domingo, 29 de enero de 2017

Sin trampa ni cartón: El desconocido de Turín


Viernes, 20 de enero
EN EL PARQUE LEZAMA

El momento que yo prefiero de la tertulia es a última hora, en el Chelsea, cuando quedamos solos los más fieles y llega el momento de las confidencias. Más de una vez, yo mismo, que nunca suelo hablar de cosas personales, he estado a punto de mostrar mi corazón al desnudo, aunque siempre he sabido contenerme en el último momento y he dejado que los que se desnudaran –metafóricamente– fueran otros.
            La noche de este viernes ya solo quedábamos tres en aquella confortable penumbra, como de club inglés para hombres solos, y cuando, tras un rato de silencio, iba yo a comenzar hablar y a pedir consejo sobre un asuntillo que me trae a mal traer, un desconocido se acercó a nosotros desde la barra con una copa en la mano.
            “¿Les molesta que me siente un momento? Soy amigo de Xuan Bello y él me ha dicho en alguna ocasión que por qué no paso por vuestra tertulia. No acabo de decidirme, pero hoy les he oído hablar del librero Abelardo Linares, que al parecer ha estado en Asturias, y resulta que yo le conozco. Compró la biblioteca de mi abuelo en Buenos Aires. Una biblioteca espléndida, quizá no debería haberla vendido, pero qué iba a hacer con ella. Todo el que podía salía pitando de aquella Argentina que hacía agua por todas partes. Mi abuelo no tenía estudios, apenas si había ido a la escuela, pero era un gran lector. Había nacido en una aldea de Somiedo y había escapado a América a los trece o catorce años. Era un gran lector, ya dije. Primero recortaba los artículos de Unamuno, de Azorín, de Pérez de Ayala, en los diarios de allí, en La Prensa o en La Nación y luego fue comprando los libros de los escritores españoles que admiraba tanto. Don Abelardo –así le llamábamos allí– se quedó por cuatro pesos con primeras ediciones de los más grandes. Cuando me vine a España, viví primero en Córdoba, donde tenía familia mi exmujer, y el director de un suplemento literario, Antonio Rodríguez creo que se llamaba, dijo que eso había que denunciarlo y quiso que yo hablara mal del librero que, en realidad, nos había permitido sacar el billete para España. Él hizo un buen negocio, pero no creo que yo pudiera haberlo hecho mejor. Entonces se vendían muchas bibliotecas. Quería que yo escribiera un artículo o entrevistarme, pero ni una cosa ni otra. Me habría gustado saludar ahora a don Abelardo. Siento no haberme enterado antes y haber asistido a la presentación en Cervantes. Conozco además a Ana Vega, de alguna noche en El Olivar. Mi abuelo era muy tímido, leía y admiraba también a muchos escritores argentinos, pero nunca se atrevió a acercarse a ninguno. Sin embargo, conoció a Borges. Le gustaba repetir la historia, un poco como la gran aventura de su vida, aunque toda su vida estaba llena de hazañas, no se llega a la Argentina todavía casi niño, con una mano atrás y otra delante, y a los cuarenta años se es dueño de una pequeña fortuna, que luego despilfarró mi padre, pero esa es otra historia. Mi abuelo conoció a Borges antes de que se convirtiera en la figura popular, una especie de Maradona de las letras, que sería después. Creo que todavía eran los tiempos de Perón y Borges no estaba completamente ciego. Al menos, todavía salía solo de casa, y sin bastón. Mi abuelo, al cruzar cierta noche el parque Lezama, vio de lejos, en medio de una apartada glorieta, una figura que le resultó vagamente familiar. Se acercó y enseguida reconoció a Borges por las fotografías de sus libros, que coleccionaba cuidadosamente. Estaba inmóvil, como esperando a alguien, en aquella noche de principios de otoño, ya un poco fría. Mi abuelo dudó mucho si acercarse o no. No quería molestar, pero aquel parque, cercar de La Boca, se convertía de noche en un lugar peligroso, como todos los parques. “Disculpe que le moleste, señor Borges, ¿puedo ayudarle en algo?”. El escritor se sobresaltó, abstraído en sus pensamientos, no le había sentido llegar. “Tenía una cita, pero ya no creo que venga. Si me acompaña a casa, se lo agradecería. Vivo en Maipú, muy cerca de la plaza San Martín”. Mi abuelo le acompañó a casa y allí conoció a la madre, una enérgica anciana, que estaba muy preocupada y le riñó como a un niño. “¡A quién se le ocurre, Georgie, andar por ahí solo a estas horas!”. Varias veces pensó en llamar a la policía, pero se fiaba menos de ella que de los malevos. Alguna vez vio después mi abuelo al escritor, cuando ya era muy famoso, paseando por Florida o en alguna confitería, pero nunca se atrevió a acercarse a él. Ni siquiera le pidió que le dedicara un libro. Yo se lo reprochaba siempre que me contaba esta historia”.


Sábado, 21 de enero
SOY EL CUERVO

Mi vida se puede compendiar en dos de las fábulas que leíamos cuando niños. Una es la de la zorra y el cuervo, y en ella yo soy el cuervo; otra, la de la zorra y las uvas.
            Un cuervo estaba en lo alto de un árbol con un queso, que acababa de robar, en el pico. Una zorra pasó por allí y se le hizo la boca agua ante aquel apetitoso manjar. “Qué gusto encontrarle, señor cuervo. Qué hermoso plumaje y, sobre todo, qué maravillosa voz. El ruiseñor tiene mucha fama, pero cuando cante el cuervo que se callen todos los ruiseñores”.
            Y siguió elogiándole y  elogiándole hasta que el cuervo, cada vez más orondo, no pudo resistir la tentación de ponerse a cantar para que todo el mundo le admirara. Y entonces el queso se le cayó del pico y mientras el cuervo seguía dando al viento su graznido con los ojos entrecerrados de gozo, la zorra escapaba con el manjar relamiéndose de gusto.
            ¡Cuántas veces me habrá pasado a mí lo mismo! Y no escarmiento.


Lunes, 23 de enero
NUNCA MIENTO

“Gabriel García Márquez situaba el origen de su literatura en el viaje que hizo con su madre a Arataca para vender la casa de sus abuelos en la que había pasado la niñez. Decía que había tenido lugar en 1950, antes de comenzar a escribir La hojarasca. Un biógrafo demostró que había sido en 1952, cuando ese relato ya estaba escrito. García Márquez no solo no rectificó, sino que quiso obligar al biógrafo a cambiar la fecha. También decía que había llegado a México el 2 de julio de 1961, el mismo día en que Hemingway se pegaba un tiro, pero se conservan cartas enviadas desde México antes de esa fecha. ¿También tú mientes al contar tu vida? ¿También tú la arreglas para que resulte más interesante?”
            (Enrique Bueres me está haciendo una entrevista por etapas y de vez en cuando me encuentro en el móvil con una larga pregunta que suelo responder brevemente.)
            “Yo no miento jamás. Pero si alguna vez mintiera procuraría hacerlo en aspectos de mi vida en que no hubiera testigos o documentos que pudieran desmentirme. Tengo más respeto por la verdad que el fantasioso Nobel, o no soy tan ingenuo.”


Jueves, 26 de enero
EN EL PRETIL DEL PUENTE

¿Quién no ha sentido alguna vez que la vida en general, y la suya en particular, carece de sentido? A mí me ocurre muy de tarde en tarde, pero me ocurre, y siempre cuando menos lo espero. Mi remedio es seguir maquinalmente con las costumbres habituales (soy de esas personas que tienen previsto, minuto a minuto, lo que han de hacer cada día), hasta que de pronto cualquier aparente nimiedad --un libro en el escaparate de la librería, una mirada al vuelo, una sonrisa que ni siquiera era para mí-- me devuelve la alegría y me llena de gratitud por estar vivo. Pero a veces esos tropezones, ese meter el pie en alguno de los socavones de la realidad, me sorprende fuera de mi rutina habitual, en algún viaje.
            Lo que voy a contar ocurrió en Turín, hace tres o cuatro años, en el Turín en que se volvió loco Nietzsche y se mató Pavese, un día de enero en que las calles aparecieron cubiertas de nieve. Yo había ido a Turín con el pretexto de una vaga cita amorosa que luego quedó en nada. El billete de regreso era para unos días después y no tenía nada que hacer ni ganas de hacer nada.
            Estaba apoyado en el pretil de uno de los puentes sobre el Po, uno muy historiado y con estatuas del que no recuerdo ahora el nombre, mirando las aguas oscuras, sin sentir la nieve que había comenzado a caer y que comenzaba a empaparme y a cubrirme de blanco, cuando sentí una mano sobre mi hombro.
            "¿Qué hay, amigo? ¿No estará pensando en hacer alguna locura?"
            Me di la vuelta avergonzado. "No, no". Debía de tener un aspecto tan deplorable que hasta suscitaba la compasión de un transeúnte; sin duda temió que pensara suicidarme arrojándome al agua, como en las malas novelas, esas a las que les gusta parecerse a la vida misma. Aquel inesperado samaritano debía tener entre cincuenta y sesenta años, pelo blanco, barba blanca muy bien arreglada, por debajo del abrigo se adivinaban las solapas de un esmoquin. Solo le faltaba un bastón con puño de plata y un sombrero de copa para parecer uno de esos magos que actúan en los circos. Sombrero no llevaba, pero sí el bastón. Me miraba muy serio, sin sonreír, y yo tras el primer momento de vergüenza sentía un poco de miedo.
            "Voy a una fiesta. Si no tiene nada mejor que hacer, le invito a acompañarme. No está el tiempo como para andar dando paseos por la calle".
            Me excusé como pude. "Regreso a mi hotel. Está aquí muy cerca". Y le dije el nombre, no quería que pensara que yo era un vagabundo, un sin techo, aunque así es como yo me sentía en aquel momento.
            "No hay más que hablar", dijo cogiéndome del brazo. "Hay bebidas, música, buena calefacción y mujeres bonitas". No me vio muy entusiasmado. "Mujeres o lo que usted prefiera, si prefiere otra cosa, que yo en eso no me meto".
            No estaba mi ánimo precisamente para fiestas, pero tampoco tenía voluntad para oponerme a nada, así que me dejé llevar. Cruzamos una calle con anchos soportales, luego otra y por fin entramos en un palazzo con un gran portalón muy historiado y una rechinante escalera. "El ascensor no funciona", me dijo. La puerta del piso se abrió sin necesidad de que llamáramos. Dentro estaba muy oscuro, no parecía haber nadie. Pero en un gran salón de techo abovedado y con frescos mitológicos unas diez o doce personas estaban sentadas en torno a una mesa. Nos miraron en silencio. Uno de ellos señaló con la mano dos asientos vacíos, uno a la cabecera de la mesa y otro a su izquierda. Yo quise bromear: "No parece muy animada la fiesta...". "Aún no ha comenzado, no se preocupe que se va a divertir". Alguien sopló las velas que iluminaban tenuemente la habitación y quedamos completamente a oscuras.
            Cuando regresé a mi hotel, ya había amanecido. Me tumbé en la cama y quedé dormido sin siquiera quitarme la ropa. Desperté con mucha hambre, devoré el menú en un restaurante cercano y regresé al puente para ver si volvía a aparecer el misterioso anfitrión. No apareció y no fui capaz de encontrar de nuevo el palazzo.
            ¿Que qué ocurrió allí? Resulta fácil de imaginar, no voy a entrar en detalles. A mí me sirvió para sacar el pie del desgarrón en que lo había metido y para devolverme las ganas de vivir. Ahora vuelvo siempre que puedo a Turín y siempre que vuelvo me entretengo un rato contemplando las aguas del Po, apoyado en el pretil del mismo puente, con la esperanza de que vuelva a aparecer aquel desconocido.


domingo, 22 de enero de 2017

Sin trampa ni cartón: Ni vuelve ni tropieza


Viernes, 13 de enero
UN HOMBRE PRECAVIDO

Soy un hombre muy precavido, demasiado. Me dijeron que la sal y el enamorarse eran malos para el corazón y desde entonces he dejado de cocinar con sal.


Sábado, 14 de enero
AQUELLA MUJER

En Catania, a las cinco de la tarde, ya era de noche y la temperatura, agradable durante las horas de sol, se desplomaba súbitamente. No me apetecía volver al hotel, las cafeterías, sin apenas mesas en el interior, estaban llenas.
            Yo pasaba un rato leyendo y luego me ponía a caminar rápidamente de un lado para otro, por calles mal iluminadas, sintiéndome como un desterrado sin casa ni hogar en una ciudad ancha y ajena.
            Veía a la mendiga con su bebé a la puerta de una iglesia, a los vendedores de baratijas, a los inmigrantes oscuros agrupados en cualquier esquina y se me llenaban los ojos de lágrimas. Me sentía como un personaje de Dostoievski, pobre gente en las noches blancas de San Petersburgo, perpetuamente “humillado y ofendido”.
            Una de esas tardes, se me acercó una joven a preguntarme algo. “No soy de aquí”, me excusé. Se lo dije en italiano, pero ella notó mi acento español y pasó a hablarme en esa lengua. Quería saber una dirección. Conocía la calle, había pasado varias veces por allí y me ofrecía a acompañarla. Sin yo preguntarle nada, me contó su historia, una historia bastante confusa y que cada vez me hacía sentir más incómodo. Un marido italiano, con diversos negocios que no me aclaró bien, una separación traumática, unos hijos que el juez le había prohibido visitar, un largo tratamiento psiquiátrico, la decisión de presentarse sin avisar en la casa en que su exmarido y su nueva mujer vivían ahora… Todo eso me lo contó, sin que yo tuviera prácticamente ocasión de decir palabra, mientras caminábamos hacia una calle próxima al inmenso palacio de Justicia, un mamotreto comenzado a construir en 1937 y no terminado hasta casi veinte años después, aunque siguiera fiel a la estética fascista.
            No era tan joven aquella mujer como me había parecido en un principio. Muy maquillada, casi como una actriz antes de salir al escenario, debía de tener cerca de cincuenta años.
            Yo estaba un poco asustado. Debería haberle indicado el camino, sin acompañarla, pero estaba tan solo y tan aburrido… Desde una esquina con el Corso Italia, le señalé la calle el lugar donde se encontraba aproximadamente el portal que buscaba. Quise despedirme. “Espere, espere”, me pidió. “Venga conmigo. Espere a que me abran”.
            Llamó una vez y otra vez, nadie respondió. Sin duda en aquel piso no había nadie. O le habían dado una dirección equivocada o la familia estaba fuera.
            “¿Y ahora qué hago?”, “Vaya a su hotel, descanse y vuelva mañana”, “No tengo hotel, acabo de llegar de Barcelona”. Aquello me asustó más, la mujer no parecía estar en sus cabales. Decidí acompañarla hasta uno de los centros de información turística, cerca de la plaza Stesicoro. Allí podrían encontrarla un hotel. Ella me cogió de la mano, me apretó fuerte. “No sé qué habría sido de mí si no le hubiera encontrado”.
            Yo estaba cada vez más asustado. Entré con ella en el local, pero mientras atendía al empleado, que buscaba en la pantalla diversas posibilidades y le indicaba precios, en un momento de distracción, salí a la calle y me alejé de allí rápidamente, casi corriendo.
            Al doblar una esquina, creí escuchar su nombre llamándome. Afortunadamente no le había dicho dónde me alojaba. Ya en la habitación del hotel, tras respirar aliviado, sentí un poco de remordimiento. “Por lo menos podría haberme despedido”.
            Pasé una mala noche. Aquella mujer se aferraba a mí y los dos rodábamos juntos por no sé qué oscura pendiente, las aguas rugidoras al fondo y arriba unos hombres que nos tiroteaban, como en una mala película.
            Al día siguiente lucía el sol, el cielo era de un azul espléndido, comencé la mañana, como cada día, saludando al Etna desde el Giardino Bellini y no volví a acordarme de aquella mujer. Hasta hoy.
           

Domingo, 15 de enero
PUÑAL Y MANOTAZO

A veces nos asalta a traición y nos clava un ferruñoso puñal en la espalda. En mi caso, suele aprovechar los momentos felices. Cuando tengo una preocupación, el inmediato problema lo llena todo, no deja lugar para la angustia sin causa. Pero cuando, a media mañana, tomo un café, hojeo los libros que acabo de recibir, un amigo al que hacía tiempo que no veía se acerca a saludarme a la gran mesa redonda de Las Salesas; cuando me esperan luego los alumnos en el Milán y las pruebas del nuevo número de Clarín y los correos que he de contestar y los amigos de Facebook; cuando siento que el mundo, que mi mundo, está bien hecho y se desliza suavemente sobre los engranajes, entonces siento de pronto el topetazo brutal de la melancolía.
            Estoy de paso, vivo en un castillo de arena, todo esto se desmoronará poco a poco o de un imprevisto manotazo. Y no solo eso: vuelven de pronto, con su sonrisa triste, todos los que se han ido yendo a lo largo de los años para no volver nunca. Vuelves tú, rostro más querido que ninguno y que se va desvaneciendo, como todos, en la niebla.


Lunes, 16 de enero
BIEN QUE LO LAMENTO

"A menudo haces recuento de los amigos que has perdido, como el vaquero que recuenta las muescas en la culata de su rifle, como si estuvieras orgulloso de ello", le gustaba repetirme a uno de esos amigos que ya no es amigo mío.
            No, no estoy muy orgulloso de esas pérdidas. Creo que siempre he tenido mucho cuidado con mis amigos, un material escaso y especialmente valioso. Pero la palabra amigo se emplea de muy diversas maneras. Llamamos amigo no solo al horaciano "animae dimidium meae", sino también al simple conocido, al colega escritor con el que intercambiamos libros y poco sinceros elogios. Esos amigos son los que yo pierdo con facilidad.
            He aprendido a mentir, como cualquier adulto, pero no del todo. No me importa elogiar en privado el bodrio o la medianía de cualquier conocido literario. Pero en público soy incapaz; en público puedo disimular, tratar de ser diplomático, pero nunca lo consigo por completo.
            A quien valoro poco, en seguida lo nota, y eso no se perdona. Y a quien admiro de veras puedo no admirarle especialmente en algún libro, entretenerme enumerando las concesiones a la facilidad, las caídas. Y eso se perdona menos.
            "A veces pienso que es mejor ser enemigo tuyo; tratas con más cuidado y delicadeza los libros de quien no te tiene ninguna simpatía, como Gamoneda, que los de quien te admira y te quiere bien", solía decirme el mismo amigo que ya no es amigo mío.
            Es posible. Pero tampoco hay que darle demasiada importancia. Las relaciones literarias las debe cuidar quien quiera hacer carrera literaria. Y yo no es que no quiera, es que estoy incapacitado para ello. Y bien que lo lamento. Porque talento quizá no, pero falsa modestia tengo tanta como Javier Marías, Antonio Muñoz Molina o incluso Juan Goytisolo.


Martes, 17 de enero
ENCUENTRO EN LOS PRADOS

Le escuché contar una vez a Torrente Ballester que él se dio cuenta de que era viejo cuando pasó a saludarle un antiguo alumno y le dijo que era almirante. Yo, por supuesto, no tengo exalumnos que sean altos jefes de la Armada, pero…
            Me lo encuentro al dejar, como cada tarde, mi oficina de Los Prados (un rincón del McDonald’s). Le di clases cuando él tenía seis o siete años, allá por el curso 72-73, en el colegio de Ventanielles. Cuarenta años después, me escribió para saber si el “José Luis García” que firmaba un premio que había recibido por su buena conducta era yo. Era yo, y seguía dando clases a pocos pasos, en el Campus del Milán.
            Mi antiguo alumno, aquel niño tan formal, ahora es policía y jefe del servicio del 091 en Asturias. Me invita a visitarlo en su trabajo. “A lo mejor le interesa ver cómo funciona ese servicio”. Claro que me interesa. Ya comienzo a pergeñar en mi cabeza una serie televisiva policíaca y autonómica en la que cada episodio comienza con una llamada al 091 de la calle General Yagüe (ahora Juan Benito). Hablaré con mi amigo Xuan Bello para ver si su productora está interesada.


Miércoles, 18 de enero
PRIVILEGIOS

Transcurre manso, día a día, imperceptiblemente. ¡Cuántas veces he tenido la impresión de que, como en el título de Eduardo Mallea, era un río inmóvil! Pero hay días en que parece correr en tromba llevándoselo todo por delante. Hablo del tiempo, claro, del tiempo que ni vuelve ni tropieza.
            Hoy pasa por casa, a recoger unos libros y unas pruebas de imprenta, mi amigo Alfonso. Le acompaña Ernesto, que tiene ya once años y al que hacía algún tiempo que no veía. Busca los relojes de arena, la escultura de Pessoa, las pequeñas piedras pulidas por el Egeo o abrasadas por el Vesubio…
            Le entusiasmaba jugar con ellas cuando era pequeño y el padre pasaba por aquí en busca de algún libro o a hacer alguna consulta bibliográfica; también le acompañé muchas veces a recogerlo a la salida del colegio, que está junto al Milán, al lado mismo de mi casa. Qué lejos quedan ya esos días.
            No he tenido hijos, y nada me habría gustado más. Me fascinan los bebés, su manera de ir apropiándose del mundo, de crearlo de nuevo por entero en su cabeza. No he teñido hijos, si nos atenemos a la verdad de la biología y del código civil, pero creo que los tengo de todas las edades.
            El regalo de haber visto crecer, casi día a día, a Ernesto. El de tener en los brazos, ahora, a Martín. La vida, sin esa responsabilidad y ese prodigio, está incompleta. Yo no siento que la mía lo esté. Y encima no he tenido nunca que cambiar los pañales.


Jueves, 19 de enero
HACER ALARDE

“Le gustaba alardear de inteligencia para poder ocultar mejor su bondad”, leo en Arthur Schnitzler. Sonrío. Eso es lo que yo hago. Y la oculto tan bien que a veces dudo de que siga existiendo o incluso de que haya existido alguna vez.


domingo, 15 de enero de 2017

Sin trampa ni cartón: La ronda de los días


Sábado, 7 de enero
EN EL MONASTERIO

¿Me habría gustado vivir otra vida? Por supuesto. Desde hace tiempo colecciono vidas que habría preferido a la mía.
            Mientras visito el monasterio benedictino de San Nicoló l’Arena, añado otra a mi colección. Tras admirar las palaciegas escaleras, nos dirigimos al primer claustro. En el centro, un quiosco de malaquita (o eso me parece a mí), como en los poemas de Rubén Darío. “No cumplía ninguna función religiosa –me cuentan–. Fue mandado construir por el Abad para tomar café y chocolate caliente con los huéspedes ilustres, con los viajeros del grand tour que se acercaban a Catania”.
            Desde una ventana, contemplo la Piazza Dante y los edificios frente al monasterio. “También pertenecían a la comunidad. Ahí solían alojarse las amantes de los frailes. Entonces ese hecho escandalizaba menos de lo que escandalizaría ahora. Los frailes, casi todos hijos de familias nobles, rara vez lo eran por vocación. Para evitar repartir la herencia, los segundones no tenían otro camino que la carrera militar o la religiosa”.
            Yo también habría escogido la vida religiosa en un monasterio como este. Visito el otro claustro, con una inmensa fuente de mármol. “Para traer agua a esta fuente, solo para eso, se construyó un acueducto”.
            Los largos pasillos, las celdas de los monjes comunes, con su amplio espacio y sus altos techos, el fastuoso refectorio, la gran cocina, la biblioteca, el misterioso jardín de los novicios sobre el banco de lava… Y los frailes que ocuparon este inmenso espacio (que hoy alberga a cientos y cientos de alumnos y profesores) nunca al parecer superaron en mucho la treintena (los servidores eran más, pero dormían fuera).
            Sí, yo habría sido feliz en este monasterio. No habría necesitado para ello –aunque me habría gustado– desempeñar el cargo de abad. Los ritos religiosos, reunirse para rezar no sé cuántas veces al día, tampoco me habrían importado demasiado. A fin de cuentas, nada me gusta más que la repetición, que los hábitos rigurosamente respetados que pautan el día.
            No me habría aburrido en este laberinto, no. Está construido sobre una suntuosa villa romana, fue destruido por un terremoto, estuvo a punto de ser arrasado por la lava del volcán (se dispuso un foso de arena para detener aquel lento río, y ahí sigue, como una reliquia más), guarda en sus entrañas secretas galerías abovedadas que sirvieron de refugio en tiempo de guerra y ahora ocupa la biblioteca.
            Colecciono vidas que me habría gustado vivir. Ya anciano, muy anciano, con dificultades para subir y bajar escaleras, asistiría a misa tras una alta celosía, muy cerca del majestuoso órgano.
            Cuando me asomo ahora, están preparando la iglesia –inmensa, mayor que la catedral: tenía que quedar claro que el abad mandaba más que el obispo– para no sé qué espectáculo. Trato de descubrir desde aquí la gran meridiana, el inmenso reloj de sol de más de cuarenta metros de largo que fue construido en 1841 por un científico alemán y otro danés contratados por los Borbones para estudiar la geología del Etna. Mármol negro y mármol blanco de Carrara. A veintitrés metros de altura está el óculo por el que penetra el rayo de sol que va marcando las horas.
            Sí, yo habría sido feliz –aunque no fuera abad, aunque no tuviera una amante albergada en el edificio de enfrente– como fraile benedictino en San Nicoló l’Arena. Pasaría mis horas en la biblioteca, paseando por el jardín, estudiando las estrellas.
            Claro que, bien mirado, también podría haber sido fraile en un monasterio más cercano, en Oviedo, como mi admirado Feijoo. Y quizá lo sea.


Domingo, 8 de enero
HAGO RECUENTO DE MI VIDA

Por una retorcida y estrecha escalera, subo hasta la cúpula de Santa Ágata. Es una espléndida mañana de domingo y toda la ciudad parece desperezarse gozosa en torno mío.
            Enfrente, a contraluz, casi al alcance de la mano tengo la catedral y detrás de ella las aguas azul oscuro del puerto, con la silueta de algún barco que parece posada sobre los tejados. Luego, abajo, la Piazza del Duomo, con la fuente del elefante y los ociosos que se sientan en torno a ella a ver pasar las horas (coinciden caras arrugadas de campesinos, que parecen sacados de la Sicilia profunda, con rostros desvalidos de inmigrantes).
            Sigo mi ronda circular: la via Vittorio Emanuele y las torres de San Francisco; la plaza de la Universidad (al fondo, sobresaliente, la cúpula de San Nicoló); la larga vía Etnea, tan fatigada por mí, y la mole del Etna, deslumbrante con su manto de nieve, protectora y amenazadora; el teatro Bellini (sonrío al recordar la aparatosa estatua del compositor en la plaza Stesicoro); el otro tramo de la vía Vittorio Emanuele, el que va hacia el mar, que brilla de nuevo sobre los tejados…
            Tras hacer la ronda solitaria y acariciar con su nombre todos los lugares que voy reconociendo, me siento un rato a hacer otra ronda, la de mi vida. A veces pienso que no he fracasado en nada, salvo en lo fundamental, y otras que he cometido error tras error, pero que finalmente no me he equivocado en lo que importaba.
            ¿Amor? No me gustan las  preguntas sobre mi vida privada; prefiero hablar, incluso conmigo mismo, de otra cosa. Recuerdo lo que respondió Fidel Castro a una pregunta semejante: “Amé y me amaron; eso es todo lo que puede decir un caballero”. De que amé yo estoy seguro; de que me amaran, al menos como yo quería que me amaran y quien yo quería que me amara, tengo mis dudas… Cualquiera las tendría, viendo que vivo solo, como casi siempre he vivido. Pero la verdad es que la vida de pareja –más allá de unos cuantos fines de semana– nunca me pareció apetecible. Como los señoritos (qué palabra tan fea) o los libertinos (qué palabra tan sugerente) de las comedias de Jardiel Poncela, mi vida ideal sería un amplio apartamento en el centro (en el centro de cualquier ciudad: lo mismo me da Roma que París o Nueva York), una asistenta invisible y un eficaz mayordomo. Y luego, pero no todos los días, aventurillas de una noche. No lo he conseguido, por supuesto, pero me he aproximado todo lo posible dados mis limitados medios de fortuna. El matrimonio es para la clase de tropa, como dijo un santo varón de cuyo nombre me acuerdo perfectamente.
            ¿Éxito profesional? Ninguno. Pienso en la gente de mi edad: Darío Villanueva, Luis Alberto de Cuenca, Javier Marías, Pérez-Reverte… Eso es éxito, cada uno en su ámbito, y lo demás son cuentos. Pero como soy de buen conformar la verdad es que no tengo ninguna queja. Me gano la vida, desde hace cuarenta y cinco años, con un trabajo que cada vez me parece menos trabajo (cuando me jubilen, en el 2020, será como si me quitaran un entretenimiento) y dedico lo mejor de mi tiempo, también desde hace al menos cuarenta y cinco años, en que apareció mi primer libro, a la literatura, no como profesión, sino como un laborioso placer que nunca cansa.
            Publico libros todos los años, colaboro en la prensa todas las semanas (algunos veranos todos los días) y no cambiaría ese privilegio ni por la dirección de la Academia ni por el premio Nobel.
            ¿Dinero? Ni mucho ni poco, el que he necesitado (soy de pocas necesidades).
            ¿Eres un hombre feliz entonces?, me pregunto.
            Esta mañana, sentado al sol en lo alto de la Badia di Sant’Agata, sí. Pero pronto se hace de noche y hace frío, dentro y fuera, y todos los fantasmas se ponen a bailar sobre mi cabeza. A fin de cuentas, como dijo Oscar Wilde (o como dije yo, no sé bien), la felicidad es un estado pasajero que no presagia nada bueno.


Lunes, 9 de enero
MUSEO DE LA LOCURA

No puedo olvidar la exposición “Museo della follia”, en el Castello Ursino: los obsesivos autorretratos de Antonio Ligabue y el quebradizo expresionismo de Pietro Ghizzardi entremezclados con los restos arqueológicos, con la solidez de Hércules, los bustos de Alejandro y Meleagro, de diosas y de mujeres anónimas.
            La locura, ese otro nombre del infierno. Antonio Ligabue malvivió en la calle, pasó largos años en sanatorios psiquiátricos (entonces llamados, más expresivamente, manicomios). Le salvó la pintura. ¿Le salvó o simplemente le ayudó a sobrevivir? Vivió  los mismos años que yo tengo ahora.
            Respiro hondo al salir de las tinieblas a la luminosidad de las calles. Artistas contemporáneos complementan la exposición con obras en las que expresan su visión de la locura o mejor de las torturas a las que hemos sometido a ciertos seres humanos con tal pretexto.
            Yo sigo teniendo ese terror ancestral a lo que no entendemos, a lo que no controlamos. Miedo a los demonios que están dentro de los demás, pero sobre todo a los que están dentro de mí mismo.
            Y no hay demonios: solo disfunciones en la compleja maquinaria que llamamos cerebro. Disfunciones, desarreglos, que a veces solo lo parecen, que solo son distintas maneras de funcionar.
            Pero yo, como todo el mundo, qué bien me las arreglo para ir dejando de lado al conocido o al amigo con problemas. Allá él o ella en sus arenas movedizas. Poco a poco retiro mi mano para que no me arrastre consigo.
            Vuelvo a la Piazza del Duomo y doy vueltas y vueltas, como un ocioso más, en torno a la fuente del elefante.
            Soy un superviviente, me digo. Y para ser un superviviente hay que tener pocos escrúpulos. Cruzamos el río de la vida caminado por encima de los más débiles. Dejamos que el temporal los arrastre para que no nos arrastre con ellos.


Martes, 10 de enero
ELOGIO DE LOS CENTROS COMERCIALES

Qué triste el centro cultural Le Ciminière, las chimeneas, que trata de recuperar las viejas instalaciones industriales dedicadas a la refinería del azufre, situadas al lado de la estación central. Lo visito en la mañana sin nadie. Oscuras salas donde se exponen mapas antiguos de Sicilia, borrosas fotografías del desembarco de 1943, viejos aparatos de radio… Al fondo, tras las vías, el azul del mar y un antiguo fortín defensivo.
            Mejor un centro comercial que un centro cultural. A las cinco, ya es plenamente de noche en esta ciudad. ¿Qué hacer? Las pocas mesas ínteriores de las cafeterías siempre están llenas, la gente toma algo de pie en la barra o no le importa morirse de frío en la terraza, los cines son de una o dos salas y hay que ir buscándolos por calles oscuras. Yo me refugio todo el tiempo que puedo, hasta que llega la hora de la cena, en la Feltrinelli. Cada tarde compro un libro y me leo otro allí mismo, en la librería.
            ¡Ah, cómo echo de menos Las Salesas, Los  Prados, la cafetería del Ikea! Sin ellos qué inhóspita esta ciudad, cualquier ciudad, en las horas melancólicas en que sigue siendo de día, pero ya es de noche. Y no solo para el hombre solo.




lunes, 9 de enero de 2017

Sin trampa ni cartón: Vivir para contarlo



Martes, 3 de enero
VENTAJAS DE HABER SIDO UN NIÑO POBRE

Qué fácil resulta sacarme de mi zona de confort. Como un gato viejo, fuera de los cuatro rincones de costumbre me siento perdido. Mi primer idea, cuando llego a un lugar en el que no he estado nunca, es darme de inmediato la vuelta. Pero afortunadamente no suele haber plaza en los aviones que regresan el mismo día, o la hay a un precio prohibitivo.
            Es fácil sacarme de mi zona de confort, tan fácil que para sobrevivir ha tenido que ir aprendiendo a crearme rápidamente otra.
            Salgo la calle, en la hora melancólica del atardecer, como un niño enfurruñado, echando de menos mi café de siempre y los amigos de costumbre, suspirando por regresar. Pero en el parque Bellini, al lado mismo del hotel, me sorprende un viejo conocido, familiar desde la adolescencia ("en llegando a esta ocasión, / un volcán, un Etna hecho, / quisiera arrancar del pecho / pedazos del corazón") y junto a él, sobre los tejados de la ciudad, las nubes forman un círculo tan perfecto que no parece obra de la azarosa naturaleza, sino de alguna inteligencia no humana. ¿Un ovni sobre Catania? Por si acaso mando mi fotografía a Cuarto milenio.
            Sonrío como un niño que por un momento se olvida de su mal humor. Sigo caminando y, de pronto, en la plaza Stesicoro me encuentro con la entrada al anfiteatro romano, medio sepultado a un lado de la plaza. Bajo unas escaleras metálicas y ya estoy en otro mundo, vigilado por la fachada barroca de una iglesia (como casi siempre en esta ciudad). Lo que queda del anfiteatro se puede recorrer como un laberinto. Juego a perderme en él, sin hilo de Ariadna, sin miedo a toparme con el Minotauro. A quien me gustaría encontrar es a cualquiera de los viajeros del Grand Tour, a Goethe por ejemplo, que también se dejaron fascinar por este lugar.
            Al otro lado de la acera, en la misma vía Etnea en que está mi hotel (que casi no es tal, sino un viejo caserón en el que tengo alquilado un cuarto con una gran terraza sobre un destartalado jardín), dos cafés, uno al lado del otro, hombro con hombro, el Spinella, abierto desde 1936, y el Savia, desde 1897. Ya tengo donde escribir versos y leer La Repubblica. Y la librería Feltrinelli, uno de mis rincones favoritos de Italia, también en la misma larga calle, que termina en la Piazza del Duomo y tiene siempre al fondo en lo alto, vigilante, como dispuesto a ponerse en marcha de un momento a otro, a un viejo amigo, el Etna, coronado de nieve y, en mi memoria, de versos de Góngora y Virgilio.
            Hace una hora, o quizá dos, me sentía desvalido y desterrado; ya me siento como en casa.
            Soy un niño caprichoso, nunca he dejado de serlo, pero también fácil de contentar, de distraer con cualquier cosa. Es lo que tiene haber sido un niño pobre.


Miércoles, 4 de enero
UN REPROCHE EN ORTIGIA

Las doce en el reloj, como en el poema de Guillén, y yo sentado en la Piazza del Duomo, en el centro mismo de la isla de Ortigia. Tengo enfrente la catedral, el antiguo templo de Atenea; a la derecha, la iglesia de Santa Lucía, con el cuadro en el que Cravaggio pinta su entierro (el cuerpo está en Venecia, en el Campo de San Geremia: la inscripción en su honor es visible desde el vaporetto); a la izquierda ensortijados palacios llenos de luz, y en torno el mar del mismo deslumbrante azul que cuando aquí llegó Platón llamado por el tirano de Siracusa.
            Las doce en el reloj, el acorde perfecto, y yo por un instante sintiéndome el centro de tanto alrededor, a gusto con el mundo y conmigo.
            Por un instante. De pronto es como si se apagaran las luces del escenario y todo quedara oscurecido por la tinta de la melancolía.
            No soporto estar solo, ahora lo descubro. Necesito la distracción y el debate para no pensar en lo que se avecina. Menos mal que con el teléfono móvil, del que tantos abominan, uno nunca está solo. Me llama Abelardo Linares, que también anda un poco alicaído últimamente, y enseguida me las arreglo para discutir un rato y así sacudirme la tristura.
            –¡Bueno has puesto el libro de viajes extremeños de Antonio Moreno! Y todo porque no te gusta lo que dice de Aldeanueva del Camino o porque copia lo que cuenta un panadero de Galisteo y tú no estás de acuerdo!
            –No es eso, Abelardo, no es eso. Yo pensaba reseñar ese libro, pero se me cayó de las manos. Es obra de poeta, en el mal sentido de la palabra, es el libro de quien no cree necesario revisar los datos. Y un dato falso hace que una crónica se venga abajo y lo mismo pasa con una generalización abusiva. Me defraudó y por eso no quise hacer una reseña.
            –Pues fue peor que si le hubieras dedicado una.
            –Hay que distinguir de géneros literarios, amigo Abelardo. Yo no los confundo nunca. En el diario caben la subjetividad y el capricho; en la crítica, no.
            Le cuento que estoy estos días de viaje solo y que ya estoy un poco harto de tanto andar conmigo porque me tengo muy visto. Y me temo que al paso que voy, a diario por año, a mis lectores les va a pasar lo mismo.


Jueves, 5 de enero
EN EL GRAN TEATRO

La alegría de tomar el tren cada mañana. Ayer, fue Siracusa; hoy es Taormina. Las chumberas y los naranjos, la línea azul del mar y las tierras fértiles de la isla asomándose siempre a la ventanilla. La alegría de partir en la mañana temprano, cuando todo relumbra como recién creado. No hay otra comparable a ella.
            Pero siempre anochece demasiado pronto. Cada día, como un símbolo del viaje de la vida: niñez, juventud, senectud; todo comprimido en unas pocas horas. Estar solo y estar lejos ayuda a verse mejor. Cada día, cualquier día, un triple salto mortal. Y ahora, lejos, descubro como ayuda la red de los amigos, aunque finalmente –ya lo sé– no sirva de nada.
            La belleza no es un buen lugar para vivir. No conozco lugar más hermoso que los riscos de Taormina, rodeados de islas y con el Etna siempre vigilante. Ninguno más incómodo, salvo quizá el empinado Anacapri. Vivir aquí, siempre pendiente del taxi, de los caprichos del autobús, jugándose la vida con las curvas y más curvas en el coche particular, no me apetece demasiado. Aquí los hoteles y las villas suntuosas son cárceles de lujo. Y no quiero ni imaginarme lo que debería ser este lugar en el siglo XVIII, cuando comenzó a ponerse de moda. El burro era entonces el único medio de locomoción.
            A mí me gusta llegar, subir al gran teatro, que no necesita decorados pues su telón de fondo es el más hermoso que se haya podido imaginar. Sentarme en una de las gradas, cerrar los ojos y escuchar a Antígona discutir con Creonte el eterno debate entre legalidades, tan actual hoy como entonces. Yo me entretengo imaginando una versión actual con Rajoy de Creonte y Ada Colau haciendo de Antígona.
            Y no me parece una falta de respeto traer a estas solemnes ruinas los repetitivos y para algunos aburridos debates de hoy. No eran muy distintos los que ocuparon a Sófocles o a Aristófanes, uno en tono solemne, el otro en tono burlón.


Viernes, 6 de enero
EL MEJOR REGALO

¿Cuánto tiempo hace que este día ha dejado de ser mágico? ¿Cuánto tiempo hace que dejé de ser un niño?
            Pero quizá no ha dejado, no he dejado de serlo. Me despierto en Catania, un lugar que era un nombre en un mapa, páginas desgarradas de Giovanni Verga, música de Vincenzo Bellini, el sufrido esplendor de los años del azufre, el oro amarillo, cuando soñaba con convertirse en otro Milán.
            Ahora es ya una de las ciudades de mi colección. Cuántas tardes he paseado arriba y abajo, como un catanese más, por la vía Etnea, cuánto me ha deslumbrado, cuánto me ha llenado de tedio, convertida de pronto en la ciudad de Cavafis, esa "angosta esquina de la tierra" de la que no saldremos nunca.
            También he creído encontrar el amor, como hago siempre en los lugares a los que llego la primera vez, y afortunadamente era una ilusión. Me he pasado la vida buscándolo, pero si lo encontrara no sabría qué hacer con él.
            Una ciudad nueva y unos cuantos lugares cercanos revisitados. Y en cada uno de ellos un regalo especial. Yo he apreciado sobre todo aquel arco iris sobre la bahía de Lentojanni, vista desde la parte alta del teatro de Taormina; luego descendiendo volvió a aparecer sobre Isolabella. Y la biblioteca pública instalada en la antigua iglesia y convento de San Agustín. Fuera, en torno a la Piazza 9 de Aprile, el más hermoso espectáculo del mundo; dentro, un silencio cargado de maravillas: yo abrí al azar un libro y era de Quasimodo y hablaba de esta isla y del Mar Jónico y de los dioses que se bañaban en él.
            Cierto que alguna vez sentí la lanzada del tedio, pero ningún lugar es de verdad tuyo si no te has aburrido en él. Lo que yo temo no es el aburrimiento, que en mi caso es el abono necesario para que surja la ficción o el poema, sino la desidia, la noche oscura del alma de la que hablaban los místicos, el desinterés por todo.
            Ayer llegué a la estación de noche (en estas fechas oscurece pronto) y para ir desde Catania Centrale hasta la Piazza Stesicoro, el lugar del centro más cercano, hay que atravesar un escenario de novela negra: lugares sin apenas edificar, descampados con algún oscuro vagabundo, grandes almacenes que guardan no se sabe qué. Me perdí, cosa rara porque he hecho este camino más de una vez, y no había ningún transeúnte al que preguntar. De pronto, escuché un tiro, o eso me pareció; un hombre dobló corriendo una esquina; recordé las novelas de Sciascia, viejas películas. Esperé escuchar sirenas policiales. Pero no pasó nada más. En seguida apareció una avenida con la iluminación navideña. Llegaba a terreno conocido. Si ocurrió algo, me dije, lo sabré mañana leyendo La Sicilia.
            El tedio se fue con ese disparo. Y yo supe que el mejor regalo de Reyes, el mejor regalo de cualquier día, es vivir para contarlo.