterrado sobre un caballo y huir dejando desparramado alrededor del carruaje todo el tesoro que llevaba consigo.



Lunes, 31 de octubre
EL PEQUEÑO MARTÍN

No sé si los niños vienen todavía con un pan debajo del brazo, pero para mí traen siempre consigo un territorio nuevo. Nunca visito la casa de ningún amigo. No hay nada que me haga abandonar mi rutina, las cuatro calles habituales, salvo ese prodigio, esa maravilla que nunca me canso de admirar, que es un recién nacido.
            El pequeño Martín me ha regalado la Corredoria, un barrio muy cercano a mi casa, pero en el que nunca había estado antes. Ahora me resulta familiar la parada de autobús en Cuatro Caños.
            Hoy Martín me ha llevado –es un decir, dormía en su cochecito con la tranquilidad de quien sabe que el universo entero gira a su alrededor– hasta la biblioteca pública, al lado mismo de la carretera y sin embargo tan secretamente apacible.
            Sabe ya que me gustan los libros y que solo hay otra cosa en el mundo que me gustan tanto como ellos: los seres humanos en general y los gatos y los bebés en particular.


Martes, 1 de noviembre
SIN ESPERANZA, CON CONVENCIMIENTO

Parece que ya tenemos presidente, pero el gobierno sigue en funciones. No hay ninguna prisa. La legislatura será larga, durará todo lo que permita la ley y un poquito más. Y será tranquila. El amansado PSOE no dará ninguna guerra, andará muy entretenido tratando de asestarle la puñalada definitiva a ese ingenuo que se creía lo que decía y prometía. Sin esperanza, pero con convencimiento, le he enviado mi apoyo a la plataforma que acaba de crear.
            A nadie le gusta reconocer que ha fallado en sus análisis, que ha fracaso en todas sus previsiones. Pero a mí no me queda más remedio que admitir la humillación. Nunca me había imaginado una situación como esta, con la izquierda (o lo que yo hasta ayer mismo creí tal) sirviendo de muleta al partido más corrupto de la historia de España (aunque reconozco que en eso hay mucha competencia). Pero la realidad es la que es.
            A los votantes estafados solo nos queda el derecho a la pataleta. Yo lo he ejercido hasta quedarme ronco. Ahora me vuelvo a mis cuarteles de invierno a esperar a que escampe. No más política.


Miércoles, 2 de noviembre
ACERCA DE LA INMORTALIDAD

“Si ahora apenas nadie nos lee –me dice un amigo poeta–, ¿quién crees que va a hacerlo después? Desengáñate, eso de la inmortalidad que tanto te preocupa es una tontería”.
            La verdad es que no me preocupa. Me preocuparía si yo me convirtiera en un atractivo turístico y me inmortalizaran como uno de esos feos muñecotes junto a los que se fotografían los turísticas. Recuerdo la estatua de Berlanga en Sos del Rey Católico. Da un poco de grima verlo descalzo y desmañadamente sentado junto a la Peña Feliciana, el lugar más emblemático del pueblo. Pasea uno por aquella hermosas calles empedradas, se pierde en la judería, se cobija bajo el gran soportal de la mínima plaza mayor, visita las pinturas de la cripta de San Esteban y al salir se encuentra de pronto con ese espantajo. Berlanga rodó aquí La vaquilla y ese fue el pretexto para ridiculizarlo.
            Yo me conformo con que me sigan leyendo, aunque sea tan poco como ahora, dentro de cien, doscientos o mil años. Y con que le den mi nombre a un colegio o a una biblioteca. Uno es así de falsamente modesto.



Jueves, 3 de noviembre
ESE  MUERTO ESTÁ MUY VIVO

Qué susto cuando, en la presentación de un libro de poemas, me encuentra en la librería Cervantes al senador Areces, a quien yo confiadamente voté y que luego, en cuanto tuvo mi voto, no dudó en correr para regalárselo a Rajoy. Me conozco, sé que mi saluda no tardaré en decirle lo que pienso de él. Hago como que no le veo, no quiero provocar un incidente que desluzca la presentación de Lengua del duelo, un título muy adecuado para este momento.
            Como en el famoso capítulo de la espada del vizcaíno en el Quijote, interrumpo aquí la historia. Dejo a Javier Fernández (espero que pronto haya que explicar en nota quién es este señor), apretando con un pie el freno para retrasar todo lo posible el congreso de su partido (“¿Qué es eso de que los militantes deciden? ¡Esto no es Podemos!”) y alzando con las dos manos la pala de enterrador para asestar un fuerte golpe en la cabeza de Pedro Sánchez, sepultado vivo, si pretende salir de la tumba.